Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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– ¿Sabes qué? -dijo, dándose la vuelta-. Voy a pedirte un favor.

– Dime.

– Como puedes ver, no me encuentro bien para salir ahora mismo, pero tengo que hacerlo más tarde. Y debo recoger un traje en la tintorería. ¿Puedo pedirte que te acerques a recogerlo por mí? Y de paso podrías comprar el desayuno para los dos.

– Claro.

– Y aspirinas.

– Claro.

Vernon, plantado frente a mí en calzoncillos, estaba flacucho y resultaba un tanto patético. A corta distancia pude apreciar las arrugas de su cara y mechones de cabello gris en torno a las sienes. Tenía la piel demacrada. De repente, me di cuenta de adónde habían ido a parar aquellos diez años. Al mirarme, Vernon debía de pensar exactamente lo mismo, con las variaciones correspondientes. Ello me infundió un sentimiento de desazón, intensificado por el hecho de que trataba de congraciarme con él, con mi camello, aceptando pasar a recoger su traje y comprarle el desayuno. Me sorprendió lo rápido que todo encajaba de nuevo, aquella dinámica entre traficante y cliente, aquel sencillo sacrificio de la dignidad por una recompensa asegurada, una bolsa de diez dólares, un gramo, una papelina o, en este caso, una píldora que iba a costarme prácticamente el alquiler de un mes.

Vernon se dirigió al viejo escritorio situado al otro lado de la estancia y cogió la cartera. Mientras buscaba dinero y el comprobante de la tintorería, vi una copia del Boston Globe sobre la mesa de cristal tintado. El artículo de portada estaba dedicado a los desatinados comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale sobre México, pero ¿por qué leía un neoyorquino el Boston Globe?

Vernon se dio la vuelta y acudió hacia mí.

– Tráeme unas tostadas con huevos revueltos y mantequilla, una loncha de bacón canadiense y un café normal. Y lo que quieras para ti.

Me dio un billete y un pequeño resguardo azul, que me guardé en el bolsillo delantero de la chaqueta. Observé el billete, el rostro lúgubre del barbudo Ulysses S. Grant, y se lo devolví.

– ¿Tu restaurante habitual te va a dar cambio de cincuenta por un bollo inglés?

– ¿Y por qué no? Que se jodan.

– Ya pago yo.

– Tú mismo. La tintorería está en la esquina de la Calle 89, y el restaurante, justo al lado. En la misma manzana hay un quiosco donde puedes comprar aspirinas. Ah, ¿podrías traerme el Boston Globe también?

Miré de nuevo el periódico que había sobre la mesa.

Vernon se dio cuenta y dijo:

– Es de ayer.

– Oh -repuse-, ¿y quieres el de hoy?

– Sí.

– De acuerdo -contesté encogiéndome de hombros. Entonces me volví y recorrí el estrecho pasillo en dirección a la puerta.

– Gracias -dijo Vernon caminando detrás de mí-. Y escucha, ya arreglaremos el precio cuando vuelvas. Todo es negociable, ¿verdad?

– Sí -respondí, abriendo la puerta-. Te veo en un rato.

Oí la puerta cerrarse a mi espalda mientras caminaba por el pasillo y doblaba la esquina hacia los ascensores.

De camino a la calle tuve que esforzarme para no pensar en lo mal que me hacía sentir todo aquello. Me dije a mí mismo que le habían dado una tunda y que tan sólo le estaba haciendo un favor, pero la situación me recordaba a los viejos tiempos. Me llevaba a la memoria las horas que, antes de conocer a Vernon, había pasado esperando en varios pisos a que llegara el traficante, y la elaborada cháchara, y toda la energía invertida en no perder el control hasta que llegara ese maravilloso momento en que podías largarte, despedirte, ir a un club o marcharte a casa con ochenta pavos menos en el bolsillo, cierto, pero pesando un gramo más. Los viejos tiempos.

Habían pasado más de diez años. ¿Qué demonios estaba haciendo ahora?

