Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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– ¿Conocía bien al tal… Vernon Gant? -preguntó.

– Lo vi ayer por primera vez después de diez años. Me lo encontré por la calle.

– Se lo encontró por la calle -repitió asintiendo.

– ¿Y a qué se dedicaba?

– No lo sé. Coleccionaba y vendía muebles cuando lo conocí.

– Ah -dijo Foley-. De modo que era comerciante…

– Yo…

– Y, para empezar, ¿qué hacía usted aquí?

– Bueno… -Me aclaré la garganta-. Como le decía, me lo encontré ayer y decidimos reunimos. Ya sabe, para recordar viejos tiempos.

Foley miró en derredor.

– Recordar viejos tiempos -dijo-, recordar viejos tiempos.

Obviamente tenía la costumbre de repetir frases como aquélla, en voz baja, para sus adentros, como si estuviese ponderándolas, pero su verdadera intención era cuestionar su credibilidad y minar la confianza de quienquiera que hablase en ese momento.

– Sí -repuse, demostrando mi irritación-, recordar viejos tiempos. ¿Algún problema? Foley se encogió de hombros.

Tuve la inquietante sensación de que me iba a marear; buscaría incongruencias en mi historia y luego me arrancaría una confesión. Pero mientras hablaba y formulaba más preguntas, advertí que había empezado a mirar el café y el bollo envuelto sobre la mesa, como si lo único que quisiera o le importara en el mundo fuera sentarse a desayunar, y tal vez leer la prensa.

– ¿Sabe algo de su familia o de sus parientes? -inquirió.

Le hablé de Melissa y le conté que la había telefoneado y dejado un mensaje en su contestador automático.

Foley hizo una pausa y me miró.

– ¿Le ha dejado un mensaje?

– Sí.

En esa ocasión sí que ponderó la respuesta unos instantes y dijo:

– Es usted un tipo sensible, ¿eh?

No respondí, aunque ciertamente quería hacerlo. Me dieron ganas de atizarle. Pero, a la vez, capté su mensaje. Aunque sólo habían transcurrido treinta o cuarenta minutos, lo que había hecho al dejarle aquel mensaje resultaba ahora verdaderamente horroroso. Meneé la cabeza y me volví hacia la ventana. La noticia ya era triste de por sí, pero ¿no sería mucho peor que la conociera por mí y a través de un contestador automático? Suspiré, frustrado, y me di cuenta de que estaba temblando un poco.

Al final miré de nuevo a Foley, esperando más preguntas, pero no las hubo. Había retirado la tapa de plástico del café y estaba abriendo el muffin inglés, envuelto en papel de plata. Se encogió de hombros una vez más y me lanzó una mirada que parecía insinuar: «¿Qué quieres que te diga? Tengo hambre».

Unos veinte minutos después me sacaron del piso y me llevaron en coche a la comisaría del distrito para prestar declaración oficial. Nadie me dirigió la palabra durante el trayecto y, con distintos pensamientos pugnando por hacerse un hueco en mi cerebro, presté muy poca atención a mi entorno inmediato. Cuando me vi obligado a hablar de nuevo me encontraba en una gran oficina abarrotada, sentado a una mesa frente a otro agente con sobrepeso y de nombre irlandés. Brogan.

El policía transitó el mismo terreno que Foley, formuló las mismas preguntas y mostró más o menos el mismo interés en las respuestas. Luego tuve que sentarme en un banco de madera durante media hora mientras mecanografiaban e imprimían mi declaración. Había mucha actividad en la sala, entraba y salía toda clase de gente, y me costaba pensar.

Por último, Brogan me pidió que volviera a la mesa y que leyera y firmara la declaración. Mientras la repasaba, él permanecía allí sentado en silencio, jugando con un clip. Justo antes de llegar al final, sonó su teléfono y respondió con un «¿Sí?». Hizo una breve pausa, dijo «sí» una o dos veces más y procedió a relatar sucintamente lo ocurrido. En aquel momento estaba agotado y ni me molesté en escuchar, así que, hasta que no le oí murmurar las palabras «sí, señora Gant», no me sobresalté.

