Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Por un impulso, apartó algunos muebles y despegó un primer panel. Nada. Karim se detuvo: estaba fuera de su jurisdicción, no tenía ninguna orden y causaba daños en el apartamento de una mujer que iba a convertirse en sospechosa principal. Dudó un segundo, tragó saliva y luego despegó otra tira de papel. Nada. Karim dio media vuelta y deslizó los dedos bajo otra zona de papel pintado. Tiró de él y descubrió una gran superficie de la capa precedente.

Escrito en la pared, pudo leer el final de una inscripción de color pardo. La única palabra que descifró fue: púrpura. Arrancó enseguida el papel contiguo a la palabra en la parte izquierda. El mensaje apareció entero, bajo los regueros de cola.

Subiré a la fuente

de los ríos de color púrpura

Judith

La caligrafía era la de un niño y la tinta utilizada era sangre. La inscripción estaba grabada en el yeso, como tallada con un cuchillo. El asesinato de Rémy Caillois. Los «ríos de púrpura». Judith. Ya no se trataba de vínculos, de relaciones, de ecos. A partir de ahora, los dos casos eran uno solo.

De improviso, un ligero temblor resonó a sus espaldas. Con un gesto reflejo, Karim se volvió. Ya agarraba su Glock con los dos puños. Sólo tuvo tiempo de percibir una sombra que desaparecía por la puerta entornada. Gritó y se precipitó afuera.

La silueta acababa de desvanecerse en el recodo del pasillo. Los ruidos de pasos apresurados ya habían hecho cundir el pánico en el largo corredor que parecía al acecho de la menor señal de peligro para animarse. Las puertas se abrían subrepticiamente para dar paso a miradas de pasmo.

El poli alcanzó corriendo el primer recodo y rebotó con un golpe de hombros. Enfiló la nueva línea recta. Ya oía las resonancias graves de la escalera suspendida.

Saltó el hueco. Las láminas de metal vibraban en toda su longitud a medida que la sombra bajaba los peldaños de granito. Karim le seguía los talones. Sus suelas de crampones sólo se posaban una vez por tramo.

Los pisos se sucedían. Karim ganaba terreno. Se hallaba ya a sólo un suspiro de su presa. Ahora descendían el mismo piso, por los dos lados de la pared de lamas verticales. El poli divisó al trasluz a su izquierda la espalda negra y brillante de un impermeable. Alargó la mano a través de la simetría metálica y agarró la manga de la sombra por el hombro. Pero no lo bastante fuerte. El brazo se dobló en ángulo recto, pillado por el torno de láminas. La silueta se escapó. Karim reanudó la carrera. Había perdido unos segundos.

Llegó al inmenso vestíbulo. Totalmente desierto. Totalmente silencioso. Karim vio fuera al vigilante, que no se había movido. Se abalanzó hacia la puerta lateral por la cual había entrado. Nadie. Una cortina de lluvia le bloqueaba todo el horizonte hacia el exterior.

Karim profirió un juramento. Pasó por delante del cristal roto y escrutó el campus, enturbiado por el gris tornasolado de la llovizna. Ni una presencia, ni un coche. Sólo el ruido del toldo, que chapoteaba con furor. Karim bajó el arma y giró los talones, crispado en una última esperanza: tal vez la sombra estaba aún en el interior.

De repente, una fuerte oleada le catapultó contra los batientes acristalados. Por un breve instante, no supo qué le ocurría y soltó el arma. Un flujo helado lo sumergió. Acurrucado en el suelo, Karim proyectó una mirada hacia arriba y comprendió que el toldo del tejadillo acababa de ceder, sobrecargado por el peso del temporal.

Creyó que era un accidente.

No obstante, detrás de la tela de plástico, todavía suspendida del tejado por dos hilos delgados, apareció la sombra, negra y reflectante. Impermeable negro, piernas enfundadas en unos leotardos, el rostro tapado por un pasamontañas y cubierto éste por un casco de ciclista, reluciente como la cabeza de un abejorro vitrificado, sostenía con ambas manos la Glock de Karim, apuntando directamente a su rostro.

