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Alan Glynn: Sin límites

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Alan Glynn Sin límites

Sin límites: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Cuando hube ordenado la mesa, decidí ir a buscar un vaso de agua a la cocina. Tenía sed y no había bebido nada desde que llegué. En aquel momento no pensé que casi nunca bebo agua. De hecho, no caí en la cuenta de que todo aquello resultaba extraño. Era raro que la cocina no hubiese sido la primera escala al llegar a casa y que no llevara ya una lata de cerveza en la mano.

Pero tampoco me pareció raro que, al cruzar el salón, hiciera un breve alto para alinear el sofá y la butaca.

No obstante, cuando abrí la puerta y encendí la luz, se me cayó el alma a los pies. La cocina era larga y estrecha, con armarios antiguos de formica y cromo y una gran nevera al fondo. Todo el espacio libre, incluido el fregadero, estaba cubierto de platos, sartenes sucias, cartones de leche y cajas de cereales vacías y latas de cerveza aplastadas. Vacilé unos segundos y me puse a limpiarlo todo.

En el momento en que dejaba la última sartén, consulté el reloj y vi qué hora era. Me daba la sensación de que no llevaba tanto tiempo en casa, quizá treinta o cuarenta minutos, pero vi que en realidad había trabajado con ahínco más de tres horas y media. Admiré la habitación, que prácticamente estaba irreconocible. Entonces, sintiéndome cada vez más desorientado, regresé al salón y observé con asombro el alcance de la transformación que había obrado allí.

Y algo más: en las tres horas y media que habían transcurrido desde mi llegada no había fumado un solo cigarrillo, cosa excepcional en mí.

Me dirigí a la silla en la que había dejado la chaqueta. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral y lo sostuve en la mano. De repente, aquel paquete tan cotidiano, con el perfil de la epónima bestia del desierto, me parecía pequeño, encogido y desvinculado de mi persona. Ya no parecía una extensión de mí mismo, y fue entonces cuando las cosas empezaron a resultar extrañas, porque, desde finales de los años setenta, aquél era probablemente el período de vigilia más prolongado que había pasado sin echar mano de un cigarrillo. Y, sin embargo, todavía no sentía el menor deseo de fumar. Tampoco había comido nada desde mediodía. Ni orinado. Era todo muy raro.

Volví a guardar el paquete de tabaco donde lo había encontrado y permanecí allí de pie, mirando mi chaqueta.

Estaba confuso, porque, desde luego, lo que Vernon me había dado me afectó, pero no acertaba a comprender qué clase de colocón era aquél. No había bebido y había ordenado la casa. Correcto. Pero ¿de qué iba todo aquello?

Me di la vuelta y me senté en el sofá. Lo curioso es que todo me parecía normal, pero eso no contaba en realidad, porque era vago por naturaleza, así que mi conducta era, cuando menos, poco corriente. ¿Qué era aquello? ¿Una droga para gente que quería ser más maniática del orden? Traté de recordar si había oído hablar de algo parecido, si había leído algo al respecto, pero no me vino nada a la mente y, tras un par de minutos, decidí tumbarme. Apoyé los pies en el reposabrazos y hundí la cabeza en un cojín, pensando que a lo mejor podría llevar aquello en otra dirección, modificar los parámetros, flotar un poco. Sin embargo, empecé a detectar algo casi de inmediato, una sensación tensa e irritante, un estado de hondo malestar. Levanté las dos piernas a la vez y me levanté.

Al parecer, tenía que estar ocupado.

Navegar las agitadas aguas de una sustancia química desconocida, impredecible y casi siempre proscrita era una experiencia que no había vivido en mucho tiempo, desde aquellos lejanos y extraños días de mediados de los años ochenta, y ahora lamentaba haberme prestado a ello de manera tan despreocupada y estúpida.

Anduve un rato arriba y abajo, y luego volví al escritorio y me senté en la silla giratoria. Repasé unos documentos relacionados con un manual de formación en telecomunicaciones que estaba redactando, pero era una labor tediosa y lo cierto es que no me apetecía pensar en ello.

