Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– Sí, tú mismo me lo has dicho. En tu pueblo, la tumba de la niña está perfectamente bien cuidada. De modo que alguien viene a ocuparse de ella regularmente. ¿Quién? No es Sophie Caillois. Entonces, responde a esta pregunta y encontrarás a la madre.

– He interrogado al guarda. No ha vista nunca…

– Tal vez no viene en persona. Tal vez lo ha delegado en una sociedad de pompas fúnebres, qué sé yo. Encuéntrala, Karim. De todos modos tienes que volver allí para abrir el ataúd.

El poli árabe se estremeció.

– Abrir el…

– Hemos de saber qué buscaban los profanadores. O qué han encontrado. También descubrirás en el féretro las señas del enterrador. -Niémans le lanzó un guiño macabro-. Un ataúd es como un jersey: la marca está en el interior.

Karim tragó saliva. Ante la idea de volver al cementerio de Sarzac, de ir allí de noche para penetrar de nuevo en el panteón, el miedo le debilitaba los miembros. Pero Niémans recapituló, con una voz sin piedad:

– Primero las huellas. Después el cementerio. Tenemos tiempo hasta el amanecer para terminar este asunto. Tú y yo, Karim. Y nadie más. Luego tendremos que volver al redil y dar cuenta de todo.

El otro se levantó el cuello.

– ¿Y usted?

– ¿Yo? Regreso a la fuente de los ríos de color púrpura, hacia la pista de mi pequeño poli, Éric Joisneau. Sólo él había descubierto parte de la verdad.

– ¿Había?

El rostro de Niémans se desencajó.

– Lo mató Chernecé, antes de que lo matara nuestro asesino… o asesina. Encontré su cuerpo en una fosa química, en el fondo del sótano del médico. Chernecé, Caillois y Sertys eran basura, Karim. Ahora tengo esa certeza. Y creo que Joisneau había descubierto una pista que iba en ese sentido. Eso le costó la vida. Descubre la identidad del asesino. Yo descubriré su móvil. Descubre quién se esconde detrás del cadáver de Judith. Yo descubriré el significado de los ríos de color púrpura.

Los dos hombres se precipitaron hacia el pasillo, sin dirigir una sola mirada a los otros gendarmes.

45

– Colgados, muchachos. Estamos colgados.

– De todos modos, no tenemos ni la sombra de una huella, así que…

En el umbral de una habitación pequeña del primer piso, varios polis miraban fijamente, con aire desanimado, un ordenador rematado por una lupa móvil y conectado a un escáner por una red de cables.

En el interior del recinto, sentado ante la pantalla y con los ojos abiertos de par en par, un rubio muy alto se esforzaba en ajustar los parámetros de un programa. Karim se informó: era Patrick Astier en persona. A su lado, de pie, estaba Marc Costes, un tipo moreno, encorvado, apagado tras unas grandes gafas.

Los polis salían del lugar abriéndose paso a codazos y farfullando algunas reflexiones filosóficas sobre la falta de fiabilidad de las nuevas tecnologías. No dirigieron ni una sola mirada a Karim.

Este se acercó y se presentó raudo a Costes y Astier. Tras unas pocas palabras, los tres interlocutores comprendieron que estaban en la misma longitud de onda. Jóvenes y apasionados, daban la espalda a su propio miedo para concentrarse en la investigación. Cuando el poli árabe les hubo explicado con precisión el asunto que le traía, Astier no pudo reprimir su excitación. Exclamó:

– Mierda. Las huellas del asesino, ¡bingo! Vamos a someterlas enseguida al CMM.

Karim se sorprendió:

– ¿Funciona?

El ingeniero sonrió. Una fina grieta en la porcelana del rostro.

– Claro que funciona. -Señaló a los OPJ, ya ocupados en otra parte-. Son ellos los que no funcionan demasiado bien…

Con algunos gestos rápidos, Astier abrió uno de los maletines niquelados que Karim había visto al entrar en un rincón de la habitación. Equipos de toma de huellas latentes y vaciados de rastros. El ingeniero sacó un pincel magnético. Se puso los guantes de látex y mojó el instrumento imantado en un contenedor de polvo de óxido de hierro. Enseguida, las ínfimas partículas se agruparon en una pequeña bola rosa en el extremo de la punta magnética.

