Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Perdí peso. Perdí también el norte, así que no sé en cuánto tiempo adelgacé, pero debieron de ser ocho o diez días. Se me estilizó un poco la cara, y me sentía más ligero y esbelto. No es que no comiera, pues lo hacía, sobre todo ensaladas y fruta. Suprimí el queso, el pan, la carne, las patatas y el chocolate. No bebía cerveza ni refrescos, pero sí ingentes cantidades de agua.

Estaba activo.

Me corté el pelo y compré ropa nueva. Porque podía soportar seguir viviendo en mi piso de la Calle 10, con su olor a humedad y su crujiente suelo de madera, pero desde luego no tenía por qué aguantar un ropero que me hacía sentirme como una extensión del apartamento. Así que cogí dos mil dólares del sobre que guardaba en el armario y me fui caminando hasta el SoHo. Entré en varias tiendas y luego tomé un taxi hasta la Quinta Avenida a la altura de la Calle 50. En el lapso de una hora compré un traje de lana gris marengo, una camisa de algodón lisa y una corbata de seda Armani. Después compré unos zapatos de piel curtida en A. Testoni. También encontré ropa más informal en Bareh's. En la vida había gastado tanto dinero en ropa, pero merecía la pena, porque tener cosas nuevas y caras que ponerme me hacía sentir relajado y seguro de mí mismo y, también, debo añadir, me hacía sentirme otra persona. De hecho, para poner a prueba el traje nuevo, igual que uno probaría un coche, me eché a la calle un par de veces y recorrí Madison Avenue y el distrito financiero, escabulléndome con brío entre la multitud. Me veía reflejado en las ventanas de las oficinas, en oscuros bloques de cristal corporativo. Admiraba a aquel tipo esbelto que parecía saber con exactitud adónde iba y, más aún, qué iba a hacer cuando llegara allí.

También gasté dinero en otras cosas, y a veces entraba en tiendas caras y buscaba vendedoras guapas y elegantes. Compré cosas al azar -una estilográfica Mont Blanc y un reloj Pulsar- sólo por percibir esa sensación infantil y vagamente narcótico-erótica de verme envuelto en un velo de perfume y atención personal. ¿Le gustaría probarse este, caballero? Con los hombres me mostraba más agresivo, ahondando en cuestiones detalladas e intercambios de información, como cuando compré una caja de las nueve sinfonías de Beethoven grabadas en directo con instrumentos originales y entablé un debate con el vendedor en torno a la relevancia contemporánea de las prácticas interpretativas del siglo XVIII. Mi conducta con los camareros también era inusitada. Cuando acudía a lugares como Soleil, La Pigna y Ruggles, cosa que había empezado a hacer con bastante regularidad, era un cliente incómodo. No hay otra palabra para describirlo. Pasaba un tiempo desmesurado repasando la lista de vinos, por ejemplo, o pedía cosas que no figuraban en la carta, o me inventaba un nuevo y complicado coctel allí mismo y esperaba que el camarero me lo preparase.

Luego asistía a conciertos en el Sweet Basil y el Village Vanguard y entablaba conversación con los ocupantes de las mesas adyacentes, y aunque gracias a mis amplios conocimientos de jazz acostumbraba a salir airoso, también sobresaltaba a veces a la gente. No es que fuese molesto, no lo era, pero charlaba con todo el mundo y con suma concentración sobre cualquier tema, exprimiendo de cada encuentro hasta la última gota de lo que pudiera ofrecer: intriga, conflicto, tedio, banalidad o cotilleo, no importaba. La mayoría de la gente con la que me topé no estaba acostumbrada a aquello y algunos lo consideraban incluso irritante.

Cada vez era más consciente del efecto que ejercía sobre ciertas mujeres a las que conocía, o a las que tan sólo veía unas mesas más allá o en una sala atestada. Parecía darse una curiosa y asombrada atracción que era incapaz de explicar, pero que desembocó en algunas conversaciones íntimas y reveladoras, y a veces también -porque desconocía los parámetros del terreno- algunas bastante fallidas. En una ocasión, durante un concierto de Dale Noonan en el Sweet Basil, se me acercó una treintañera pelirroja de piel pálida entre canción y canción y se sentó a mi mesa. Ella sonrió, pero no dijo nada. Le correspondí con una sonrisa y tampoco medié palabra. Llamé a un camarero y estaba a punto de preguntarle si le apetecía tomar algo cuando meneó ligeramente la cabeza y dijo: «Non».