Salí del ascensor, franqueé las puertas giratorias y atravesé la plaza y la Calle 90 en dirección a la Calle 89. Llegué al quiosco, que estaba situado a mitad de la manzana, y entré. Vernon no me dijo qué marca quería, así que pedí una caja de mis favoritas: Excedrina extrafuerte. Busqué entre los periódicos -México, México, México- y cogí un ejemplar del Globe. Eché un vistazo a la portada, buscando algo que me diera una pista de por qué leía Vernon aquel diario, y el único artículo que encontré guardaba relación con un juicio de responsabilidad civil por un producto que había de salir al mercado. Había un pequeño párrafo al respecto y una referencia a un artículo más completo en el interior. La empresa farmacéutica internacional Eiben-Chemcorp iba a defenderse en un tribunal de Massachusetts de la acusación de que su antidepresivo Triburbazina, enormemente popular, había llevado a una adolescente, que sólo había tomado el fármaco durante dos semanas, a matar a su mejor amiga y suicidarse después, ¿Se trataba de la empresa para la que Vernon decía trabajar? ¿Eiben-Chemcorp? Difícilmente.

Cogí el periódico y la Excedrina, pagué y salí a la calle. Luego me dirigí al DeLuxe Luncheonette. Era uno de esos locales chapados a la antigua que encuentras por toda la ciudad. Tal vez tenía el mismo aspecto que hacía treinta años y, a buen seguro, la misma clientela. Curiosamente, eso lo convertía en un vínculo viviente con una versión anterior del barrio. O no. Quizá. No lo sé. En todo caso, era un establecimiento de comida rápida grasienta y, puesto que se acercaba la hora de comer, estaba bastante abarrotado, así que aguardé mi turno.

Detrás de la barra, un hispano de mediana edad decía:

– No lo entiendo. No lo entiendo. En serio, ¿qué es esto? Como si no hubiera suficientes problemas aquí, ¿tienen que ir allí a causar más? -Entonces miró a su izquierda-: ¿Qué?

Junto a la parrilla había dos tipos más jóvenes hablando en español y riéndose abiertamente de él.

El hispano levantó los brazos.

– A nadie le importa ya. A nadie le importa un comino.

A mi lado, tres personas esperaban sus encargos en medio de un silencio absoluto. A las mesas que quedaban a mi izquierda estaban sentados otros comensales. En la que quedaba más cerca de mí había cuatro tipos tomando café y fumando. Uno de ellos estaba leyendo el Post y, al cabo de un momento, me di cuenta de que el hispano que atendía el mostrador dirigía sus comentarios a él.

– ¿Te acuerdas de Cuba? -insistió-. ¿Bahía de Cochinos? Esto se convertirá en otra Bahía de Cochinos, en otro fiasco como aquél.

– No veo la analogía -dijo el anciano que leía el Post-. Lo de Cuba fue por culpa del comunismo. -El hombre no apartaba la vista del periódico, y hablaba con un ligero acento alemán-. Y lo mismo ocurrió con la intervención estadounidense en Nicaragua y El Salvador. En el último siglo se ha librado una guerra con México porque Estados Unidos quería Texas y California. Eso tenía sentido, un sentido estratégico, pero ¿esto?

El hombre dejó la pregunta en el aire y continuó leyendo.

El hispano envolvió dos pedidos con suma rapidez, cogió el cambio y desaparecieron varios clientes. Me acerqué un poco más al mostrador y me miró. Pedí lo que me había indicado Vernon, además de un café solo, y le dije que volvería en dos minutos. Mientras salía por la puerta, el hispano sentenció:

– No lo sé. Yo creo que debería volver la Guerra Fría…

Fui a la tintorería de al lado a recoger el traje de Vernon. Esperé unos momentos en la calle y observé el tráfico. De vuelta en el DeLuxe Luncheonette, se había sumado a la conversación un joven con una camisa vaquera que estaba sentado a otra mesa.

– ¿Qué? ¿Crees que el gobierno se va a involucrar en algo así sin motivo? Es una locura.

El hombre que leía el Post había dejado el periódico sobre la mesa y no paraba de mirar a su alrededor.

– Los gobiernos no siempre actúan de manera lógica -terció-. A veces ejercen políticas que son contrarias a sus propios intereses. Mira Vietnam. Treinta años de…

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