– Por favor, sea más preciso.
Champelaz cruzó los brazos, como tomando aliento:
– En Guernon existe una tradición universitaria muy antigua. La facultad data, según creo, del siglo XVIII. Fue creada en asociación con los suizos. A la sazón, sólo constaba de los edificios del hospital… Para resumir, desde hace más de tres siglos, los profesores e investigadores del campus viven juntos y se casan entre ellos. Han dado origen a linajes de intelectuales muy dotados, pero hoy en día empobrecidos, agotados genéticamente. Guernon era ya un pueblo solitario, como todas las comunidades perdidas en el fondo de los valles. Pero la universidad ha creado una especie de aislamiento dentro del aislamiento, ¿comprende? Un verdadero microcosmos.
– ¿Es suficiente este aislamiento para explicar esta prevalencia en las enfermedades genéticas?
– Creo que sí.
Niémans no veía cómo podían integrarse estas informaciones en su investigación.
– ¿Qué más le dijo usted a Joisneau?
Champelaz miró de soslayo al comisario y luego declaró, en el mismo tono grave:
– También le hablé de un hecho particular. Un detalle extraño.
– Cuénteme.
– Desde hace más o menos una generación, en el seno de estas familias de sangre empobrecida han aparecido niños muy diferentes. Niños brillantes, pero que además poseen un vigor físico inexplicable. La mayoría de ellos ganan todas las competiciones deportivas y alcanzan fácilmente en cada prueba las mejores marcas.
Niémans recordó los retratos en la antesala del rector, aquellos jóvenes campeones sonrientes que se llevaban todas las copas, todas las medallas. Evocó también las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín, el pesado texto de Caillois sobre la nostalgia de Olimpia. ¿Podía ser que estos elementos tejieran una verdad específica?
El policía observó, haciéndose el cándido:
– Todos estos niños deberían estar enfermos, ¿no es eso?
– No de forma tan sistemática, pero digamos que, lógicamente, estos chicos compartirían una debilidad de constitución, ciertas taras recurrentes, como los niños del instituto, por ejemplo. Y ése no es el caso, al contrario. Parece ser que estos pequeños superdotados han acaparado bruscamente todas las cualidades físicas de la comunidad y dejado a los otros las debilidades genéticas. -Champelaz lanzó una mirada crispada a Niémans-. ¿No se bebe el café?
Niémans se acordó de la taza que tenía en la mano. Bebió un sorbo candente; pero apenas percibió la sensación. Como si su cuerpo fuera sólo una máquina atenta al menor signo, la menor parcela de luz. Preguntó:
– Usted debe de haber estudiado más de cerca este fenómeno, ¿verdad?
– Hace unos dos años desarrollé mi pequeña investigación. Primero comprobé si esos campeones habían salido en efecto de las mismas familias, de las mismas comunidades. Acudí al registro civil, al ayuntamiento. Todos esos niños pertenecen a los mismos linajes.
»A continuación me remonté de modo más concreto a su árbol genealógico. Verifiqué su historial médico, fui a la maternidad. Consulté incluso los historiales de sus padres, de sus abuelos, en busca de signos, indicios particulares. No encontré nada determinante. Al contrario, algunos de sus antepasados eran portadores de taras hereditarias, como en las otras familias a quienes trato… Era decididamente extraño.
Niémans anotó estas informaciones casi al detalle: presentía otra vez, sin explicárselo aún, que estos datos le aproximaban a un aspecto esencial del caso.
