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Alan Glynn: Sin límites

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Alan Glynn Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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IV

Aquí, en el Northview Motor Lodge, todo es gris y deprimente. Contemplo mi habitación y, pese a los extraños motivos ornamentales y la peculiar combinación de colores, no hay nada que llame verdaderamente la atención, excepto el televisor, que todavía parpadea afanosamente en el rincón. Están entrevistando a un tipo con barba y gafas enfundado en un traje de tweed, e inmediatamente doy por hecho que es historiador, y no un político o un portavoz de seguridad nacional, o tan siquiera un periodista. Mis sospechas se confirman cuando el siguiente plano lo ocupa una fotografía del bandido y revolucionario Pancho Villa, y después turbias imágenes en blanco y negro que, me figuro, datan más o menos de 1916. No voy a subir el volumen para averiguarlo, pero estoy bastante convencido de que las figuras espectrales que trotan hacia la cámara a lomos de sus caballos envueltos en lo que parece una nube de polvo (pero que tal vez sea el deterioro periférico del propio filme de archivo) son fuerzas invasoras iracundas que siguen los pasos de Pancho Villa.

Y eso ocurrió en 1916, ¿no es así?

Me parece recordar que en su día lo sabía.

Contemplo hipnotizado las parpadeantes imágenes. Siempre he sido una especie de yonqui de la imagen, y nunca ha dejado de asombrarme que lo que se muestra en pantalla -ese día, esos momentos- haya acontecido en realidad, y que la gente que aparece, las personas que pasaron fugazmente frente a una cámara y fueron capturadas en película, después continuaron con sus vidas cotidianas, entraron en edificios, comieron, hicieron el amor o lo que sea, felizmente ajenas a que sus espasmódicos movimientos al cruzar la calle de una ciudad, por ejemplo, o al apearse de un tranvía, habían de ser preservados durante décadas y más tarde aireados, expuestos y reexpuestos, en lo que sería, de hecho, otro mundo.

¿Cómo puede interesarme eso a estas alturas? ¿Cómo puedo siquiera estar pensando en ello?

No debería distraerme tanto.

Echando mano de la botella de Jack Daniel's que descansa en el suelo junto a mi butaca de mimbre, pienso que beber whisky a esa hora tal vez no sea buena idea. Cojo la botella de todos modos y le doy un buen trago. Entonces me levanto y deambulo un rato por la habitación. Pero la espantosa quietud, puntuada por el rumor de la máquina para hacer hielo que hay afuera y los violentos colores que ahora se agolpan a mi alrededor, tiene un efecto desorientador y prefiero sentarme de nuevo y volver a la tarea que tengo entre manos.

Debo mantenerme ocupado, me digo a mí mismo, y no distraerme.

Concilio el sueño bastante rápido. Pero no dormí muy bien. Di muchas vueltas y tuve sueños extraños e inconexos.

Eran pasadas las once y media cuando desperté. Debieron de transcurrir sólo unas cuatro horas, así que todavía estaba muy cansado cuando me levanté de la cama y, aunque podría haber intentado dormir más, sabía que me habría tumbado allí, con los ojos abiertos como platos, reproduciendo mentalmente la noche anterior una y otra vez y, cómo no, habría pospuesto lo inevitable, que era entrar en el salón, encender el ordenador y averiguar si todo aquello habían sido imaginaciones mías o no.

Sin embargo, al observar la habitación sospeché que no era así. La ropa estaba doblada sobre una silla a los pies de la cama, y los zapatos estaban alineados en perfecta formación debajo de la ventana. Salí rápidamente de la cama y fui al baño a mear. Luego me mojé la cara con abundante agua fría.

Cuando estuve lo bastante despierto, me miré unos instantes en el espejo. No era la típica estampa de cuarto de baño. No tenía la vista nublada ni los ojos hinchados; mi aspecto no era peligroso. Tan sólo acusaba el cansancio y nada había cambiado desde el día anterior: estaba gordo y tenía papada, y necesitaba urgentemente un corte de pelo. Necesitaba algo más, un cigarrillo, pero eso no se apreciaba con sólo mirarme al espejo.

