– Yo…
– El asesino ha atacado otra vez.
Karim dio media vuelta: Niémans estaba en el umbral. Tenía la cara lívida y las facciones tensas. El árabe pensó en las esculturas de los mausoleos que había cruzado estas últimas horas.
– Edmond Chernecé -continuó Niémans-, oftalmólogo de Annecy. -Se acercó a la mesa y miró fijamente a Karim y después a Vermont-. Estrangulación por cable. Sin ojos. Sin manos. La serie no se detiene.
Vermont empujó el asiento contra el muro. Al cabo de varios segundos, masculló en tono plañidero:
– Se le había dicho. Todo el mundo se lo había dicho…
– ¿Qué? ¿Qué me habían dicho? -gritó Niémans.
– Es un asesino en serie. Un criminal psicópata. ¡A la americana! Hay que emplear los métodos de allí. Llamar a especialistas. Trazar un perfil psicológico… No sé… Incluso yo, un gendarme de provincias…
Niémans vociferó:
– ¡Es una serie, pero no un asesino en serie! No es un demente. Lleva a cabo una venganza. Tiene un móvil racional que concierne a sus víctimas. ¡Existe un vínculo entre esos tres hombres que hoy explica su desaparición! Joder. Es eso lo que debemos descubrir.
Vermont calló y esbozó un gesto de cansancio. Karim aprovechó el silencio:
– Comisario, déjeme…
– No es el momento.
Niémans se enderezó y alisó con un ademán nervioso los faldones de su abrigo. Esta coquetería no cuadraba con su cabeza de poli cuadriculado. Karim insistió:
– Sophie Caillois ha hecho el equipaje.
Los ojos enmarcados por los círculos de cristal se volvieron hacia él.
– ¿Cómo? Habíamos apostado un hombre…
– No ha visto nada. Y en mi opinión, ya está lejos.
Niémans observaba a Karim. Como a un animal inusitado, genéticamente improbable.
– ¿Qué quiere decir este nuevo desastre? -inquirió-. ¿Por qué tenía que huir?
– Porque usted tenía razón desde el principio. -Karim se dirigía al comisario, pero miraba a Vermont-. Las víctimas comparten un secreto. Y ese secreto está relacionado con los asesinatos. Sophie Caillois ha huido porque conoce ese vínculo. Y porque es, tal vez, la próxima víctima del asesino.
– Cojones…
Niémans se ajustó de nuevo las gafas. Pareció reflexionar unos minutos y después, esquivando el mentón como un boxeador, animó a Karim a proseguir.
– Tengo novedades, comisario. He descubierto en casa de los Caillois una inscripción grabada en una de las paredes. Una inscripción firmada «Judith» y que habla de «ríos de color púrpura». Usted buscaba un punto común entre las víctimas. Le propongo al menos uno, entre Caillois y Sertys: Judith. Mi pequeña, mi cara borrada. Sertys profanó su sepultura. Y Caillois recibió un mensaje firmado con su nombre.
El comisario se dirigió hacia la puerta.
– Ven conmigo.
Vermont se levantó, encolerizado.
– ¡Eso es, lárguense! ¡Sigan con sus misterios!
Niémans ya empujaba a Karim hacia el exterior. La voz del capitán chillaba:
– ¡Ya no forma usted parte de la investigación, Niémans! ¡Está relevado! ¿Lo comprende? Ya no tiene ningún peso… ¡Ninguno! ¡Es usted un soplo, una corriente de aire! Váyase a escuchar los delirios de este advenedizo… Un ilegal y un golfo… ¡Vaya equipo! Yo…
Niémans acababa de entrar en una oficina vacía, a varias puertas de allí. Empujó a Karim, encendió la luz y cerró la puerta, cortando en seco el discurso del gendarme. Agarró una silla y se la ofreció. Su voz murmuró simplemente:
– Te escucho.
Karim no se sentó y empezó en un tono frenético:
– La inscripción de la pared decía concretamente: «Subiré a la fuente de los ríos de color púrpura». Con sangre en lugar de tinta. Y una hoja en lugar de buril. Una visión para hacerte temblar el resto de tus noches. Con tanta mayor razón cuanto que el mensaje está firmado «Judith». Sin duda alguna: «Judith Hérault». El nombre de una muerta, comisario. Desaparecida en 1982.