El pragmático informe de Brogan se prolongó unos momentos más, pero de repente le oí decir: «Sí, claro, está aquí. Se lo paso». Entonces me tendió el teléfono y con un ademán me indicó que lo cogiera. Extendí la mano, y en los dos o tres segundos que tardé en llevarme el auricular a la oreja sentí lo que en mi imaginación eran cantidades inenarrables de adrenalina penetrando en mi torrente sanguíneo.

– Hola… ¿Melissa?

– Sí, Eddie. He recibido tu mensaje.

Hubo un silencio.

– Escucha, lo lamento mucho. Me entró el pánico y…

– No te preocupes. Para eso están los contestadores automáticos.

– Sí… Bueno… De acuerdo. -Miré a Brogan con nerviosismo-. Y siento mucho lo de Vernon.

– Sí, yo también. Dios mío. -Su voz sonaba pausada y agotada-. Pero te diré una cosa, Eddie. No me sorprende demasiado. Se veía venir desde hacía mucho tiempo. -No sabía qué responder a eso-. Sé que suena duro, pero andaba metido en… -En ese momento, Melissa hizo una pausa-… asuntos. Pero supongo que será mejor que tenga la boca cerrada en esta línea, ¿no?

– Probablemente sea buena idea.

Brogan seguía jugando con el clip, y parecía que estuviese escuchando un episodio de su serial radiofónico favorito.

– No podía creérmelo cuando oí tu voz -continuó Melissa-, y apenas entendí el mensaje. Tuve que reproducirlo dos veces. -Hizo una nueva pausa, que se antojó más larga de lo que parecía natural-. ¿Qué hacías tú en casa de Vernon?

– Ayer por la tarde me lo encontré en la Calle 12 -dije, prácticamente leyendo la declaración que tenía ante mí-, y decidimos vernos hoy en su casa.

– Todo esto es muy raro.

– ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me gustaría…

No pude acabar la frase. ¿Me gustaría qué?

Melissa dejó que el silencio mediara entre nosotros.

– La verdad es que ahora mismo voy a estar muy ocupada, Eddie. Tendré que organizar el funeral y sabe Dios qué más -dijo al final.

– Bueno, ¿puedo ayudarte en algo? Me siento…

– No. No tienes que sentir nada. Déjame llamarte cuando…, cuando tenga tiempo, y podremos mantener una conversación en condiciones. ¿Qué te parece?

– Claro.

Quería decir algo más, preguntarle cómo estaba, hacerla hablar, pero allí se terminó. Melissa se despidió y colgamos el teléfono.

Brogan arrojó el clip, se inclinó hacia adelante y señaló la declaración con la cabeza.

La firmé y se la devolví.

– ¿Eso es todo?

– De momento. Si le necesitamos, le llamaremos. Entonces abrió un cajón de su mesa y empezó a buscar algo.

Yo me levanté y me fui.

Una vez en la calle me encendí un cigarrillo y di unas cuantas caladas profundas.

Consulté el reloj. Eran las tres y media pasadas.

El día anterior a esas horas no había sucedido nada de aquello.

En breve no podría contemplar más aquella idea, cosa que en cierto sentido me alegraba, porque cada vez que ocurría me daba la sensación de que había caído en la molesta trampa de pensar que podía haber alguna clase de indulto, casi como si existiera un período de gracia en estos asuntos, durante el cual revertías las cosas y obtenías un reembolso moral por tus errores.

Caminé sin rumbo unas cuantas manzanas y paré un taxi. Apoltronado en el asiento trasero en dirección al centro, reproduje unas cuantas veces la conversación con Melissa. A pesar de lo que habíamos hablado, el tono al menos pareció normal, lo cual me complació sobremanera. Pero había algo distinto en su timbre de voz, algo que ya había detectado antes, cuando escuché su mensaje en el contestador. Era un grosor, o una pesadez, pero ¿por qué? ¿Decepción? ¿Tabaco? ¿Niños?

¿Qué sabía yo?

Miré por la ventanilla trasera. Los números de las calles transversales -Cincuenta, Cuarenta, Treinta- pasaban rápidamente, como si los niveles de presión se redujeran para permitirme la reentrada en la atmósfera. Cuanto más nos alejábamos de la Torre Linden, mejor me sentía, pero entonces me vino algo a la mente.

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