Entré pesadamente en el comedor y cogí la chaqueta del respaldo de la silla. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral, encendí uno y llené mis pulmones de fragante humo. Al exhalar observé la habitación y pensé que ser desordenado no era tanto un estilo de vida como un defecto, así que no pensaba discutirlo, pero también sentí que no era eso lo importante, porque, si quería orden, podía pagar por él. Por otro lado, lo que había escrito en el ordenador -al menos, lo que recordaba haber tecleado y ahora esperaba recordar con exactitud- era algo por lo que no podías pagar.

Pulsé el interruptor situado en la parte trasera. Mientras se iniciaba, miré la ordenada pila de libros que había dejado sobre la mesa, junto al teclado. Cogí Vida de Raymond Loewye, y me pregunté cuánto sería capaz de recordar si me viese en un aprieto. Intenté rememorar un par de datos o fechas, una anécdota tal vez, un aspecto divertido de la tradición del diseño, pero no podía pensar con claridad, era incapaz de pensar en nada.

Pero ¿y qué esperaba? Estaba cansado. Era como si me hubiese acostado a medianoche y me hubiese levantado a las tres de la mañana intentando resolver el doble acróstico de Harper's. Lo que yo necesitaba era un café, dos o tres tazas de café de Java para reiniciar el cerebro, y volvería a estar bien.

Abrí el archivo titulado «Intro». Era el borrador que había escrito para la introducción de En marcha, y me quedé allí de pie, delante del ordenador, desplazando el cursor por el texto. Recordaba cada párrafo a medida que lo leía, pero en ningún momento pude anticipar qué vendría después. Aquello lo había escrito yo, pero no tenía la sensación de haberlo hecho.

Dicho esto, y sería poco honrado por mi parte el no admitirlo, lo que estaba leyendo era manifiestamente superior a cualquier cosa que hubiera escrito en circunstancias normales. De hecho, tampoco era un borrador, porque, según pude comprobar, aquello atesoraba todas las virtudes de una buena y refinada obra en prosa. Era convincente, mesurado y elaborado, precisamente esa parte del proceso que por lo común me resultaba tan difícil, y a veces imposible. Siempre que trataba de concebir una estructura para el libro, las ideas revoloteaban a su aire dentro de mi cabeza, pero si en algún momento intentaba enjaular alguna, retenerla para sacar provecho de ella, se escabullía, se disgregaba, y no me quedaba más que un sentimiento de frustración por saber que tendría que volver a empezar de cero.

En cambio, parecía que la noche anterior había bordado el dichoso texto de una tacada.

Apagué el cigarrillo y contemplé maravillado la pantalla por unos instantes.

Entonces me di la vuelta y me dirigí a la cocina para servirme un poco de café.

Mientras llenaba la cafetera, preparaba el filtro y pelaba una naranja, me sentía otra persona. Era consciente de todos mis movimientos, como si fuese un actor de segunda fila que protagonizase una escena en una obra teatral, una escena ambientada en una cocina de una pulcritud inverosímil en la que tenía que preparar café y pelar una naranja.

Sin embargo, aquello no duró demasiado, porque se advertía un incipiente desorden, como antaño, en el reguero que dejé a mi paso a lo largo y ancho de la encimera. En diez minutos aparecieron un cartón de leche, un bol de Corn Flakes empapados a medio terminar, un par de cucharas, una taza vacía, manchas diversas, un filtro de café usado, cascaras de naranja y un cenicero con dos colillas.

Volvía a ser yo.

Aun así, mi preocupación por el estado de la cocina no era más que una estratagema. Lo que no quería era sentarme de nuevo frente al ordenador, porque sabía exactamente lo que ocurriría. Intentaría proseguir con el resto de la introducción, como si ello fuese lo más natural del mundo y, ni que decir tiene, me atascaría. Sería incapaz de hacer nada. Entonces, en un arrebato de desesperación, repasaría lo que había escrito la noche anterior y empezaría a criticarlo, a picotearlo como un buitre y, tarde o temprano, eso también empezaría a desmoronarse.

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