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Alan Glynn: Sin límites

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Alan Glynn Sin límites

Sin límites: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Ahora estaba sentado, contemplando mi bebida, cavilando acerca de qué le habría ocurrido a Melissa. Me preguntaba cómo aquella bravuconería y aquella energía creativa suyas podían haberse canalizado en algo tan nimio. Con esto no pretendo menospreciar las alegrías de la paternidad, no me malinterpreten, pero Melissa era una persona muy ambiciosa.

Recordé también la visión que tenía Melissa de las cosas. Su inteligencia didáctica y rigurosa era exactamente lo que necesitaba si pretendía dar forma a aquel libro para Kerr & Dexter.

No obstante, necesitar algo y ser capaz de conseguirlo eran dos cosas distintas. Ahora, a quien le tocaba sentirse deprimido era a mí.

Y, de repente, como una explosión, la gente sentada a la mesa de al lado se echó a reír. Duró unos treinta segundos, y en ese periodo de tiempo aquel intenso ardor que notaba al fondo de mi estómago titiló, balbuceó y acabó por remitir. Aguardé un rato, pero no sirvió de nada. Me levanté suspirando y guardé el tabaco y el encendedor en el bolsillo.

Entonces miré la pequeña píldora blanca que había en el centro de la mesa. Vacilé unos momentos. Cuando me disponía a irme, me di la vuelta y titubeé de nuevo. A la postre, cogí la tarjeta de Vernon y me la metí en el bolsillo. Luego me llevé la pastilla a la boca y me la tragué.

Me dirigí hacia la puerta y, mientras salía del bar y pisaba la Sexta Avenida, pensé para mis adentros: «Desde luego, no has cambiado nada».

III

En la calle hacía mucho más frío que antes. Había oscurecido, pero aquella tercera dimensión centelleante en que se convertía la ciudad por la noche empezaba a cobrar forma. También estaba bastante más concurrida, un anochecer típico de la Sexta Avenida, con su intenso tráfico -coches, taxis y autobuses- que se dirigían al norte de la ciudad desde el West Village. La evacuación de las oficinas había comenzado. Todo el mundo estaba cansado, irritable y apurado, entrando y saliendo como una flecha de las estaciones de metro.

Lo que sí resultaba evidente mientras me abría paso entre el tráfico y me encaminaba a la Calle 10 era lo rápido que empezaba a hacer efecto la pastilla de Vernon, fuese lo que fuese.

Había notado algo en cuanto salí del bar. Era una leve alteración de la percepción, un parpadeo apenas, pero al recorrer las cinco manzanas que me separaban de la Avenida A cobró intensidad y se aguzó mi conciencia de todo lo que me rodeaba: los cambios mínimos de iluminación, el tráfico que avanzaba a paso de tortuga a mi izquierda y la gente que se acercaba a mí en dirección opuesta. Me fijaba en sus ropas, oía fragmentos de sus conversaciones y atisbaba sus rostros. Lo captaba todo, pero no de una manera exacerbada, como sucedía con la droga. Por el contrario, todo resultaba bastante natural, y al cabo de un rato, transitadas dos o tres manzanas, empecé a sentirme como si hubiese practicado ejercicio, como si me hubiese empujado a mí mismo a una especie de límite físico extático. A la vez, sabía que lo que sentía no podía ser natural, porque si hubiera corrido estaría sin resuello, apoyado contra una pared, jadeando, pidiendo entrecortadamente que alguien llamara a una ambulancia. ¿Correr? Mierda, ¿cuándo había sido la última vez? Diría que no había corrido distancia alguna en los últimos quince años; nunca tuve la ocasión de hacerlo y, aun así, esa era la sensación: nada en la cabeza, ni zumbidos ni hormigueos, ni corazón acelerado, ni paranoia…, ningún placer en particular. Simplemente me encontraba bien, alerta. Desde luego, no como si me hubiese tomado sólo un par de whisky sour, tres o cuatro cigarrillos y una hamburguesa con queso y patatas en mi restaurante habitual, por no hablar de todas las decisiones insalubres que había tomado, unas opciones que ahora se sucedían como si fuesen una grasienta baraja de cartas.

Y, entonces, ¿en sólo ocho o diez minutos estoy sano de repente? Lo dudo.

Es cierto que respondo con bastante rapidez a las drogas, medicamentos cotidianos incluidos, ya sean aspirina, paracetamol o cualquier otra cosa. Sé de sobra cuándo algo ha penetrado en mi organismo y me dejo llevar. Por ejemplo, si en una caja dice «puede causar somnolencia», por lo común significa que me sumiré en una especie de coma leve. Incluso en la universidad fui el primero en probar los alucinógenos, siempre el primero en salir del cascarón, en detectar esos sutiles y ondulantes cambios de color y textura. Pero ahora era diferente, una rápida reacción química distinta de cualquier cosa que hubiese experimentado.

