Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Según Melissa, Vernon andaba metido en algo. Yo creía saber qué significaba eso, y presumiblemente, como consecuencia directa de ese algo, lo habían golpeado y más tarde asesinado. Mientras Vernon yacía muerto en el sofá, había registrado su dormitorio, encontrado un fajo de billetes, un cuaderno y quinientas píldoras. Lo había ocultado todo y después había mentido a la policía. Eso significaba que yo también andaba metido en algo en ese momento.

Y era posible que también estuviese en peligro.

¿Me habría visto alguien? Lo dudaba. Cuando volví del restaurante, el intruso estaba en la habitación y huyó de inmediato. Lo único que pudo distinguir fue mi espalda, o a lo sumo verme cuando me di la vuelta, al igual que yo a él, pero fue una imagen borrosa y oscura.

Sin embargo, él o cualquier otro pudieron haber estado vigilando frente a la Torre Linden. Quizá me habían visto saliendo con la policía y me habían seguido hasta la comisaría. Podían estar siguiéndome en ese momento.

Indiqué al conductor que se detuviera.

El taxi paró en la esquina de la Calle 29 con la Segunda Avenida. Pagué y salí. Miré en torno. Ningún otro coche pareció detenerse al mismo tiempo que nosotros, aunque tal vez se me escapaba algo. En cualquier caso, caminé rápidamente en dirección a la Tercera Avenida, volviendo la cabeza cada pocos segundos. Me dirigí a la estación de metro de la Calle 28 con Lexington y tomé un tren de la línea 6 hacia Union Square y luego la línea L en dirección oeste hasta llegar a la Octava Avenida. Me apeé allí y cogí un autobús de regreso a la Primera Avenida.

Pensaba montarme en un taxi y dar una vuelta, pero estaba demasiado cerca de casa, el cansancio hacía mella y, sinceramente, en aquel momento no pensaba que me estuvieran siguiendo, así que me di por vencido. Bajé en la Calle 14 y recorrí a pie las escasas manzanas que me separaban de casa.

VII

Una vez en mi apartamento, imprimí las notas y un borrador de la introducción que había escrito para el libro. Me senté en el sofá y lo leí para comprobar una vez más que aquello no era fruto de mi imaginación, pero estaba tan agotado que me quedé dormido casi al instante.

Me desperté horas después con tortícolis. Fuera había oscurecido. Había páginas sueltas por todas partes, en mi regazo, encima del sofá y por el suelo, alrededor de mis pies. Me froté los ojos, recogí las hojas y empecé a leerlas. Sólo me llevó un par de minutos cerciorarme de que nada de aquello eran imaginaciones. Es más, iba a enviar aquel material a Mark Sutton de K & D a la mañana siguiente, sólo para recordarle que todavía estaba enfrascado en el proyecto.

Y después, una vez leídas las notas, ¿qué? Traté de mantenerme ocupado organizando los papeles de mi escritorio, pero no lograba concentrarme y, además, ya los había clasificado a la perfección la noche anterior. Lo que debía hacer, y no tenía sentido fingir que podía evitarlo o postergarlo, era volver a la Torre Linden y recoger el sobre. La idea me turbaba, así que empecé a pensar en un disfraz, pero ¿cuál?

Fui al lavabo, me di una ducha y me afeité. Encontré gomina y me la apliqué en el pelo, apelmazándolo y peinándolo hacia atrás. Busqué en el armario de mi habitación alguna prenda a la que diera poco uso. Tenía un traje sencillo de color gris que no me ponía desde hacía dos años. Saqué también una camisa gris claro, una corbata negra y unos gruesos zapatos del mismo color, y lo tendí todo sobre la cama. El inconveniente era que los pantalones quizá ya no me fueran bien, pero me embutí en ellos como pude y me puse la camisa. Después de anudarme la corbata y calzarme, me levanté para mirarme en el espejo. Tenía un aspecto ridículo, como un listillo sobrealimentado que se ha pasado de la raya comiendo linguini y limosneando a la gente para actualizar su guardarropa, pero tenía que conformarme. No parecía yo, y esa era la idea.

Encontré un viejo maletín que a veces utilizaba para el trabajo y resolví llevarlo conmigo, pero dejé unos guantes de cuero negro que vi en una estantería del armario. Me miré de nuevo en el espejo situado junto a la puerta y salí.