Ahora Champelaz daba vueltas por la habitación, provocando frías ondulaciones en el acero inoxidable de la cocina. Prosiguió:
– Interrogué asimismo a los médicos, los especialistas de obstetricia del CHRU, y entonces me enteré de otro hecho que acabó de asombrarme. Parece ser que desde hace unos cincuenta años, las familias de los aldeanos que viven en las alturas, alrededor del valle, tienen una tasa de mortalidad infantil anormal. Una mortalidad súbita, al poco del nacimiento. Ahora bien, estos niños son precisamente, por tradición, muy vigorosos. Asistimos a una especie de inversión, ¿comprende? Niños depauperados de la universidad se han convertido, como por arte de magia, en muy robustos, mientras que la progenie de los campesinos se está debilitando…
»He estudiado también los historiales de estos niños de criadores o de cristaleros, víctimas de muerte súbita. No he obtenido ningún resultado. He hablado de ello con el personal del hospital y con ciertos investigadores del CHRU, especialistas en genética. Nadie puede explicar estos fenómenos. Por mi parte, he acabado abandonando, con una impresión de malestar. ¿Cómo decirlo? Ocurre como si estos niños de la universidad hubiesen robado la energía vital de sus pequeños vecinos de la maternidad.
– Por Dios, ¿qué quiere decir?
Champelaz retrocedió inmediatamente sobre este terreno para él inconcebible.
– Olvide lo que acabo de decirle: no es muy científico. Y totalmente irracional.
Quizá sería irracional, pero Niémans ya tenía una certeza: el misterio de los niños superdotados no podía ser una casualidad. Se trataba de uno de los hilos de la pesadilla. Preguntó con voz átona:
– ¿Esto es todo?
El médico titubeó. El comisario repitió, en un tono más fuerte:
– ¿Es realmente todo?
– No -se sobresaltó Champelaz-. Hay otra cosa. Este verano, la historia ha conocido un extraño progreso, anodino e inquietante a la vez… En el pasado mes de julio, el hospital de Guernon fue objeto de una renovación general, que implicó la informatización de sus archivos.
«Vinieron especialistas a visitar los sótanos, que rebosan de viejos expedientes polvorientos, a fin de evaluar el trabajo de recogida de datos. Derivado de ello, se realizaron indagaciones en otros subterráneos del hospital: los sótanos de la antigua universidad, sobre todo de la biblioteca, antes de los años setenta.
Niémans se puso rígido. Champelaz continuó su exposición:
– Durante estas actuaciones, los expertos hicieron un curioso descubrimiento. Encontraron fichas de nacimiento, las primeras páginas de los historiales internos de los lactantes a lo largo de unos cincuenta años. Estas páginas estaban separadas, sin el resto de los historiales, como si… como si las hubieran arrancado.
– ¿Dónde fueron descubiertos esos papeles? Quiero decir: ¿dónde exactamente?
Champelaz cruzó de nuevo la cocina. Se esforzaba por conservar una actitud indiferente, pero la angustia le traspasaba la voz:
– Es esto lo verdaderamente extraño… Estas fichas estaban guardadas en los casilleros personales de un solo hombre, un empleado de la biblioteca.
Niémans sintió acelerarse la sangre por sus venas.
– ¿El nombre del empleado?
Champelaz lanzó al comisario una mirada temerosa. Sus labios temblaron.
– Caillois. Étienne Caillois.
– ¿El padre de Rémy?
– Exactamente.
El policía se enderezó.
– ¿Y es ahora cuando lo dice? ¿Con el cuerpo que han descubierto ayer?
El director le hizo frente.
– No me gusta su tono, comisario. No me confunda con sus sospechosos, por favor. Y además, le he hablado de un detalle administrativo, de una nadería. ¿Cómo quiere ver en esto una relación con los asesinatos de Guernon?
– Soy yo quien decide la relación entre los elementos.
– Está bien. Pero, de todos modos, ya le había dicho todo esto a su teniente. Así que cálmese. Además, no le revelo nada secreto. Cualquier persona del pueblo podría contarle esta historia. Es de conocimiento público. Incluso se ha hablado de ello en la prensa regional.
En este preciso momento, a Niémans no le habría gustado mirarse a un espejo. Sabía que su expresión era tan dura, tan tensa, que ni el propio espejo le habría reconocido. El policía se pasó la manga por la frente y dijo con más calma:
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