Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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– No me vengas con esas, hazme el favor.

El hispano, que estaba guardando mi pedido en una bolsa y parecía dirigirse a ella, farfulló:

– Dejen en paz a los mexicanos, eso es todo. Déjenlos en paz.

Pagué y cogí la bolsa.

– Vietnam…

– Vietnam fue un error, ¿vale?

– ¿Un error? ¡Ja! ¿Y Eisenhower? ¿Y Kennedy? ¿Y Johnson? ¿Y Nixon? Un gran error.

– Mira, tú…

Salí del DeLuxe Luncheonette y me encaminé a la Torre Linden con el traje de Vernon en una mano y su desayuno y el Boston Globe en la otra. Me costó muchísimo franquear las puertas giratorias y empezó a dolerme el brazo izquierdo mientras esperaba el ascensor.

Mientras subía a la planta 17 pude oler la comida que contenía la bolsa de papel marrón, y deseé haber comprado algo para mí además del café. Estaba solo en el ascensor, y pensé en apropiarme de una de las tiras de bacón canadiense de Vernon, pero la idea me pareció demasiado triste y, con el traje colgado de una percha de alambre, un poco difícil de poner en práctica.

Salí del ascensor, recorrí el pasillo y doblé la esquina. Cuando me acercaba al piso de Vernon, me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta. La empujé con el pie y entré. Llamé a Vernon y seguí el pasillo hasta el salón, pero antes de llegar allí noté que algo iba mal. Me preparé para lo que se avecinaba cuando empecé a atisbar la habitación y di un paso atrás, conmocionado al ver el caos que reinaba en el salón. Alguien había dejado las sillas, el escritorio y el botellero patas arriba. Los cuadros de la pared estaban ladeados. Había libros, papeles y objetos por todas partes, y durante unos segundos me resultó harto difícil concentrarme en algo en particular.

Mientras me encontraba allí paralizado, sosteniendo el traje de Vernon, la bolsa de papel marrón y el Boston Globe, sucedieron dos cosas. De súbito, me fijé en la figura de Vernon, sentado en el sofá de piel negra, y oí ruidos detrás de mí, pasos o algo que se arrastraba. Me volví, dejando caer el traje, la bolsa y el periódico. El pasillo estaba oscuro, pero vi una figura que corría desde una puerta situada a la izquierda hasta la entrada.

Dudé. Mi corazón empezaba a latir como un martillo neumático. Al cabo de unos instantes, corrí por el pasillo y salí. Miré a ambos lados pero no había nadie allí. Fui a toda prisa hasta el otro extremo y, justo cuando bordeaba la esquina para tomar el pasadizo más largo, oí cómo se cerraban las puertas del ascensor.

Aliviado en cierto modo por no tener que enfrentarme a nadie, volví al piso, pero en ese momento recordé la figura de Vernon en el sofá. Estaba allí sentado. ¿Por qué? ¿Enfadado por el estado en que se hallaba su salón? ¿Preguntándose quién era el intruso? ¿Calculando cuánto costaría reparar el escritorio?

Por alguna razón, ninguna de estas opciones encajaba del todo con la imagen que tenía en mi mente y, a medida que me aproximaba a la puerta, noté una punzada en el estómago. Entré y me dirigí al comedor, consciente de lo que estaba a punto de presenciar.

Vernon seguía en el sofá, exactamente en la misma posición que antes. Estaba recostado, con las piernas y los brazos separados y los ojos mirando hacia adelante o, más bien, aparentando que miraba, porque desde luego Vernon ya no podía ver nada.

Me acerqué y vi el agujero de bala en la frente. Era pequeño, limpio y rojo. Aunque siempre había vivido en Nueva York, jamás había visto un orificio de bala, y me quedé allí quieto, presa del terror y la fascinación. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando por fin me moví, temblaba sin control. Tampoco podía pensar con claridad, como si alguien hubiese pulsado un interruptor en mi cerebro y lo hubiera desactivado. Moví los pies un par de veces, pero fueron salidas nulas que no condujeron a ninguna parte. Nada pasaba por el centro de control, y no estaba haciendo lo que debía, lo cual significaba que no estaba haciendo nada. Entonces, cual meteorito estrellándose contra la tierra, caí en la cuenta: claro, llama a la policía, imbécil.