Le pedí la cuenta al camarero. Cuando nos íbamos, mientras el frenético Dale Noonan retomaba la actuación, la vi mirar a la mesa en la que estaba sentada al principio. Yo también volví la vista. En ella había otra mujer y un hombre observándonos, gesticulando tal vez, y en ese fugaz retablo de lenguaje corporal me pareció detectar una creciente sensación de alarma, de pánico incluso. Pero no bien hubimos salido, la pelirroja me cogió del brazo, casi arrastrándome calle abajo, y dijo con un marcado acento francés: «Oh, Dios mío, ya no soportaba más ese estruendo de mierda». Entonces se echó a reír y me apretó el brazo, atrayéndome hacia ella como si nos conociéramos desde hacía años.

Se llamaba Chantal, era parisina y estaba allí de vacaciones con su hermana y su cuñado. Intenté hablarle en francés sin demasiado éxito, lo cual parecía cautivarla sobremanera, y al cabo de veinte minutos tenía la sensación de conocerla desde hacía años. Mientras recorríamos la Quinta Avenida en dirección al edificio Flatiron, le conté que la policía solía ahuyentar de allí a los jóvenes que se congregaban para ver cómo las rachas de viento levantaban las faldas a las transeúntes. Esas rachas eran provocadas por el cerrado ángulo del extremo norte del edificio, una explicación que más tarde degeneró en un sermón sobre apuntalamientos contra el viento y los primeros rascacielos, justo lo que le apetece oír a una chica en tales circunstancias, pero, por algún motivo, conseguí que una charla sobre cerchas y vigas fuese interesante, divertida e incluso fascinante. Una vez llegamos a la Calle 23, se plantó frente al edificio Flatiron, esperando que ocurriera algo, pero apenas soplaba brisa aquella noche y lo único detectable en los pliegues de su larga falda azul marino era un suave movimiento ondulante. Parecía decepcionada, como si estuviese a punto de dar un pisotón.

La cogí de la mano y seguimos andando.

Cuando llegamos a la altura de la Calle 29 giramos a la derecha. Momentos después me dijo que habíamos llegado a su hotel. Me contó que ella y su hermana habían estado todo el día de compras, lo cual explicaría las bolsas y cajas, el papel de seda, los zapatos, los cinturones y los accesorios nuevos esparcidos por la habitación. La miré ligeramente confuso. Ella suspiró y dijo que no prestara atención al desorden.

A la mañana siguiente desayunamos en un restaurante de la zona, y después pasamos unas horas en el Met. Puesto que a Chantal le quedaba todavía otra semana en Nueva York, acordamos vernos una vez, y otra e, inevitablemente, otra. Pasamos veinticuatro horas encerrados en su habitación de hotel, y durante ese tiempo, entre otras cosas, recibí clases de francés. Creo que le sorprendió lo mucho que conseguí aprender y lo rápido que lo hice, ya que, en nuestro último encuentro, que tuvo lugar en un restaurante marroquí de Tribeca, hablamos casi exclusivamente en su idioma.

Chantal me dijo que me quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo para venirse a vivir conmigo en Manhattan. Abandonaría su piso de la Bastilla, su empleo en un organismo de ayuda al extranjero, toda su vida en París. Disfrutaba mucho de su compañía, y odiaba la idea de que se fuera, pero tenía que disuadirla. Nunca lo había tenido tan fácil en una relación, y no quería forzar mi suerte. Pero tampoco veía cómo podíamos mantener una relación plausible en el contexto de mi incipiente adicción al MDT. En cualquier caso, la situación en la que nos habíamos conocido había sido bastante irreal, una irrealidad que se había visto exacerbada por los detalles personales que le había proporcionado sobre mí. Le había dicho que era analista de inversiones y que estaba ideando una nueva estrategia de predicción del mercado basada en la teoría de la complejidad. Le había contado asimismo que el motivo por el que no la había llevado a ver mi piso de Riverside Drive era que estaba casado, infelizmente, cómo no. La escena de la despedida fue difícil, pero aun así fue agradable escuchar, entre lágrimas y en francés, que viviría para siempre en su corazón.

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