Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Guardé de nuevo la agenda en el sobre y empecé a contar el dinero.

Nueve mil cuatrocientos cincuenta dólares.

Cogí seis billetes de cincuenta y los guardé en mi cartera.

Después, hice sitio en la mesa, eché a un lado el teclado del ordenador y me dispuse a contar las píldoras. Las repartí en montoncitos de cincuenta, nueve en total cuando hube finalizado el inventario, y quedaron diecisiete pastillas sueltas. Utilizando una hoja de papel reprográfico doblada, eché las cuatrocientas sesenta y siete píldoras en el envase de plástico. Lo observé un rato, indeciso, y después conté diez pastillas otra vez. Las vertí en un pequeño bol de cerámica situado en una estantería de madera sobre el ordenador. Guardé el resto del dinero y el envase de las píldoras en el sobre marrón y lo llevé al dormitorio. Metí el sobre en una caja de zapatos vacía al fondo del armario y la cubrí con una manta y una pila de revistas viejas.

Después, acaricié la idea de tomar una píldora y ponerme a trabajar de inmediato, pero no lo hice. Estaba agotado y necesitaba descansar. Antes de acostarme, me senté en el sofá del salón y tomé otra cerveza, contemplando en todo momento el bol de cerámica que descansaba sobre la estantería.

Segunda parte

VIII

Aunque luego las cosas empezaron a emborronarse un poco; si las rememoro ahora -desde mi butaca de mimbre del Northview Motor Lodge- recuerdo el día siguiente, un jueves, y los días posteriores, y sólo eso… Días, entidades de tiempo bien definidas con principio y final. Me levantaba y horas después me iba a la cama. Tomaba una dosis de MDT-48 cada mañana y mi experiencia se asemejaba mucho a la primera sesión, es decir, me hacía efecto casi al instante, me quedaba todo el tiempo en casa y trabajaba productivamente, muy productivamente, hasta que los efectos se disipaban.

El primer día rehusé un par de invitaciones a salir con mis amigos y cancelé algo que tenía previsto para la noche del viernes. Terminé la introducción, un total de 11.000 palabras, y planifiqué el resto del libro, en particular el criterio que pensaba seguir con las leyendas. Por supuesto, no podía escribirlas hasta que tuviese una idea clara de las ilustraciones que iba a utilizar, así que decidí quitarme de en medio el laborioso proceso de selección, lo cual me llevó varias horas. Debería haber tardado unas cuatro o seis semanas, pero a la sazón juzgué que sería mejor no entretenerme en esos menesteres. Reuní el material relevante -recortes, desplegables de revistas, cajas de diapositivas y hojas de contactos- y lo dispuse todo en el suelo, en medio de la habitación. Empecé a examinarlo con cuidado y tomé una serie de decisiones firmes. Al poco contaba con una lista provisional de ilustraciones y me hallaba en posición de empezar a escribir las leyendas.

Pero cuando hube terminado, pensé en terminar el libro entero, lo cual me ocuparía sólo otra jornada. ¿Un borrador completo y en sólo un par de días? Había pensado en él durante meses, recabando el material y dándole vueltas. Había trazado un plan. Había investigado un poco. Había pensado el título.

¿No?

Tal vez. Pero no podía obviar el hecho de que, para un gusano endomórfico como yo -entre cuyas creencias primaba la idea de que una acusada falta de disciplina era algo que había que cultivar-, conseguir algo así en dos días era extraordinario.

Pero ¿por qué resistirse a ello?

El viernes por la mañana continué escribiendo los pies de las ilustraciones y a la hora de comer vi que, en efecto, los terminaría aquel mismo día, así que decidí telefonear a Mark Sutton de Kerr & Dexter para comentarle mis progresos. Por lo primero que preguntó fue por el manual de telecomunicaciones que supuestamente estaba redactando.

– ¿Cómo lo llevas?

– Está casi terminado -mentí-. Lo tendrás el lunes por la mañana.

Lo cual era cierto.

– Estupendo. ¿Y qué tienes en mente, Eddie?

Le expliqué en qué estado se hallaba En marcha y le pregunté si quería que se lo enviara.

– Bueno…

– Tiene buena pinta. Posiblemente necesite algo de edición, no demasiado, pero…

– Eddie, el plazo de entrega no es hasta dentro de tres meses.

