Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– Sylvain Hérault. Agosto de 1980. Incinerado. Habla.

– ¿Hérault? -balbució el sepulturero-. No lo conozco.

Karim lo atrajo hacia sí y le empujó de nuevo contra la arista de la pared. El guarda hizo una mueca. La sangre salpicó la piedra. El pánico había contagiado a los nichos. Las palomas volaban ahora en todas direcciones, prisioneras de las rejas. El poli susurró:

– Sylvain Hérault. Su mujer era muy alta. Morena. De pelo rizado. Con gafas. Y muy guapa. Como su hijita. Reflexiona.

El baboso meneó la cabeza con pequeños movimientos nerviosos.

– Está bien, me acuerdo… fue un entierro muy extraño… No había nadie.

– ¿Cómo es eso: nadie?

– Tal como te digo: ni siquiera vino la buena mujer. Me pagó por anticipado, por la incineración, y después no la he visto más. Quemé el cuerpo. Estaba… Estaba yo solo.

– ¿De qué murió el hombre?

– Un… un accidente… un accidente de coche.

El beur recordó la autopista y las atroces fotografías del cuerpo del niño. La violencia de la carretera: un nuevo leitmotiv, un nuevo elemento recurrente. Abdouf soltó a su presa. Las palomas se arremolinaban, rasgándose contra las mallas del tejado.

– Quiero detalles. ¿Qué sabes al respecto?

– Lo… lo atropelló un mal conductor, en la departamental que conduce al Belledonne. Iba en bicicleta… Se dirigía al trabajo… El conductor debía de llevar una buena cogorza… Yo…

– ¿No hubo una investigación?

– No lo sé… En cualquier caso, nunca se supo quién fue… Encontraron el cuerpo en la carretera, despachurrado.

El desconcierto dominaba a Karim.

– Dices que iba al trabajo; ¿qué clase de trabajo?

– Trabajaba en los pueblos de las alturas. Era cristalero…

– ¿Qué es eso?

– Los tipos que van a buscar cristales preciosos en las cumbres… Parece ser que era el mejor, pero corría muchos riesgos…

Karim cambió de tema:

– ¿Por qué no fue nadie de Guernon al entierro?

El hombre se frotó el cuello, quemado como el de un ahorcado. Lanzaba miradas de pasmo hacia sus palomas heridas.

– Eran nuevos… Venían de otro pueblo… Taverlay… En las montañas… A nadie se le habría ocurrido ir a ese entierro. ¡No había nadie, ya te lo he dicho!

Karim formuló la última pregunta:

– Hay un ramillete de flores ante la urna: ¿quién viene a traerlas?

El guarda miró al techo con ojos acosados. Un ave moribunda cayó sobre sus hombros. Contuvo un grito y después balbució:

– Siempre hay flores…

– ¿Quién viene a ponerlas? -repitió Karim-. ¿Es una mujer muy alta? ¿Una mujer con una melena negra? ¿Es la propia Fabienne Hérault?

El viejo negó enérgicamente.

– Entonces, ¿quién?

El baboso vaciló, como si temiera pronunciar las palabras que temblaban en sus labios con un hilo de saliva. Las plumas flotaban como una nieve gris. Murmuró al final:

– Es Sophie… Sophie Caillois.

El poli se quedó anonadado. De improviso, un nuevo vínculo se tendía ante él entre los dos casos. Un maldito torniquete que le apretaba hasta hacerle estallar su excitado corazón. Preguntó, a pocos milímetros del hombre:

– ¿Quién?

– Sí… -hipó-. La… la mujer de Rémy Caillois. Viene cada semana. En ocasiones, incluso varias veces. Cuando me enteré del asesinato por la radio, quise ir a comunicarlo a los gendarmes… Se lo juro… Quería informarles… Es posible que esto tenga alguna relación con el crimen… Yo…

Karim dejó al viejo con sus rejas y sus aves. Empujó el portal de hierro y corrió hacia su coche. El corazón le latía como un gong.