Hice una pausa y giré sobre la silla para examinar la habitación. Pusiera donde pusiera la mirada había recordatorios de mi proyecto literario para Kerr & Dexter: libros ilustrados, cajas de diapositivas, pilas de revistas y una fotografía de Aldous Huxley clavada en un tablón de anuncios en la pared.

En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley.

Aunque cualquier cosa que pudiera decir Vernon Gant me causaba bastante escepticismo, había recalcado que la píldora me ayudaría a superar cualquier problema creativo que tuviese, de modo que pensé: «¿Por qué no intento concentrarme un poco en el libro, al menos un rato?».

Encendí el ordenador.

Mark Sutton, mi superior en K & D, me había lanzado la propuesta hacía cosa de tres meses y había estado dándole vueltas a la idea desde entonces, cavilando, comentándolo con amigos y fingiendo haberme puesto manos a la obra, pero al ver las notas que había plasmado en el ordenador me di cuenta del poco trabajo que había hecho. Tenía mucho que corregir y redactar, y estaba ocupado, qué duda cabe, pero, por otro lado, ese era justamente el tipo de encargo por el que había incordiado a Sutton desde que empecé con K & D en 1994: algo importante, algo que llevara mi nombre impreso. Sin embargo, me di cuenta de que corría el grave peligro de que todo se fuera al traste. Para confeccionar un trabajo decente tendría que escribir una introducción de diez mil palabras y otras diez o quince mil en extensas notas al pie, pero, por el momento, a juzgar por aquellos párrafos, estaba claro que sólo tenía ideas sumamente vagas sobre lo que pretendía decir.

No obstante, había acumulado cantidad de material de investigación -biografías de Raymond Loewy, Timothy Leary y Steve Jobs, estudios políticos y económicos, libros de consulta sobre diseño, tejidos y publicidad, pasando por portadas de discos, carteles y productos industriales-, pero ¿cuánto había leído en realidad?

Cogí de una estantería situada sobre el escritorio la biografía de Raymond Loewy y estudié la fotografía de la portada, un atildado Loewy con bigote posando en su moderna oficina en 1934. Aquel hombre había liderado a la primera generación de diseñadores-estilistas, gente capaz de cualquier cosa. El propio Loewy era el responsable de los elegantes autobuses Greyhound de los años cuarenta, del paquete de tabaco Lucky Strike y de la nevera Cold-spot-Six, información que había leído en la nota publicitaria de la solapa interior del libro mientras me hallaba en la tienda de Bleecker Street tratando de decidir si lo compraba o no. Pero esa información había sido suficiente para convencerme de que necesitaba el libro y de que Loewy era una figura crucial, alguien a quien debía empollar si aspiraba a ser serio.

Pero ¿le había estudiado? Por supuesto que no. ¿Acaso no bastaba con pagar treinta y cinco dólares por el dichoso libro? ¿Pretendían además que lo leyera?

Abrí el primer capítulo de Vida de Raymond Loewy, una crónica de sus primeros días en Francia, antes de que emigrara a Estados Unidos, y empecé a leer.

En la calle saltó la alarma de un coche y pude soportarlo un segundo o dos, pero entonces alcé la vista con la esperanza de que parara, y pronto. Al cabo de unos segundos pude volver a la lectura, pero cuando me centré de nuevo en el libro vi que iba ya por la página doscientos treinta y siete.

Sólo llevaba veinte minutos leyendo.

Estaba asombrado, y no entendía cómo había engullido tantas páginas en tan corto espacio de tiempo. Leo con bastante lentitud, y normalmente me llevaría tres o cuatro horas asimilar todo aquello. Era increíble. Volví a hojear el libro para ver si reconocía algo del texto y, para mi sorpresa, así fue. Porque, de nuevo, en circunstancias normales retengo muy poco de lo que leo. Incluso tengo dificultades para seguir tramas novelísticas complicadas, por no hablar de textos técnicos o fácticos. Cuando entro en una librería y busco, por ejemplo, en las secciones de historia, arquitectura o física, me desespero. ¿Cómo puede abarcar una persona todo el material que existe sobre cualquier temática, o incluso una parcela especializada de una temática? Era una locura…

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