Los dos policías tomaron un café en un pequeño bar de carretera en la N56, ya en el camino de regreso. A lo lejos se distinguían las luces de un control de gendarmes y los reflejos de los automóviles que aminoraban la marcha ante los cordones y balizas giroscópicas.
Niémans escuchaba con atención las explicaciones precipitadas de Abdouf, el poli surgido de la nada y cuya improbable investigación parecía directamente relacionada con los asesinatos de Guernon. Sin embargo, la historia del árabe era incomprensible. Hablaba de una madre misteriosa y de su huida, de una niña transformada en niño, de diablos que intentaban destruir el rostro del muchachito, considerándolo un peligroso cuerpo del delito… Todo esto semejaba un largo delirio, salvo que, en este caos de informaciones, el teniente de Sarzac le aportaba la prueba material de que Philippe Sertys había profanado, en la noche del domingo al lunes, el cementerio de un pueblo del departamento del Lot.
Y esa información era crucial.
Philippe Sertys era, sin duda, un profanador de tumbas. Naturalmente, había que comparar las partículas descubiertas cerca del cementerio de Sarzac con los neumáticos del Lada. Pero si estas huellas confirmaban la sospecha del inmigrante, entonces, por primera vez, Niémans tendría una prueba concreta de la culpabilidad de su víctima.
En cambio, el comisario no veía cómo encuadrar en su propia investigación los otros elementos suministrados por Karim Abdouf: ese cuento de hadas sobre una niña y su madre perseguidas por «diablos». Niémans preguntó a Karim:
– ¿Cuál es tu conclusión?
El joven árabe manoseaba nerviosamente un terrón de azúcar.
– Creo que los diablos se despertaron la otra noche, por una razón que ignoro, y que Sertys ha vuelto para verificar, en la escuela y en el cementerio de mi pueblo, un elemento que tiene relación con la huida de 1982.
– ¿Sertys sería uno de tus diablos?
– Exactamente.
– Es absurdo -replicó Niémans-. En 1982, Philippe Sertys tenía doce años. ¿De verdad ves a un niño aterrorizando a una madre de familia y persiguiéndola a través de toda Francia?
Karim Abdouf frunció el ceño.
– Ya lo sé. Aún no encaja todo.
Niémans sonrió y pidió otro café. Todavía ignoraba si debía creer todas las palabras de Karim Abdouf. También ignoraba si podía confiar en un rasta de un metro ochenta y cinco que llevaba una mata de pelo rizado y una pistola automática no reglamentaria y conducía, por lo visto, un Audi robado. Pero su historia no era menos loca que su propia hipótesis: la culpabilidad de las víctimas. Y este joven moro tenía una rabia, un entusiasmo jodidamente contagiosos.
Al final optó por la confianza. Le dio la llave de su despacho en la universidad, donde Karim podría consultar el expediente, y luego le explicó la fase secreta de su investigación.
Con voz suave, el comisario expresó sus convicciones: las víctimas eran culpables, el asesino llevaba a cabo una o varias venganzas. Resumió los tenues indicios que corroboraban esta hipótesis. La esquizofrenia y la brutalidad de Rémy Caillois. El almacén aislado y el cuaderno de Philippe Sertys. Niémans habló también de los «ríos de color púrpura», sin poder explicar esos extraños términos, y después resumió la situación presente: la espera de los resultados de la segunda autopsia, el cuerpo que tal vez contuviera un nuevo mensaje.
Y también la vaga esperanza de que todos los sedales lanzados en la región facilitaran una indicación decisiva. Y al final, en un tono más bajo, habló de Éric Joisneau y de sus inquietudes.
Abdouf formuló preguntas precisas sobre la desaparición del teniente, que parecía interesarle en sumo grado. Niémans preguntó a su vez:
– ¿Tienes una idea sobre este punto?
El joven policía sonrió con gesto de cansancio.
