David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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– El poliestireno es fácil de adquirir; se vende en láminas y se emplea para muchos fines. El alambre es de tipo grueso, como el que utilizan los maquetistas y escultores. La cera ya es otra cuestión. No es de la que se hacen los cirios de iglesia, por ejemplo. Es más blanda, de una clase más maleable, de la que se utiliza para moldear. Un lugar donde se emplea cera de este tipo es el Museo de Cera, el nuevo local de la plaza Colón.

– Enviaré a Ángel para que hable con el director. ¿Le puedes dar un poco para que la enseñe, Varga?

– Claro que sí; siempre que me autorice usted a cortar un pedazo de los maniquíes.

– Por supuesto. Dale un pedazo pintado para que los del museo vean también la pintura.

MONCLOA

Lista recordaba los rasgos generales de la Ciudad Universitaria de sus años de estudiante, pero se le antojó que había crecido mucho. No había el menor rastro de que allí hubiera estado el frente durante toda la guerra civil, cuando los defensores republicanos de Madrid disparaban desde la Facultad de Filosofía y Letras contra la Facultad de Medicina, ocupada por los rebeldes franquistas. Todos los edificios anteriores a la guerra se habían destruido entonces y los nuevos eran elegantes y funcionales, con agradables paseos entre ellos. Buscó, en primer lugar, el despacho del decano de la Facultad de Medicina, y éste le indicó todos los departamentos donde podía haberse almacenado sangre. A juzgar por la lista que confeccionó, su jornada de trabajo iba a ser larga, aun dejando aparte los hospitales urbanos que tenían banco de sangre propio.

COLÓN

Ángel avanzaba con indiferencia por el paseo de Recoletos y, como la mayoría de los madrileños, no prestaba mucha atención a las flores purpúreas de los árboles del amor o Cercis siliquastrum que comenzaban a dar las hojas veteadas y cordiformes, ni a las regulares hileras de rojos tulipanes de Holanda, plantados a expensas del ayuntamiento entre parterres de caléndulas anaranjadas. Le interesaba más la gente y sus ojos morenos y perspicaces recorrieron las ventanas del Café Gijón, donde el primer contingente de personal de teatro desayunaba en la barra.

Al llegar al Centro Colón, miró las tres inmensas y misteriosas moles de hormigón, cubiertas en parte con plástico protector, entonces en construcción al otro lado de la gran plaza, cuya parte central no tardaría en denominarse Jardines del Descubrimiento. Había oído decir que el enorme grupo escultórico representaba las tres carabelas que habían tomado parte en el primer viaje colombino. La estatua decimonónica del Descubridor se había recolocado en el ángulo sudoccidental de la plaza, de cara al oeste, como correspondía, y a la calle Génova, nominada así por suponerse la hipotética patria de Colón.

Observó con curiosidad la taquilla que se había montado ante el Centro Colón, en el que se veían fotos del interior del Museo de Cera. No había entrado nunca, aunque conocía a la perfección Río frío, la gran cafetería moderna que se hallaba detrás, con la discoteca Boccaccio debajo de ella.

Entró como todo el mundo, pagando las cien pesetas de la entrada y las veinticinco del folleto informativo, y en el acto se encontró ante las dos figuras del rey y la reina. Don Juan Carlos parecía más pequeño y bastante más joven de lo que en realidad era, se dijo Ángel, mientras que doña Sofía parecía mayor y estaba bastante pálida. ¿Por qué la cera pintada no reflejaba nunca con veracidad la tez de un ser humano, salvo vista con mala luz? La pregunta se repetía una y otra vez más adentro, en la sala de las celebridades del espectáculo, algunas de ellas figuras móviles que gesticulaban y cantaban. Pasó ante la sección taurina y se dijo que lo mejor era el toro, sobre todo cuando salía lanzado de una puerta de toriles… sólo para que el mecanismo oculto lo devolviese a su sitio, marcha atrás, de manera grotesca y bochornosa. Le atraía, claro, la sala del crimen, y pensó que no estaría mal echarle una ojeada antes de buscar al gerente. Tras un breve repaso a las escenificaciones de delitos famosos -para su gusto, la del asalto al expreso de Andalucía de 1924 era la más lograda-, recorrió las salas de los políticos, los artistas, los escritores, hasta llegar a la dirección.