El poli, ante la amenaza, abrió la boca pero no emitió ninguna palabra.

De improviso, la sombra apretó el gatillo y vació el cargador con un multiplicado estruendo de cristales. Karim se encogió, protegiéndose la cara con las manos. Gritó con voz crispada mientras el estrépito de las detonaciones se mezclaba al del cristal hecho añicos y de la lluvia circundante.

Maquinalmente, Karim contó las dieciséis balas y encontró la fuerza suficiente para levantar los ojos cuando los últimos casquillos rebotaban contra el suelo. Tuvo el tiempo justo de ver una mano desnuda soltar el arma y desaparecer tras la cortina de lluvia. Era una mano mate, nudosa como una liana, con arañazos, tiritas y uñas muy cortas.

Una mano de mujer.

El poli miró unos instantes su Glock que humeaba todavía por la cámara de la culata. Después fijó la vista en la culata cuadriculada por rombos minúsculos. Aún le resonaba la cabeza por las múltiples detonaciones. Las ventanas de su nariz respiraban el olor violento de la cordita. Unos segundos más tarde, el policía que vigilaba la entrada principal llegó por fin, con el arma en la mano.

Pero Karim no oyó sus requerimientos ni sus gritos de pánico. En aquel apocalipsis asimilaba ahora dos verdades.

Una: la asesina le había dejado con vida.

Dos: él tenía sus huellas dactilares.

43

– ¿Qué hacía en casa de Sophie Caillois? Está usted fuera de su jurisdicción, ha infringido las leyes más elementales, podríamos…

Karim observaba al capitán Vermont iracundo: el cráneo desnudo y el rostro escarlata. Asintió lentamente y se esforzó en mostrar una expresión contrita.

– Ya se lo he explicado todo al capitán Barnes. Los asesinatos de Guernon conciernen a un caso que estoy investigando… Un caso ocurrido en mi municipio, Sarzac, departamento del Lot.

– Primera noticia. Pero eso no explica su presencia en casa de un testigo importante ni el allanamiento de domicilio. -Había convenido con el comisario Niémans que…

– Olvídese de Niémans. Ha sido apartado del caso. -Vermont lanzó un exhorto por encima de la mesa-. Los muchachos del SRPJ acaban de llegar.

– ¿De veras?

– El comisario Niémans está bajo vigilancia. La noche pasada golpeó a un hooligan inglés a la salida de un partido en el Parque de los Príncipes. El asunto se ha complicado. Ha sido llamado a París.

Karim comprendió ahora por qué Niémans investigaba en este pueblo. Sin duda el poli de hierro había querido poner tierra de por medio después de ese enésimo tropezón, tan propio de su estilo. Pero él no le veía volviendo a París aquella noche. No le veía abandonando el caso… y menos aún para rendir cuentas al IGS o al Palais-Bourbon. Pierre Niémans desenmascararía primero al asesino y su móvil. Y Karim estaría a su lado. No obstante, simuló seguir al gendarme en su terreno:

– ¿Los muchachos del SRPJ ya han tomado las riendas de la investigación?

– Todavía no -respondió Vermont-. Debemos ponerles al corriente.

– Se diría que no van a echar de menos a Niémans.

– Se equivoca. Es un enfermo, pero al menos conoce el mundo del crimen. Lo transpira, incluso. Con los polis de Grenoble, tendremos que empezar de cero. ¿Y para llegar adónde, le pregunto?

Karim plantó los dos puños sobre la mesa y se inclinó hacia el capitán.

– Llame al comisario Henri Crozier, del puesto de policía de Sarzac. Verifique mis informaciones. Con o sin jurisdicción, mi investigación está vinculada a los crímenes de Guernon. Una de las víctimas, Philippe Sertys, profanó el cementerio de mi pueblo anoche, justo antes de morir.

Vermont hizo una mueca de escepticismo.

– Redacte un informe. Víctimas que profanan un cementerio. Polis que vienen de todas partes. Si cree que esta historia no es ya bastante complicada…

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