– No entiendo nada.
– Yo tampoco -murmuró Karim-. Pero puedo imaginar algunos hechos que han marcado este fin de semana.
Niémans permanecía en pie. Meneó lentamente la cabeza. El beur continuó:
– Son éstos. El asesino elimina primero a Rémy Caillois, digamos, durante el día del sábado. Mutila el cuerpo y luego lo incrusta en la pared de piedra. No tengo la menor idea del porqué de todo este teatro. Pero a partir del día siguiente se aposta en algún lugar del campus. Vigila los actos y gestos de Sophie Caillois. Al principio, la joven no se mueve, pero después acaba por salir digamos que a mediodía. Tal vez se va a buscar a Caillois a las montañas, no lo sé. Durante este tiempo, el asesino entra en su casa y firma su crimen en la pared: «Subiré a la fuente de los ríos de color púrpura».
– Continúa.
– Más tarde, Sophie Caillois vuelve a su casa y descubre la inscripción. Capta el significado de las palabras. Comprende que el pasado se está despertando y que sin duda han matado a su marido. Dominada por el pánico, viola el secreto y telefonea a Philippe Sertys, que es o ha sido cómplice de su marido.
– Pero, ¿de dónde sacas todo esto?
Karim se inclinó y dijo en voz baja:
– Mi idea es que Caillois, Sertys y su mujer son amigos de infancia y cometieron un acto culpable cuando eran niños. Un acto que tiene cierta relación con los términos «ríos de color púrpura» y la familia de Judith.
– Karim, ya te lo he dicho: en los años ochenta, Caillois y Sertys tenían diez o doce años, ¿cómo puedes imaginar…?
– Déjeme acabar. Philippe Sertys llega a casa de los Caillois. Descubre a su vez la inscripción. Él también capta la alusión a los «ríos de color púrpura» y empieza a asustarse en serio. Pero se previene contra lo más urgente: disimular la inscripción, que hace referencia a algo, un secreto que es preciso ocultar a toda costa. Estoy seguro de esto: a pesar de la muerte de Caillois, a pesar de la amenaza de un asesino que firma su crimen como «Judith», Sertys y Sophie Caillois sólo piensan en estos momentos en borrar la marca de su propia culpabilidad. El auxiliar de enfermería va entonces a buscar rollos de papel pintado que pega sobre el mensaje. Por eso huele a cola en todo el apartamento.
La mirada de Niémans brilló. Karim comprendió que el poli también había notado ese detalle, sin duda durante el interrogatorio de la mujer. Prosiguió:
– Esperan durante todo el domingo. O intentan otra búsqueda, no lo sé. Al final, al atardecer, Sophie Caillois se decide a avisar a los gendarmes. En el mismo momento se descubre el cadáver en el precipicio.
– ¿Tienes la continuación?
– Aquella noche, Sertys corre en la oscuridad hacia Sarzac.
– ¿Por qué?
– Porque el asesinato de Rémy Caillois está firmado por Judith, muerta y enterrada desde hace quince años en Sarzac. Y Sertys lo sabe.
– Es muy rebuscado.
– Tal vez. Pero la noche anterior Sertys estaba en mi pueblo, con un cómplice que podía ser nuestra tercera víctima: Edmond Chernecé. Registraron los archivos de la escuela. Fueron al cementerio y abrieron el panteón de Judith. Cuando uno busca a un muerto, ¿adónde va? A su tumba.
– Continúa.
– Ignoro qué encuentran Sertys y el otro en Sarzac. Ignoro si abren el ataúd. No he podido investigar mucho en el registro del panteón. Pero presiento que no descubren nada que les satisfaga plenamente. Entonces regresan a Guernon con el miedo en el cuerpo. Por Dios, ¿puede imaginárselo? Está en circulación un fantasma decidido a eliminar a todos los que le han hecho daño…
– No tienes ninguna prueba de lo que estás contando.
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