Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– Pues que, en materia de espejos, nuestras dos investigaciones están así.

Levantó las dos palmas y las orientó lentamente una enfrente de la otra.

– Se reflejan mutuamente, ¿entiende? Y estoy seguro de que en uno de sus jodidos ángulos muertos nos espera el asesino.

– Y yo, ¿cómo podré reunirme contigo?

– Seré yo quien se ponga en contacto con usted. Había pedido un teléfono móvil, pero el presupuesto de Sarzac para el 97 no lo permite.

El joven policía se inclinó en un saludo al estilo árabe y desapareció, furtivo como una hoja afilada.

Niémans se dirigió a su coche. Lanzó una última mirada al Audi rutilante que arrancaba bajo una niebla de agua. Se sintió de repente más viejo, más gastado, como embotado por la noche, los años, la incertidumbre. Un regusto de vacuidad le rondaba la garganta. Pero también se sentía más fuerte: ahora tenía un aliado.

Y un aliado de excepción.

39

Los cristales lanzaban destellos irisados de color rosa azul, verde, amarillo. Prismas multicolores. Luces quebradas, en forma de caleidoscopio, bajo la transparencia de las laminillas. Niémans levantó la vista del microscopio e interrogó a Costes:

– ¿Qué es esto?

El médico respondió en tono incrédulo:

– Cristal, comisario. Esta vez el asesino ha colocado partículas de cristal.

– ¿En qué parte del cuerpo?

– También en el fondo de las órbitas. En el interior de los párpados. Como pequeñas lágrimas petrificadas, adheridas a los tejidos.

Los dos hombres se hallaban en el depósito de cadáveres del hospital. El joven médico llevaba la bata ensangrentada. Era la primera vez que Niémans le veía vestido así, de pie en su pedestal de baldosas blancas. La vestimenta y el lugar le prestaban una especie de autoridad glacial. El médico forense sonrió detrás de sus gafas.

– El agua, el hielo, el cristal. El parentesco de los materiales es evidente.

– Aún sé observar las evidencias -gruñó Niémans al acercarse al cuerpo que presidía el centro de la sala bajo una sábana-. ¿Qué significa esto? Quiero decir, ¿hacia qué tipo de lugar nos conduce? ¿Tienen estos residuos de cristal alguna particularidad?

– Estoy esperando los resultados de Astier. Ha ido al laboratorio para realizar un estudio detenido y determinar el origen exacto de este cristal. También volverá con los análisis del polvo y las astillas descubiertos por usted en el almacén. Ya tiene la respuesta para la tinta del cuaderno, y es más bien decepcionante. Se trata ni más ni menos que de tinta corriente. Nada más. En cuanto a las páginas de números, mientras carezcamos de otros elementos… Sólo hemos comprobado la escritura de las cifras: es sin duda de Sertys.

Niémans se pasó la mano a contrapelo de su mata cortada a cepillo; casi había olvidado los indicios del almacén. Se hizo el silencio. El policía alzó la mirada y percibió en el rostro de Costes un fulgor de inteligencia, como si brillara en sus pupilas una ecuación matemática resuelta. El comisario preguntó, irritado:

– ¿Qué hay?

– Nada. Solamente… agua, hielo y cristal. Siempre cristales.

– Te he dicho que sabía constatar las…

– … pero que corresponden a temperaturas diferentes.

– No lo entiendo.

Costes juntó las manos.

– Las estructuras de estos materiales se sitúan a grados diferentes en una escala de temperatura, comisario. El frío del hielo. La temperatura ambiente del agua. El estado candente de la arena para que se convierta en vidrio.

Niémans desestimó esta constatación con un gesto de cólera.

– ¿Y qué? ¿Qué nos aporta esto sobre los asesinatos?

Costes hundió los hombros, como si se retirase de nuevo a su concha de timidez.

– Nada. Sólo era una observación…

– Mejor será que me hables de las mutilaciones del cuerpo.

