Y a partir de allí había ido a la deriva.
Mientras él avanzaba como un cangrejo en su investigación y jugaba a ser aprendiz de alpinista en los glaciares o interrogaba a la madre de Sertys, Éric Joisneau se había precipitado al instituto y descubierto un hecho importante. Un hecho que lo había llevado directamente a casa de Chernecé. Pero el joven teniente progresaba ahora a una velocidad que le superaba. El muchacho no había sabido evaluar las implicaciones de sus descubrimientos. Había confiado demasiado en el médico y le había interrogado sobre un aspecto crucial de la investigación, sobre una verdad peligrosa para el oftalmólogo. Por eso, sin duda, Chernecé lo había eliminado.
En el cerebro de Niémans se insinuaba, se forjaba una nueva certeza, clamorosa y terrorífica, de la cual no poseía ni una prueba, sólo su propio instinto: Caillois, Sertys y Chernecé habían tramado algo juntos. Compartían una culpa común.
Y mortal.
Nosotros somos los amos, nosotros
somos los esclavos, estamos por
doquier, no estamos en ninguna parte.
Somos los agrimensores.
Dominamos los ríos de color púrpura.
¿Era posible que ese nosotros se refiriese a estos tres hombres? ¿Era posible que Caillois, Sertys y Chernecé fueran los amos de los «ríos de color púrpura»? ¿Que hubieran dirigido una conspiración contra todo el pueblo y que ese complot fuera el móvil de los asesinatos?
Esta vez la puerta estaba entornada. Niémans torció enseguida hacia la derecha y entró en la galería de cristal. La penumbra. El silencio. Los instrumentos de óptica, parecidos a siluetas arrogantes. El policía desenfundó y dio la vuelta a la habitación con el arma en la mano. Nadie. Sólo las líneas de los árboles seguían bailando por el suelo, filtrándose a través de los ladrillos traslúcidos.
Volvió a la vivienda propiamente dicha. Echó una ojeada a la sala de espera sumida en la sombra y entonces cruzó un vestíbulo de mármol donde había un paragüero con bastones de pomo de asta o de marfil. Descubrió un salón atestado de muebles macizos y pesados cortinajes y luego antiguos dormitorios presididos por camas de madera barnizada. Nadie. Ningún indicio de lucha. Ningún indicio de huida.
Niémans, sin soltar su MR 73, fue hacia la escalera y subió al piso superior. Entró en un pequeño despacho que olía a cera y a puros. Descubrió maletas de cuero blando y candados dorados colocadas sobre un gastado kilim.
El policía siguió avanzando. El lugar apestaba a amenaza y muerte. Por una ventana ovalada divisó las altas copas de los árboles, todavía sacudidas por el viento furioso. Reflexionó y comprendió que ese tragaluz daba al tejado de la galería, el tejado de cuadrados de cristal. Abrió brutalmente la ventana y fijó la mirada en la techumbre transparente.
La sangre se le heló en las venas. A lo largo de los cuadrados pigmentados de lluvia destacaba el reflejo del cuerpo de Chernecé, como arrugado por los relieves del cristal. Con los brazos abiertos y los pies juntos, en una postura de crucifixión. Un mártir se reflejaba en un lago de aguada verdosa.
Niémans, con un grito ahogado en la garganta, observó de nuevo esa imagen y dedujo el lugar exacto donde se hallaba el cuerpo. Captó súbitamente el juego de óptica y asomó la cabeza por la ventana. Se volvió hacia lo alto de la fachada. El cuerpo estaba suspendido justo encima del tragaluz.
Bajo el viento húmedo, Edmond Chernecé estaba fijo contra la pared, como un frontispicio del terror.
El oficial de policía volvió al interior, salió del pequeño despacho, enfiló una segunda escalera de estrechos peldaños de madera, tropezó y accedió a la buhardilla. Otra ventana, otro marco, y el policía llegó al canalón del tejado, donde contempló lo más cerca posible el cadáver del difunto Edmond Chernecé.