– Lo sé, lo sé, pero había pensado que si hay disponibles otros títulos de la serie, tal vez podría ocuparme de alguno.

– ¿Disponibles? Eddie, los hemos asignado todos, ya lo sabes. El tuyo, el de Dean y el de Clare Dormer. ¿Qué es esto?

Tenía razón. Un amigo mío, Dean Bennett, se encargaba de Venus, una obra sobre la mujer más bella del siglo, y Clare Dormer, una psiquiatra que había escrito varios artículos para revistas sobre los trastornos asociados a la fama, estaba trabajando en Niños de la pantalla, que versaba sobre el papel de los niños en las comedias clásicas de la televisión. Había otros en proyecto. Uno de ellos era Grandes edificios, creo. No acertaba a recordar los demás.

– No lo sé. ¿Y qué hay de la segunda fase? -inquirí-. Si éstos funcionan…

– Todavía no hay planes para una segunda fase, Eddie.

– Pero ¿y si éstos van bien?

En aquel momento oí un suspiro de hastío.

– Me figuro que podría haber una segunda fase -dijo. Entonces se produjo una pausa y un educado-: ¿Alguna propuesta?

Lo cierto era que no había pensado en ello, pero estaba ansioso por tener otro proyecto entre manos, así que, meciendo el receptor sobre mi hombro, eché un vistazo a las estanterías del salón y comencé a elucubrar.

– ¿Qué te parece…? Déjame ver… -En ese momento estaba mirando el lomo de un gran libro gris en una estantería situada encima del equipo de música, un regalo que me hizo Melissa tras una visita a una exposición fotográfica en el MoMA y una fuerte discusión-. ¿Qué te parecería algo sobre grandes fotografías de prensa? Podrías empezar con esa imagen increíble del cometa Halley, de 1910. O la foto de Bruno Hauptmann. ¿Recuerdas? La de la ejecución… O el choque de trenes de Kansas en 1928. -Vi de repente los vagones destrozados y las oscuras nubes de humo y polvo elevándose-. También… ¿Qué más…? Está Adolf Hitler sentado con Hindenburg y Hermann Goering en el monumento a Tannenberg. -Otro destello, en esta ocasión de un abstraído Hermann Goering sosteniendo algo en las manos, contemplándolo, algo que se asemeja, curiosamente, a un ordenador portátil- Y después tienes… bombas sobre París. Los desembarcos del Día D. El debate de cocina en Moscú, con Jruschov y Nixon. La niña del napalm en Vietnam. El funeral del ayatolá. -Mirando fijamente el lomo del libro, podía ver aquellas imágenes, y de manera gráfica, descendiendo como en un lector de microfichas-. Tiene que haber miles más -dije meneando la cabeza. Aparté la vista de las estanterías e hice una pausa-. O, no sé, podrías hacer cualquier cosa, carteles de películas, anuncios, artilugios del siglo xx, como el abrelatas, la calculadora o la videocámara. Podrías hacer algo sobre automóviles.

Al tiempo que lanzaba esas sugerencias, apoyado en el escritorio, fui consciente de un segundo estrato de propuestas que se iba formando en mi mente. Hasta ese momento sólo me había preocupado mi libro. No había pensado en la serie como un todo, pero a la postre me di cuenta de que en Kerr & Dexter estaban siendo bastante chapuceros. Su serie sobre el siglo xx tal vez fuera sólo una respuesta a un proyecto similar que estaba confeccionando una editorial rival, algo que les había llegado a los oídos, y no querían que les pasaran por delante. Pero era como si, una vez decididos a hacerlo, dieran por finiquitado el trabajo. Para sobrevivir en el mercado, para estar a la altura de los grupos editoriales -como decía siempre Artie Meltzer, vicepresidente de K & D-, la empresa tenía que expandirse, pero encomendar un proyecto como aquél al departamento de Mark era respaldar esa idea de cara a la galería. Mark no tenía los recursos necesarios, pero Artie sabía que lo aceptaría de todos modos, pues Mark Sutton, que era incapaz de decir no, lo aceptaba todo. Entonces Artie podría olvidarse de ello hasta que llegara el momento de depurar responsabilidades cuando la serie fracasara.

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