42

Karim condujo hasta el edificio central de la universidad. Vio enseguida al policía que vigilaba la entrada principal. Sin duda el oficial encargado de vigilar a Sophie Caillois. Prosiguió su ruta, impasible, dio la vuelta al edificio y descubrió una entrada lateral: dos puertas de cristal oscuro bajo un tejadillo de cemento agrietado, más o menos adornado con un toldo de plástico. El poli detuvo el coche a cien metros de allí y consultó el plano de la universidad que había ido a buscar al CG de Niémans, un plano rotulado que indicaba el apartamento de los Caillois: el número 34.

Salió bajo la lluvia y caminó hacia las puertas. Se puso las manos en las sienes y se aplastó contra el cristal para mirar el interior. Las puertas estaban cerradas y unidas con un antirrobo de moto, un viejo modelo en forma de arco. La lluvia arreciaba y golpeaba el toldo con un ritmo atronador. Un ruido semejante hacía olvidar todo miramiento relativo a la entrada ilegal. Karim retrocedió y rompió el cristal de un patadón.

Se precipitó hacia un pasillo estrecho y luego descubrió un vestíbulo inmenso y sombrío. Echó una ojeada a través de los cristales y vio todavía al vigilante, que tiritaba fuera. Se deslizó por el hueco de la escalera, a la derecha, y subió los peldaños de cuatro en cuatro. Las luces de emergencia le permitían orientarse sin encender las luces de neón. Karim se esforzaba en no hacer resonar ni los peldaños suspendidos ni las láminas de metal verticales que se levantaban en el hueco de la escalera.

En el octavo piso, ocupado por los cuartos de los internos, reinaba el silencio. Karim enfiló el pasillo, siempre guiado por el plano anotado de Niémans. Siguió avanzando mientras intentaba distinguir los nombres garabateados encima de los timbres. Percibía bajo sus pasos la insensibilidad de las planchas de linóleo.

Incluso a esa hora de la mañana habría sido de esperar oír música, una radio, cualquier cosa que evocara las soledades confinadas de los internos. Pero no, nada. Quizá los estudiantes se encerraban en sus cuartos aterrados ante la idea de que el asesino fuera a arrancarles los ojos. Karim siguió caminando y por fin encontró la puerta que buscaba. Dudó en llamar al timbre y finalmente llamó a la puerta de madera con un golpe ligero.

Ninguna respuesta.

Llamó de nuevo, siempre con suavidad. Nadie contestó. Ningún ruido en el interior. Ninguna agitación. Era extraño: la presencia del vigilante, abajo, inducía a pensar que Sophie Caillois estaba en su casa.

Movido por un reflejo, Karim desenfundó su Glock y escudriñó las cerraduras. El cerrojo no estaba echado. El poli se puso los guantes de látex y sacó un abanico de varillas de polímero. Deslizó una de ellas bajo el pestillo de la cerradura principal, ejerciendo al mismo tiempo presión contra la puerta mientras la empujaba hacia arriba. Se abrió a los pocos segundos. Karim entró, sin hacer más ruido que un soplo.

Inspeccionó cada habitación del apartamento. Nadie. Un sexto sentido le decía que la mujer se había largado. Sin retorno. Prosiguió el registro de una forma más meticulosa. Se fijó en las imágenes extrañas de las paredes: atletas con cabezas rapadas, en blanco y negro, suspendidos de anillas o corriendo en un estadio. Buscó en los muebles, en los cajones. Nada. Sophie Caillois no había dejado ningún mensaje, ningún detalle que revelara su marcha, pero Karim intuía que había hecho las maletas. Y él no podía abandonar aquel apartamento. Un detalle, cuya naturaleza aún no percibía, le impedía irse. El policía se volvió, dio vueltas y más vueltas para descubrir el pequeño grano de arena que obstaculizaba la lógica del instante.

Por fin lo encontró.

Flotaba un fuerte olor a cola. Cola de empapelado, apenas seca. Karim se precipitó a lo largo de las paredes a fin de observarlas una por una. ¿Habrían cambiado los Caillois simplemente de decoración unos días antes de que irrumpiera en sus vidas la violencia? ¿Sería una simple casualidad? Karim rechazó la idea: en este caso no había casualidades ni el menor elemento que no perteneciera a la pesadilla general.

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