El cadáver ya no tenía ojos. Las órbitas desgarradas estaban abiertas al viento lluvioso. Los dos brazos estaban muy abiertos y ya no exhibían más que muñones ensangrentados. El cadáver mantenía esta postura mediante un apretado dédalo de cables brillantes y retorcidos que cortaban las carnes espesas y bronceadas. Niémans, con las sienes azotadas por el chubasco, hizo la cuenta.
Rémy Caillois.
Philippe Sertys.
Edmond Chernecé.
Sus certidumbres volvían a raudales. No, los asesinatos no habían sido perpetrados por un homosexual perturbado en busca de un físico o de un rostro. No, no se trataba de un asesino en serie que sacrificaba a víctimas inocentes al azar de sus furores. Se trataba de un asesino racional, de un ladrón de identidad profunda, de marcas biológicas, que actuaba bajo la influencia de un móvil preciso: la venganza.
Dejándose resbalar, Niémans se deslizó de nuevo hacia la buhardilla. Sólo el latido de su sangre resonaba en la casa del muerto. Sabía que no había terminado su búsqueda. Conocía la última conclusión de esa pesadilla: el cuerpo de Joisneau estaba allí, en alguna parte de la casa.
Unas horas antes de que lo mataran, el propio Chernecé había matado.
Niémans inspeccionó cada habitación, cada mueble, cada hueco. Volvió a la cocina, al salón, a los dormitorios. Cavó en el jardín, vació una cabaña bajo los árboles. Después descubrió en la planta baja, en el hueco de la escalera, una puerta tapizada de papel pintado. Arrancó bruscamente la chapa de sus goznes. El sótano.
Bajó corriendo la escalera mientras reconstruía con precisión los sucesos: si él había sorprendido al médico en camiseta y calzoncillos a las once de la noche, era porque el doctor salía de su sangrienta operación: el asesinato de Joisneau. Por ese motivo había desconectado el teléfono. Por ese motivo ordenaba cuidadosamente su gabinete, donde debía de haber apuñalado al joven teniente con uno de los estiletes cromados que el comisario había visto en el portaplumas chino. Por ese mismo motivo se ponía otro traje y preparaba sus maletas.
Estúpido y ciego, Niémans había interrogado a un verdugo al final de su macabra tarea.
En el sótano, el policía descubrió unos arcos y entramados de metal cubiertos por un tejido de telarañas que sostenían centenares de botellas de vino. Culos oscuros, cera roja, etiquetas ocres. El poli registró cada recoveco del sótano, desplazó toneles, tiró de las mallas de hierro, provocando el desmoronamiento de las botellas. Los charcos de vino exhalaban efluvios embriagadores.
Bañado en sudor, gritando y escupiendo, Niémans descubrió por fin una fosa, tapada con dos chapas de hierro inclinadas. Hizo saltar el candado y abrió las puertas.
En el fondo de la trampa yacía el cuerpo de Joisneau, medio sumergido en líquidos negros y corrosivos. Las botellas de plástico verde de salfumán flotaban a su alrededor. Las miasmas químicas habían iniciado su aterradora destrucción, absorbiendo el gas del cuerpo, mordiendo su carne y metamorfoseándola en lentas fumarolas, aniquilando progresivamente la entidad física que había sido Éric Joisneau, teniente del SRPJ de Grenoble. Los ojos abiertos del muchacho, que parecían fijos en el comisario, brillaban en el fondo de esa tumba atroz.
Niémans retrocedió y profirió un grito frenético. Sintió que las costillas se le levantaban y separaban como las varillas de un paraguas. Vomitó sus tripas, su rabia, sus remordimientos, agarrándose a los portabotellas entre una cascada de tintineos y chorros de vino.
No supo con exactitud cuánto tiempo pasó así. En los efluvios del alcohol. En las lentas volutas de los ácidos. Pero pronto se elevó en el fondo de su espíritu, lentamente, como una marea negra y venenosa, una verdad última que no tenía nada que ver con la ejecución de Joisneau, pero que proyectaba una luz nueva sobre la serie de asesinatos de Guernon.
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