De hecho, cuando llegué a las escaleras que conducían a mi edificio, tenía la firme sospecha de que lo que había ingerido estaba a punto de actuar en toda su plenitud.

Entré en el edificio y subí andando al tercer piso, pasando junto a cochecitos, bicicletas y cajas de cartón. No me crucé con nadie, y no sé cómo habría reaccionado si lo hubiese hecho, pero tampoco detectaba en mí un deseo de evitar a la gente.

Llegué a la puerta de mi piso de una habitación y busqué torpemente la llave. Torpemente porque, de súbito, la idea de esquivar a la gente o no esquivarla, o tan siquiera de tener que pensar en ello, me causaba aprensión y me hacía sentir vulnerable. También me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo iba a desarrollarse aquella situación y de que podía hacerlo en cualquier dirección. Entonces pensé: «Mierda, si pasa algo raro, si algo sale mal, si ocurre algo malo, si la cosa se pone fea…».

Pero frené en seco y permanecí inmóvil un rato delante de la puerta, observando la placa de latón con mi nombre grabado. Intenté calibrar mi reacción, valorarla de algún modo, y me di cuenta con bastante rapidez de que no era la droga, era yo. Me había vencido el pánico. Como a un idiota.

Respiré hondo, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Encendí la luz y contemplé por unos segundos el espacio acogedor, familiar y un tanto apretujado donde vivía desde hacía más de seis años. Pero en el transcurso de esos pocos segundos debió de cambiar algo en mi percepción de la estancia, porque, de repente, se me antojó desconocida, demasiado atestada, un poco extraña incluso, y desde luego no me pareció un lugar muy propicio para trabajar.

Entré y cerré la puerta.

Luego, con la chaqueta a medio quitar y sentado en una silla, me descubrí cogiendo unos libros de una estantería situada sobre el equipo de música, una estantería donde no debían estar, y colocándolos donde correspondía. Después observé la habitación, y me sentí tenso, impaciente, insatisfecho con algo, aunque no sabía exactamente qué. No tardé en darme cuenta de que buscaba un punto de partida, y a la postre encontré uno en mi colección de casi cuatrocientos discos compactos de música clásica y jazz, que se hallaban desperdigados por todo el piso, algunos fuera de su caja y, por supuesto, sin ningún orden en particular.

Los dispuse por orden alfabético de una tacada, en un arrebato ininterrumpido. Los junté todos en el suelo en mitad del salón, los separé en dos pilas, cada una de las cuales subdividí en más categorías: swing, be-bop, fusión, barroco, ópera, etc. Luego ordené cada categoría por orden alfabético. Hampton, Hawkins, Herman. Schubert, Schumann, Smetana. Cuando terminé, vi que no cabían en ningún sitio, que no había espacio para cuatrocientos compactos, así que me puse a reubicar los muebles.

Moví el escritorio al otro lado del salón, con lo que creé una nueva zona de almacenamiento en la que podía colocar cajas de papeles que anteriormente ocupaban espacio en la estantería. Después utilicé ese espacio para guardar los discos. A continuación redistribuí varios elementos sueltos, una pequeña mesa que utilizaba para comer, una cajonera, el televisor y el video. Después de eso, coloqué de nuevo todos mis libros en las estanterías, y deseché unos ciento cincuenta, ediciones baratas de novela negra, terror y ciencia-ficción que jamás volvería a leer y de las que podía deshacerme con facilidad. Las metí en dos bolsas negras de plástico que saqué de un armario situado en el pasillo. Entonces cogí otra bolsa y empecé a revisar todos los papeles que descansaban sobre mi mesa y en los cajones. Me sentía bastante despiadado y tiré cosas que guardaba sin motivo aparente, objetos que, de haber fallecido, mi desafortunado albacea no habría dudado en desechar. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Qué iba a hacer con viejas cartas de amor, nóminas, facturas de gas y luz, amarillentos artículos mecanografiados que había dejado a medias, manuales de instrucciones de bienes de consumo que ya no poseía, panfletos de las vacaciones que no había disfrutado…? «Dios mío -pensé mientras embutía toda aquella basura en una bolsa-, la mierda que dejamos para que la clasifiquen otros.» No es que tuviese intención de morir, pero sentía un impulso abrumador de aliviar el desorden de mi apartamento. Y supongo que de mi vida también, porque entonces me dispuse a organizar mi material de trabajo: carpetas llenas de recortes de prensa, libros ilustrados, diapositivas y archivos informáticos. La idea subyacente era avanzar con el proyecto para terminarlo, y terminarlo para dejar espacio a otra cosa, algo más ambicioso tal vez.

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