En la calle no había ningún taxi a la vista, de modo que me encaminé a la Primera Avenida, rezando para no encontrarme con ningún conocido. Conseguí un taxi al cabo de unos minutos y emprendí el viaje hacia el norte de la ciudad por segunda vez en el día. Pero todo había cambiado: era de noche, el alumbrado de la ciudad estaba encendido, y yo llevaba un traje y un maletín sobre el regazo. Era la misma ruta, idéntico viaje, pero parecía desarrollarse en un universo paralelo, un universo en el que no sabía a ciencia cierta quién era o qué estaba haciendo.

Llegamos a la Torre Linden.

Balanceando el maletín, entré con paso ligero en el vestíbulo, que parecía todavía más concurrido que antes. Sorteé a dos mujeres que portaban bolsas de la compra y me dirigí a los ascensores. Aguardé entre un grupo de unas doce o quince personas, pero mi aspecto me avergonzaba demasiado como para mirar a ninguna con detenimiento. Si allí me esperaba una trampa o una emboscada, iría directo hacia ella.

En el ascensor noté que se me aceleraba el corazón. Había pulsado el botón de la planta 25, con la intención de bajar por las escaleras hasta la 19. Esperaba quedarme solo en el ascensor en algún momento, pero no lo conseguí. Cuando llegamos a la planta 25 quedaban aún seis personas y conmigo salieron tres. Dos se dirigieron a la izquierda y la tercera, un hombre trajeado de mediana edad, a la derecha. Caminé unos pasos detrás de él con la esperanza de que no doblara la esquina, pero lo hizo, así que me detuve y dejé el maletín en el suelo. Saqué la cartera y fingí buscar algo en ella. Esperé unos instantes y cogí de nuevo el maletín. Seguí caminando y giré la esquina. El pasillo estaba vacío y respiré aliviado.

Pero, casi de inmediato, oí las puertas del ascensor que se abrían de nuevo y a alguien que reía. Apreté el paso y finalmente eché a correr, y justo cuando franqueaba la puerta metálica que conducía a las escaleras de emergencia miré hacia atrás y vi a dos personas al otro extremo del pasillo.

Con la esperanza de que no me hubieran visto, permanecí inmóvil unos segundos y traté de recobrar el aliento. Cuando me hube serenado lo suficiente, descendí los fríos escalones grises de dos en dos. En el descansillo de la planta 21 oí voces que llegaban de dos pisos más abajo, o eso me pareció, así que aminoré un poco. Pero cuando se impuso de nuevo el silencio, aceleré de nuevo.

En la planta 19 me detuve y deposité el maletín sobre el cemento. Observé la pila de cajas de cartón en la hornacina.

No tenía por qué hacerlo. Podía salir del edificio en ese preciso instante y olvidarme de todo aquello. Podía dejar que otro descubriera el pequeño paquete. Por otro lado, si seguía adelante, mi vida cambiaría para siempre. Eso era innegable.

Respiré hondo y busqué detrás de las cajas de cartón. Saqué la bolsa de plástico de A & P. Comprobé que el sobre y el material que contenía seguían allí. Luego guardé la bolsa de plástico en el maletín.

Di media vuelta y empecé a bajar las escaleras.

Cuando llegué a la planta 11, pensé que no sería arriesgado salir y continuar el descenso en ascensor. No sucedió nada en el vestíbulo ni en la plaza. Anduve hasta la Segunda Avenida y di el alto a un taxi.

Veinte minutos después me hallaba frente a mi edificio, en la Calle 10.

De vuelta en casa, me desvestí y me di una ducha rápida para quitarme la gomina del pelo. Me puse unos vaqueros y una camiseta. Luego cogí una cerveza de la nevera, encendí un cigarrillo y fui al salón.

Me senté a la mesa y vacié el contenido del sobre encima. Cogí primero la pequeña agenda negra, haciendo caso omiso deliberadamente de las drogas y el grueso fajo de billetes de cincuenta dólares. Había nombres y números de teléfono anotados. Algunos estaban tachados, o bien por completo, o bien con nuevos números anotados directamente encima o debajo de ellos. Pasé las páginas adelante y atrás, pero no reconocí ninguno de aquellos nombres. Debí de ver el de Deke Tauber, por ejemplo, y otros que debían de resultarme familiares, pero en aquel momento no me sonaba ninguno.

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