Astier cogió la Glock y rozó la culata con el pincel. Pegó luego sobre el arma una película adhesiva que encoló a su vez a un soporte de cartón. Entonces aparecieron las crestas digitales plateadas, brillantes bajo la película traslúcida.

– Soberbias -murmuró Astier.

Deslizó la ficha dactilar en el escáner y luego se sentó de nuevo ante la pantalla. Apartó la lupa rectangular y pulsó con rapidez sobre el teclado. Casi al instante, las tramas digitales aparecieron en el monitor. Astier comentó:

– Las huellas son de excelente calidad. Tenemos veintiún puntos que numerar: el máximo…

Signos de un rojo granate, unidos entre sí por líneas oblicuas, iban apareciendo en sobreimpresión en las crestas digitales, coincidiendo con pequeños bips sonoros. Astier prosiguió, como para sus adentros:

– Veamos lo que nos dice MORPHO.

Era la primera vez que Karim contemplaba el sistema en acción. En un tono doctoral, Astier aportaba sus comentarios: MORPHO era un inmenso registro informático que conservaba las huellas de los criminales de la mayoría de países europeos. Por módem, el programa era capaz de comparar cualquier huella nueva casi en tiempo real. Los discos duros zumbaban.

Por fin el ordenador entregó su respuesta: negativa. Las huellas de la «sombra» no correspondían a ningún surco del fichero de los delincuentes comunes. Karim se enderezó y suspiró. Ya esperaba esta conclusión: el sospechoso no pertenecía a la corporación de criminales ordinarios.

De pronto, el poli tuvo otra idea. Un comodín. Se sacó de la chaqueta de cuero la ficha acartonada que llevaba las huellas dactilares de Judith Hérault, tomadas justo después de su accidente de coche, catorce años atrás. Se dirigió a Astier:

– ¿Puedes pasar también estas huellas por el escáner y compararlas?

Astier dio media vuelta sobre su asiento y cogió la ficha.

– Ningún problema.

El ingeniero se mantenía tan tieso que parecía haberse tragado un fluorescente. Echó una breve ojeada a los nuevos dermatoglifos. Reflexionó unos segundos y luego alzó los ojos azules hacia Karim.

– ¿De dónde has sacado estas huellas?

– De una gasolinera de autopista. Son las de una niña, muerta en un accidente de coche en 1982. Nunca se sabe. Un parecido o…

El científico le interrumpió:

– Me asombraría mucho que estuviera muerta.

– ¿Qué?

Astier deslizó la ficha bajo la pantalla lupa. Los surcos cincelados aparecieron en transparencia, irisados y ampliados a una escala exponencial.

– No necesito analizar estas huellas para decirte que son las mismas de la culata de tu arma. Las mismas crestas subdigitales transversales. El mismo torbellino, justo debajo de las crestas.

Karim estaba atónito. Patrick Astier acercó la lupa móvil a la pantalla del ordenador, a fin de que los dos dermatoglifos estuvieran de lado.

– Las mismas huellas -repitió-, a dos edades diferentes. Tu ficha lleva las del niño, la culata, las del adulto.

Karim miraba fijamente las dos imágenes y se persuadía de lo imposible.

Judith Hérault había muerto en 1982, entre la chatarra de un coche destrozado.

Judith Hérault, vestida con un impermeable y un casco de ciclista, acababa de vaciar un cargador de Glock sobre su cabeza.

Judith Hérault estaba a la vez muerta y viva.

46

Ya era hora de tomar contacto con los viejos hermanos del pasado. Fabrice Mosset. Virtuoso de la policía científica de París. Especialista en dactiloscopia a quien Karim había conocido en un caso complicado durante su estancia en el comisariado del distrito XIV, avenida del Maine. Un superdotado que pretendía saber reconocer a gemelos sólo observando sus huellas digitales. Un método que, según él, era tan fiable como el de las huellas genéticas.

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