Al ver el carnet de la DGS, el gerente le ofreció inmediatamente sus servicios. ¿Acaso tenía interés en ver los talleres? Ángel aceptó con presteza y le presentaron a uno de los técnicos. Tras oír un informe sobre las modernas técnicas de la confección de figuras de cera, Ángel le enseñó el pedazo de cera pintada que Varga había cortado de uno de los maniquíes del Metro.

– Sí, parece el tipo de cera que utilizamos aquí, inspector, aunque también la utilizan los escultores y, en los casos difíciles, según creo, también los embalsamadores. La pintura no es precisamente una obra maestra -el técnico la olisqueó-. Aquí no la aceptaríamos. No es la clase de pintura que empleamos nosotros. Yo diría que se acerca bastante al óleo corriente.

– ¿Podría facilitarme el nombre de la casa que les suministra la cera y los materiales plásticos que emplean aquí? -preguntó Ángel.

– Naturalmente, inspector, pero le auguro una extensa lista de clientes y minoristas con sede en las principales ciudades. Los materiales plásticos se utilizan mucho más, por supuesto, en odontología, en la fabricación de maniquíes para escaparates y modelados de diverso tipo. En los últimos quince años ha sido toda una revolución.

De vuelta en el despacho del gerente, Ángel preguntó si podían proporcionarle una lista del personal técnico.

– ¿Ha dejado alguien el puesto de trabajo en los últimos meses, o tiene usted alguna sospecha, por mínima que sea, de que estén robando cera o algún otro material?

– No, nada en absoluto, inspector, y nuestro personal es muy leal y estable. Haré algunas preguntas, como quien no quiere la cosa, claro, y ya le haré saber si encuentro algo raro.

RETIRO

A las 8.30 de la noche llegaba Bernal, con paso sorprendentemente ligero, a lo alto de las escaleras de la estación de Retiro. Poco antes de salir del despacho, Lista había llamado para decir que no había encontrado nada importante en la Facultad de Medicina ni en los hospitales, salvo que la sangre que se utilizaba en estos sitios solía mezclarse con plasma para que no se coagulara, y que así llegaba a las cámaras frigoríficas. No había indicios de que se hubiera robado nada. Miranda y Navarro tampoco habían recibido información alguna de las taquilleras del Metro acerca del acceso a los trenes del cadáver y los maniquíes, aunque Elena había dado con una que al parecer había visto a un hombre fornido y con barba, con la cara medio oculta por el sombrero, transportando al primer maniquí en Cuatro Caminos. Esto había venido a ratificar que dicha estación era el punto de partida de los tres hallazgos. Ángel no había presentado todavía ningún parte, y ni el Departamento de Huellas de la Brigada de Estupefacientes ni los archivos del DNI habían podido identificar a la joven muerta. La sección de Desaparecidos había sido consultada en vano.

No se sentía desanimado Bernal, no obstante. Se trataba de esa clase de casos, muy alejada de la rutina, que siempre le había fascinado, y si llegaba a demostrarse que los dos maniquíes estaban relacionados con el asesinato, tendría asimismo su pequeño sabor a grand guignol . Normalmente se hacía una imagen mental del asesino que buscaba, componiendo aquélla poco a poco a partir de los diminutos rastros que las personas de aquel jaez solían dejar tras de sí. En el caso presente, Bernal tenía ya la imperiosa sensación de estar en contacto con una personalidad muy alterada, un hombre, sin duda, de siniestra conducta psicopatológica, pero que muy bien podía parecer normalísimo a cuantos le rodeaban.

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