Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Después de todo, ¿por qué no?

Apretó el fusil contra su torso y se dejó llevar hacia aguas más amplias, como un faraón en ruta hacia el río de los muertos.

49

Niémans flotó mucho rato al hilo de la corriente. Con los ojos abiertos, percibía, a través de los huecos entre el follaje, los retazos mates del cielo sin estrellas. A izquierda y derecha veía desmoronamientos de arcilla roja, acumulaciones de ramas y raíces que formaban un manglar inextricable.

Pronto el arroyo creció, ganó en fuerza y en rumores. El hombre se dejaba llevar con la cabeza echada hacia atrás. El agua helada provocaba una vasoconstricción en su sien, impidiendo que perdiera demasiada sangre. Ahora esperaba que, siguiendo los meandros, el curso del agua le llevase hacia Guernon y su universidad.

No tardó en comprender que su esperanza era vana. Aquel río era un callejón sin salida: no descendía hacia el campus. El afluente describía eses cada vez más cerradas en el interior mismo del bosque, y perdía de nuevo su fuerza y su ímpetu.

La corriente se inmovilizó.

Niémans nadó hasta la orilla y salió, jadeando, de las olas. El agua estaba tan cargada de partículas, era tan pesada por los limos, que no desprendía ningún reflejo. Se dejó caer contra la tierra empapada, tapizada de hojas muertas. Las ventanillas de la nariz se le llenaron de restos fétidos, ese olor característico, ligeramente ahumado, de la tierra íntima, mezclada con fibras y ramillas, humus e insectos.

Se volvió de espaldas y lanzó una mirada hacia las frondas del bosque. No eran bosques tupidos, inextricables, sino al contrario, sotos ralos, espaciados, donde reinaba una especie de vacuidad, de libertad vegetal. No obstante, la oscuridad era tan profunda que resultaba imposible percibir siquiera las masas negras de las montañas por encima de su cabeza. Y no sabía cuánto tiempo había ido a la deriva, ni en qué dirección.

A pesar del dolor, a pesar del frío, se arrastró, encorvado, y se apoyó contra un tronco. Hizo un esfuerzo para reflexionar. Intentó acordarse del mapa de la región donde había señalado los lugares destacados de la investigación. Pensó especialmente en la posición de la Universidad de Guernon, situada al norte de Sept-Laux.

El norte.

En ausencia de toda información sobre su propia posición, ¿cómo encontrar el norte? No disponía de brújula ni de ningún instrumento magnético. De día habría podido orientarse por el sol, pero ¿y de noche?

Siguió reflexionando. Con la sangre que volvía a fluirle del cráneo y el frío que ya le entumecía los miembros, tenía pocas horas por delante.

De improviso, tuvo una revelación. Incluso en este instante, en mitad de la noche, podía descifrar la orientación del sol. Gracias a las plantas. El comisario no sabía nada del reino vegetal, pero sabía lo que sabe todo el mundo: ciertas especies de musgos y líquenes, necesitadas de humedad, sólo crecen a la sombra y huyen de toda exposición al sol. Estas plantas oscuras debían de crecer pues exclusivamente en la sombra, al pie de los árboles.

Niémans se arrodilló mientras buscaba en su abrigo empapado el estuche duro donde siempre llevaba un par de gafas de recambio. Intactas. A través de los nuevos cristales, discernió con precisión su entorno inmediato.

Se puso a buscar al pie de las coníferas, a lo largo del declive. Al cabo de pocos minutos, con los dedos helados y ennegrecidos por la tierra, comprendió que había acertado. Cerca de los troncos, bosquecillos de esmeralda, bolas de frescura, se mantenían siempre en la misma orientación. El policía palpó las cúpulas minúsculas, las superficies fibrosas, las texturas suaves… toda una jungla en miniatura le indicaba ahora el norte.

Niémans se levantó con dificultad y siguió el camino de los musgos.

