Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Marc Costes había puesto en evidencia el parentesco entre los tres materiales que marcaban cada uno de los tres crímenes: el agua, el hielo, el cristal. Niémans comprendió ahora que no era esto lo importante. Lo importante era el contexto del descubrimiento de los cuerpos.

Rémy Caillois había sido descubierto a través de su reflejo en el río.

Philippe Sertys a través de su reflejo en el glaciar.

Edmond Chernecé a través de su reflejo sobre el tejado de cristal.

El asesino ponía en escena sus asesinatos de modo que se descubriera antes el reflejo del cuerpo que el cuerpo real.

¿Qué significaba eso?

¿Por qué el asesino se tomaba tantas molestias para organizar esa multiplicación de las apariencias?

Niémans no habría sabido explicar las motivaciones de esta estrategia, pero presentía un vínculo entre estos dobles, estos reflejos, y el robo de las manos y los ojos, que privaba al cuerpo de toda identidad profunda, de todo carácter único. Presentía en ello los dos movimientos convergentes de una misma sentencia, proclamada sin apelación por un tribunal: la destrucción total del SER de los condenados.

¿Qué habían hecho, pues, estos hombres para ser reducidos al estado de reflejos, para que su carne fuese privada de toda marca distintiva?

VIII

41

El cementerio de Guernon no se parecía al de Sarzac. Las estelas de mármol blanco se elevaban como pequeños témpanos simétricos sobre el césped oscuro. Las cruces se ponían de puntillas, como siluetas curiosas. Sólo las hojas muertas dejaban allí algunas notas irregulares, toques amarillos sobre la esmeralda de la hierba. Karim Abdouf recorría cada hilera, metódica y pacientemente, leyendo los nombres, los epitafios grabados en el mármol, la piedra o el hierro.

De momento, aún no había descubierto la tumba de Sylvain Hérault.

Mientras caminaba, reflexionaba sobre su investigación y el giro brutal de estas últimas horas. Había venido a este pueblo lo más aprisa posible, sin vacilar en «secuestrar» por ello un soberbio Audi. Pensaba entonces detener a un profanador de sepulturas y se había encontrado metido de lleno en un caso de asesinatos en serie. Ahora que había leído y aprendido de memoria el expediente completo de la investigación de Niémans, se esforzaba en convencerse del carácter encadenado de su propia investigación. El robo con escalo en la escuela y la violación del panteón de Sarzac habían revelado el destino trágico de una familia. Y ese destino se abría ahora sobre una serie de crímenes en Guernon. El personaje de Sertys interpretaba el papel de eje entre los dos casos y Karim estaba decidido a seguir su propio camino hasta descubrir otros puntos de contacto, otros vínculos.

Pero aquella espiral vertiginosa no era lo que más le fascinaba, sino el hecho de encontrarse ahora al lado de Pierre Niémans, el comisario que tanto le había marcado en los seminarios de Cannes-Écluse. El poli de los reflejos de espejos y las teorías atómicas. Un hombre de acción, violento, colérico, consagrado a su trabajo. Un investigador brillante que se había reservado el papel de fiera en el mundo de los inspectores, pero que al final había sido arrinconado a causa de su carácter incontrolable y de sus accesos de violencia psicótica. Karim no dejaba de pensar en esta nueva asociación. Estaba orgulloso, desde luego. Y excitado. Pero también le turbaba haber pensado en ese individuo precisamente aquel mismo día, unas horas antes de conocerle.

Karim recorrió la última avenida del cementerio. Nada sobre Sylvain Hérault. Sólo le faltaba visitar un edificio con aires de capilla, sostenido por dos columnas ruinosas: el crematorio. Tras varios pasos rápidos, el teniente llegó al edificio. No dejar ningún cabo suelto, nunca. Un pasillo de luz tamizada se abrió ante él, perforado por pequeños nichos con nombres y fechas grabados. Se encaminó hacia la sala de las cenizas, lanzando breves miradas a izquierda y derecha. Pequeñas puertas parecidas a buzones estaban escalonadas, con diferentes escrituras y motivos. A veces, un ramillete marchito dibujaba una nota de color en el hueco de un nicho. Después continuaba la monocorde letanía. En el fondo, un muro de mármol tallado exhibía el texto de una plegaria.