– La misma que usted, comisario. Creo que su muchacho ha tenido un problema. Ha puesto las manos en algo importante y ha querido dar el golpe en solitario para darse importancia delante de usted. Supongo que ha descubierto algo capital, que al final le ha explotado en la cara. Espero equivocarme, pero su Joisneau ha descubierto, quizá, la identidad del asesino y esto, quizá, le ha costado la vida.
Hizo una pausa. Niémans observaba los resplandores del lejano control de carretera. Sin confesárselo, compartía esa certidumbre desde su despertar en la biblioteca. Karim continuó:
– No me considere un cínico, comisario. Desde esta mañana voy de pesadilla en pesadilla. Ahora me encuentro aquí, en Guernon, ante un asesino que arranca los ojos de sus víctimas. Ante usted. Pierre Niémans, a la cabeza del reparto, uno de los grandes nombres de la policía francesa, que está tan perdido como yo en este pueblo… Y entonces decido ya no asombrarme de nada. Para mí, estos asesinatos están en relación directa con mi propia investigación y, créame, estoy dispuesto a ir hasta el final.
Los dos policías salieron.
Eran las once de la noche. Una lluvia fina llenaba la atmósfera. A lo lejos, los controles de los gendarmes seguían afrontando la llovizna. Unos automovilistas esperaban pacientemente para pasar. Algunos se asomaban a las ventanillas entreabiertas y observaban con mirada circunspecta los fusiles ametralladores que relucían bajo el chubasco.
Por reflejo, el comisario echó una ojeada al receptor de radiomensajes. Había recibido una llamada de Costes. El policía telefoneó enseguida al médico.
– ¿Qué hay? ¿Has terminado la autopsia?
– No del todo, pero me gustaría enseñarle algo. Aquí, en el hospital.
– ¿No puedes decírmelo por teléfono?
– No. Y espero de un momento a otro los resultados de otros análisis. Venga. Cuando llegue, ya estaré listo.
Niémans colgó.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Karim.
– Tal vez. Tengo que ir a ver al forense. ¿Y tú?
– He venido aquí para interrogar a Philippe Sertys. Sertys ha muerto. Paso a la etapa siguiente.
– ¿Que es…?
– Descubrir las circunstancias de la muerte del padre de Judith. Desapareció aquí, en Guernon, y estoy casi seguro de que mis diablos tuvieron algo que ver en el asunto.
– ¿En qué piensas? ¿En un asesinato?
– ¿Por qué no?
Niémans, dubitativo, movió la cabeza.
– He peinado los archivos de las gendarmerías y comisarías de toda la región en un período de veinticinco años. No hay ni la sombra de un hecho de esa índole. Y lo repito una vez más: Sertys era un niño cuando…
– Ya lo veré. De todos modos, estoy seguro de encontrar un vínculo entre esta muerte y el nombre de una u otra de sus víctimas.
– ¿Por dónde empezarás?
– Por el cementerio. -Karim sonrió-. Se ha convertido en mi especialidad. Una verdadera segunda naturaleza. Quiero cerciorarme de que Sylvain Hérault está bien enterrado en Guernon. Ya me he puesto en contacto con Taverlay y he encontrado la pista del nacimiento de Judith Hérault, hija única de Fabienne y Sylvain Hérault, en 1972, nacida aquí mismo, en el CHRU de Guernon. Ya tenemos la partida de nacimiento. Falta la partida de defunción.
Niémans le dio los números de su teléfono móvil y de su servicio de radiomensajes.
– Para las informaciones confidenciales, utiliza el pager.
Karim Abdouf se guardó el papelito en el bolsillo y declaró, en un tono entre doctoral e irónico:
– «En una investigación, cada hecho, cada testigo es un espejo en el que se refleja una de las verdades del crimen…»
– ¿Qué?
– Asistí a una de sus conferencias, comisario, cuando estaba en la escuela de inspectores.
– ¿Y qué?
Karim se subió el cuello de la chaqueta.
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