Vacilaba, aplastando las glebas, sintiendo latir su corazón hasta el ahogo. Esquivaba los charcos, las cortezas, las ramas. Sus pies pisaban entramados, santuarios de sílex, agujeros espinosos, erizados de hierbas ligeras: él seguía siempre los líquenes. Otras veces se hundía en ciénagas crujientes de hielo, que practicaban surcos salobres en las faldas de las laderas. A pesar del cansancio, a pesar de las heridas, ganaba rapidez y sacaba fuerzas de los perfumes turbulentos del aire. Tenía la sensación de caminar por el aliento mismo de la llovizna, que acababa de remitir para tomar un respiro.

Por fin, apareció una carretera.

El asfalto reluciente, el camino de la salvación. Niémans examinó otra vez los bulbos frioleros al borde de la grava, para definir la dirección adecuada. Pero súbitamente, un coche patrulla de la gendarmería surgió de una curva con los faros por delante.

El vehículo se detuvo al momento. Saltaron unos hombres para ayudar a Niémans, que desfallecía, aún agarrado a su fusil.

El policía exangüe sintió la fuerza de los gendarmes. Oyó murmullos, gritos, crujidos de impermeables. Los faros bailaban, oblicuos. En la camioneta, uno de los hombres gritó al conductor:

– ¡Al hospital, date prisa!

Niémans, semiinconsciente, balbució:

– No. A la universidad.

– ¿Qué? Está gravemente herido y…

– A la universidad. Tengo… tengo una cita.

50

La puerta se abrió ante una sonrisa.

Pierre Niémans bajó los ojos. Vislumbró los puños fuertes y morenos de la mujer. Examinó un poco más arriba, las mallas tupidas del ancho jersey, y subió hasta el cuello, cerca de la nuca, donde los cabellos eran tan finos bajo el volumen del moño que sólo dibujaban un halo, una niebla. Pensó en la magia de esa piel, tan bella, tan lisa, que transformaba cada materia y cada vestido en un privilegio. Fanny bostezó:

– Llega con retraso, comisario.

Niémans intentó sonreír.

– ¿Usted… no dormía?

La joven negó con la cabeza y se apartó. Él avanzó hacia la luz. El rostro de Fanny se paralizó: acababa de ver las facciones ensangrentadas del policía. Retrocedió, abarcó de un solo vistazo la silueta desfigurada. El abrigo azul empapado. La corbata rota. La ropa calcinada.

– ¿Qué le ha sucedido? ¿Un accidente?

Niémans asintió con un breve movimiento de cabeza Echó una mirada en derredor de la habitación principal del apartamento. A través de la fiebre, a través de las sacudidas de sus arterias, se sintió feliz de descubrir ese lugar. Paredes inmaculadas, colores suaves. Un escritorio oculto bajo un ordenador, libros, papeles. Piedras y cristales en los estantes. Material de alpinismo, trajes fluorescentes amontonados. Un apartamento de mujer joven. A la vez sedentaria y deportiva, hogareña y aficionada a las aventuras. En un instante, toda la expedición a los glaciares le volvió a la mente. Un recuerdo en forma de fragmento de escarcha.

Niémans se desplomó en una silla. Fuera volvía a llover. Se oía el martilleo de las gotas en alguna parte bajo el tejado, y también los ruidos acolchados de los vecinos. Una puerta que chirriaba. Pasos. Una noche en el mundo de los estudiantes, inquietos y confinados.

Fanny quitó el abrigo al oficial y examinó con atención la llaga abierta en su sien. No pareció sentir la menor repulsión ante la sangre coagulada, ante las carnes levantadas, de un color pardo. Incluso silbó entre dientes:

– Está gravemente herido. Espero que la arteria temporal no esté dañada. Es difícil de saber, el cráneo todavía sangra y… ¿Cómo ha ocurrido?

– He sufrido un accidente -respondió lacónicamente Niémans-. Un accidente de coche.

– Es preciso que le lleve al hospital.

– Ni hablar. Debo continuar la investigación.

Fanny desapareció en otra habitación y volvió con los brazos cargados de compresas, medicamentos, bolsas al vacío que contenían agujas y suero. Abrió varios sobres a breves dentelladas. Después clavó una aguja en una jeringa de plástico. Niémans alzó un ojo hacia la ampolla. Fanny aspiró su contenido levantando el émbolo de la jeringa. Él se contrajo y agarró el envase del producto.

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