Karim se acercó más. Un viento húmedo, incierto, como distraído, silbaba entre las paredes. Finas columnas de yeso se entrelazaban con las piernas del poli, mezclándose con los pétalos secos.

Fue entonces cuando la percibió.

La placa funeraria. Se aproximó y leyó: Sylvain Hérault. Nacido en febrero de 1951. Muerto en agosto de 1980. Karim no se esperaba que el padre de Judith hubiera sido incinerado. Esta técnica no cuadraba con las convicciones religiosas de Fabienne.

Pero no fue esto lo que le dejó más estupefacto. Fueron las flores, rojas, vivas, hinchadas de savia y de rocío, colocadas en el fondo del tragaluz. Karim palpó los pétalos: el ramillete era muy fresco; había sido depositado aquel mismo día. El policía dio media vuelta, detuvo su gesto y chasqueó los dedos.

Las pistas se encadenaban.

Abdouf salió del cementerio y dio la vuelta al muro del recinto en busca de una casa, de una barraca ocupada por algún guarda. Descubrió un pequeño pabellón destartalado, contiguo al santuario por el lado izquierdo. Una ventana brillaba con luz débil.

Abrió el portal sin el menor ruido y penetró en un jardín cuyas alturas estaban coronadas por una reja, como una jaula gigante. En alguna parte resonaban unos arrullos. ¿A qué se debería ahora este capricho?

Karim dio varios pasos; los arrullos se acentuaron, unos aleteos rompieron el silencio como ligeros cortapapeles. El poli entornó los ojos hacia un muro de nichos que le recordó el crematorio. Palomas. Centenares de palomas grises que dormitaban en pequeñas arcadas verdeoscuras. El policía subió los tres escalones y llamó al timbre de la puerta, que se abrió enseguida.

– ¿Qué quieres, cerdo?

El hombre sostenía una escopeta de aire comprimido y le apuntaba.

– Soy de la policía -dijo Karim con voz tranquila-. Permítame enseñarle el carné y…

– ¿Y qué más, moraco? Y yo el Espíritu Santo. ¡No te muevas!

El poli bajó de espaldas los escalones. El insulto le había electrizado. Con algo menos podía sentir ganas de matar.

– ¡No te muevas, he dicho! -gritó el sepulturero, apuntando con la escopeta a la cara del poli.

De las comisuras de los labios le brotaba una saliva espumosa.

Karim volvió a retroceder, lentamente. El hombre temblaba. Bajó a su vez un peldaño. Blandía su arma como un campesino bravucón amenazando a un vampiro en una película de serie B. Unas palomas aleteaban detrás de ellos como si hubieran percibido la tensión en el aire.

– Voy a destrozarte la cara, voy a…

– Eso me sorprendería, abuelo. Tu arma está descargada.

El baboso rió con sarcasmo.

– ¿Ah, sí? Esta noche está cargada, cara culo.

– Puede ser, pero no has corrido el cerrojo.

El hombre lanzó una breve mirada a su fusil. Karim aprovechó para saltar los dos escalones y apartar el cañón engrasado con la mano izquierda mientras desenfundaba su Glock con la derecha. Empujó al hombre contra el marco de la puerta y le aplastó la muñeca contra un mueble.

El sepulturero chilló y soltó la escopeta. Cuando levantó la vista, fue para descubrir el orificio negro de la automática apuntando a pocos centímetros de su frente.

– Escúchame, idiota -murmuró Karim-. Necesito información. Tú respondes a mis preguntas, yo me largo, y lo dejamos estar. Si haces el tonto, la cosa se complicará. Se complicará mucho. Sobre todo para ti. ¿Vale?

El guarda asintió, con los ojos fuera de las órbitas. Toda la agresividad había desaparecido de su rostro, para dar paso a un rojo subido. Era el «rojo del pánico» que Karim conocía muy bien. Apretó aún más la garganta arrugada.

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