Busqué un teléfono en el salón y al final lo localicé en el suelo, junto al antiguo escritorio volcado. Habían quitado los cajones y había papeles y documentos por todas partes. Cogí el aparato y marqué el número de la policía. Cuando me atendieron, empecé a balbucear. Me dijeron que me calmara y me pidieron que les facilitara una dirección. Me pasaron de inmediato con otra persona, presumiblemente alguien de un distrito local, y seguí balbuceando. Creo que cuando al fin colgué el teléfono había dado la dirección del apartamento en el que me encontraba y mencionado mi nombre y el hecho de que una persona había muerto de un disparo.

Agarré el auricular del teléfono con fuerza, como si aquello significara que estaba haciendo algo. Lo cierto es que en ese momento tenía mucha adrenalina que gestionar, así que, tras una presta reflexión, decidí que sería mejor mantenerme ocupado, enfrascarme en algo que exigiera concentración, y no mirar fijamente el cuerpo de Vernon tendido en el sofá también sería de ayuda. Pero entonces me di cuenta de que debía hacer algo de todas maneras, fuese cual fuese mi estado mental.

Empecé a rebuscar entre los papeles que rodeaban el escritorio, y al cabo de unos minutos encontré lo que andaba buscando: la agenda de Vernon. La abrí por la letra eme. Había un número en esa página. Era el de Melissa, el pariente más próximo de Vernon.

¿Quién iba a decírselo si no?

No hablaba con Melissa desde hacía ni se sabe -nueve o diez años-, y ahora, delante de mí, estaba su número de teléfono. En cuestión de segundos estaría hablando con ella.

Marqué el número. Empezó a sonar.

Mierda.

Todo aquello estaba yendo demasiado rápido.

Rinnnnnggg.

Clic.

Zumbido.

El contestador automático. Diablos, ¿qué podía hacer?

El medio minuto siguiente fue lo más intenso que recordaba en mis treinta y seis años de existencia. Primero hube de escuchar la que, sin lugar a dudas, era la voz de Melissa diciendo: «Ahora mismo no estoy. Por favor, deja tu mensaje», aunque en un tono que se me antojó singular y desconocido, y luego tuve que responder a la grabación diciendo que su hermano, que estaba conmigo en la habitación, había muerto. Una vez que empecé a hablar fue demasiado tarde y no pude parar. No entraré en detalles de lo que le dije, máxime cuando soy incapaz de recordar cuáles fueron mis palabras exactas. Pero la cuestión es que cuando terminé y colgué el teléfono, me percaté de la rareza de la situación y me sentí abrumado por una incómoda mezcla de emociones…, conmoción, disgusto conmigo mismo, tristeza, dolor…, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Inspiré varias veces en un esfuerzo por controlarme y, de pie junto a la ventana, contemplando la mezcolanza de estilos arquitectónicos de la ciudad, una idea persistía en mi mente: el día anterior a esa misma hora ni siquiera me había topado con Vernon. Hasta ese momento, no había hablado con él en casi diez años. Tampoco había hablado con su hermana ni había pensado demasiado en ella, pero allí estaba, en menos de veinticuatro horas, entrando de nuevo en su vida y en un período de la mía que, creía yo, se había ido para siempre. El que puedan pasar meses, e incluso años, sin ningún suceso relevante es uno de esos imponderables de la existencia y, de repente, sobrevienen unas horas, o incluso unos minutos, que pueden abrir un boquete de un kilómetro de diámetro en el tiempo.

Me aparté de la ventana, estremeciéndome al ver a Vernon en el sofá, y fui hacia la cocina. También la habían registrado. Habían abierto los armarios y los habían revuelto, y había platos rotos y fragmentos de cristal por todo el suelo. Observé de nuevo el desorden del salón y me hundí otra vez. Entonces me acerqué a la puerta que quedaba a la izquierda del pasillo y conducía al dormitorio. Estaba igual: habían sacado los cajones y los habían vaciado, le habían dado la vuelta al colchón, había ropa esparcida por todas partes y en el suelo yacía roto un gran espejo.

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