– Aparte de la mutilación de las manos, el cuerpo es idéntico al de Caillois. Descontando las marcas de tortura.

– ¿Sertys no ha sido torturado?

– No. Por lo visto, el asesino ya sabía lo que quería saber. Ha ido directamente al grano. Mutilación de los ojos y de las manos. Estrangulación. Pero los sufrimientos han debido de ser increíbles. Porque el asesino ha empezado probablemente por las mutilaciones. Ha seccionado las manos, extirpado los ojos y sólo entonces rematado a su presa.

– ¿Y la técnica de la estrangulación?

– La misma, comisario. Ha utilizado un hilo metálico. Con el que antes ha maniatado a su víctima. Como la primera vez. Los cortes en los miembros son idénticos.

– ¿Y las manos? ¿Cómo ha cortado las muñecas?

– Difícil de decir. Tengo la impresión de que ha utilizado otra vez el cable. Como un hilo de alambre para cortar la mantequilla, ¿sabe?, con el cual habría rodeado las muñecas y apretado con una fuerza prodigiosa. Buscamos a un coloso, comisario. Una fuerza de la naturaleza.

Niémans reflexionó. A pesar de que estos elementos aportaban una precisión relativa, no lograba visualizar al asesino. Ni siquiera una silueta. Algo se lo impedía. Pensaba más bien en el homicida en términos de entidad, de fuerza, de energía global.

– ¿La hora del crimen? -interrogó.

– Olvídelo. Con el frío de los hielos, no hay modo de sacar la menor conclusión a ese respecto.

La puerta del depósito se abrió de repente. Apareció un hombre alto y flaco de rostro anémico, nariz chata y mirada muy clara. Tenía los ojos desorbitados, inmensos como unos arco iris. Costes hizo las presentaciones. Se trataba de Patrick Astier. El químico habló inmediatamente, depositando sobre la colchoneta una pequeña bolsa de plástico:

– Tengo la composición del vidrio. Arena de Fontainebleau, sosa, plomo, potasa, bórax. Según el reparto de estos componentes, se puede deducir su origen. Es el que se emplea para hacer pavimentos. Ya sabe, como los de las piscinas. O de las casetas de los años treinta. El homicida nos guía hacia un lugar de esta índole, tapizado con baldosas y…

Niémans se había dado la vuelta. Como ante un relámpago cegador acababa de recordar el techo y las paredes del gabinete del oftalmólogo. Juró mentalmente. No podía ser una coincidencia: Edmond Chernecé era la tercera víctima.

Marc Costes interpeló al policía cuando éste ya abría la puerta:

– Pero, ¿adónde va?

Niémans contestó por encima del hombro:

– Es posible que sepa dónde va a atacar el asesino. Si ya no es demasiado tarde.

El policía ya salía cuando Astier lo alcanzó en el pasillo. Lo cogió por la manga.

– Comisario, también tengo la composición del polvo del almacén…

Pierre Niémans escrutó al químico a través de sus gafas perladas por la condensación.

– ¿Qué?

– Ya sabe, los restos que ha recogido en el almacén.

– ¿Y bien?

– Se trata de huesos, comisario. Huesos de animales.

– ¿Qué animales?

– Ratas, a priori. Parece una tontería, pero creo que su víctima, Sertys, criaba simplemente roedores y…

Otro estremecimiento. Una fiebre nueva.

– Más tarde -murmuró Niémans-. Más tarde. Volveré.

Niémans conducía a manotazos mientras circulaba por la nacional a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.

Si el doctor Edmond Chernecé era la siguiente víctima, significaba que era el tercer culpable.

Después de Rémy Caillois. Después de Philippe Sertys.

Y si Chernecé era culpable, significaba que el asesino del joven Éric Joisneau era él.

Maldito hijo de puta. El comisario se mordió los labios para no gritar. Rumió sobre sus propios errores desde el principio. Hizo balance de su propia incompetencia. No había querido ir al instituto de los ciegos a causa de aquella estupidez de los perros. Y allí había perdido su primera pista de verdad.

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