– Quisiera charlar un momento con vosotros -dijo Bernal a Martín y Navarro-. Vamos arriba a tomar un café. Yo aún no he desayunado.
En el aire frío de la mañana anduvieron por el paseo de la infanta Isabel y entraron en el bar del hotel Sur, donde se acomodaron en una mesa apartada y contemplaron el variado surtido de bollería para el desayuno: churros y porras calientes, palmeras, españolas, lazos, brioches, torteles, cristinas, suizos y muchos más.
– Presiento que nos enfrentamos a un maníaco que las mata en serie -comentó Bernal con preocupación-, pero no quiero que corra el pánico entre la gente -resumió a Martín los sucesos de los maniquíes, el primer asesinato y la característica bolsa de plástico en la boca en los tres casos-. No creo prudente impedir que la prensa informe de lo ocurrido esta mañana, pero conviene cerrar la boca en lo tocante a los sucesos anteriores. Luego hablaré con el director de la compañía del Metro. Estoy seguro de que no querrá que cunda la alarma entre los usuarios. Lo más urgente ahora es identificar a las chicas muertas.
– ¿Por qué no vamos a Portazgo para echar un vistazo al vagón en que se encontró a la segunda? -preguntó Navarro.
– Ya contaba con que lo hicierais tú y Martín, Paco. Mirad si tenía un bolso o cualquier cosa con que identificarla. Varga investigará la ropa después, cuando Peláez nos la envíe.
A la una de la tarde del mismo día, Peláez llamaba a Bernal.
– La he abierto, Luis, y hay síntomas claros de que murió asfixiada, lo más probable mientras estaba bajo los efectos de un alcaloide. No hay rastros de agresión sexual. No era virgen y tiene cierta alteración en la matriz, algunas cicatrices. Bien alimentada. Clase media alta, diría yo, a juzgar por las manos y el discreto uso de los cosméticos. Asesinada a primera hora de la mañana, digamos entre las 5 y las 7.
– Bueno, eso no dejó mucho tiempo al asesino para bajar el cadáver al Metro, si es eso lo que hizo. ¿Le inyectaron la droga? -preguntó Bernal.
– Casi seguro. Los pinchazos del brazo izquierdo, acuérdate. He enviado los órganos a Toxicología. Allí deducirán la dosis aproximada por la sangre, el hígado y el tejido cerebral. No había comido desde hacía más de seis horas. Nada en el estómago. Supongo que querrás que te envíe las huellas con el informe provisional.
– Gracias, Peláez. Espero que no haya un tercero.
– Ah, a mí me parece que sí va a haberlo, a menos que cojas al culpable ahora mismo.
Después de colgar, Bernal se quedó mirando el gran plano de la red metropolitana que en aquel momento ocupaba una de las paredes del despacho. La estación de Cuatro Caminos era la clave, de esto estaba seguro. Sólo las Líneas 1 y 2 se habían visto afectadas hasta el presente y aunque en el último caso no tenían la menor idea del tiempo que llevaba la joven en el vagón, el tren había pasado necesariamente por Cuatro Caminos. Llamó a Navarro.
– Quiero que haya vigilancia continua en Cuatro Caminos. Que lo organice Ángel con ayuda de Elena. Harán turnos con algunos hombres de paisano que lleven armas, y que podrían disfrazarse de empleados del Metro. Llamaré al director y le pediré que coopere. Al fin y al cabo, es muy frecuente ver a los empleados de la compañía de cháchara con el personal de las taquillas, y Ángel y Elena saben lo que han de buscar.
– Yo me cuidaré de todo, jefe.
– Se me ocurre otra idea -dijo Bernal-. ¿Y si se trata de un ex empleado de la compañía que está resentido?
– Creo que se estaría pasando de la raya en su venganza, jefe. ¿Y si es uno de los pequeños accionistas? No han cobrado dividendos este año.
– Eso me parece aún menos probable. Pero, por si acaso, pásate por la oficina central y habla con el jefe de personal. Que te dé una lista de los empleados despedidos hace poco por la causa que fuera. Cuando llame yo al director, me enteraré de si ha habido alguna amenaza de parte de algún accionista o de cualquier otro.
Después de hablar por teléfono con el director del Metro, que no le dijo nada nuevo, Bernal se fue a su casa a comer. Acababa de entrar en el piso cuando Eugenia le atacó desde la puerta de la terraza.
– No regaste las plantas mientras estuve fuera, Luis. Mira esa pobrecilla, era el orgullo de mi jardín -estaba limpiando las hojas caídas de un ficus elastica con una esponja mugrienta.
– Pero si ha llovido dos días seguidos, Geñita -dijo él en son apaciguador-. No creí que hiciera falta regarlas.
– Estaba debajo del alero, para que no le diera el viento, Luis. La has dejado morir. Y a esta pita de aquí, ¿qué le has hecho?
– Nada, Geñita. Te juro que ni siquiera he salido a la terraza.
– Pues mírala y comprueba las consecuencias de tu descuido -dijo ella como si con aquello hubiera conseguido la victoria-. Me cuestas más que un hijo tonto.
– ¿Por qué no nos trasladamos a uno de esos pisos que hay al otro lado del parque, Geñita?
Se peleaban continuamente por aquel asunto desde hacía más de cinco años.
– ¿Me quieres llevar a vivir a una de esas torres hechas de cascajo, donde además no conocemos a nadie y donde para colmo la iglesia más cercana está a kilómetros de distancia? ¿Y todo por una planta? -y entró refunfuñando en la cocina al llegar a aquel punto irreversible de la lógica femenina que dejó a Luis tan desconcertado como siempre.
Después de haber comido unas judías descoloridas y llenas de hebras, que se habían rehogado con aceite de oliva rancio, Luis rechazó el pedazo de queso manchego agrietado que le ofrecía su mujer y dijo que tenía que volver al trabajo.
Pero, ya en la calle, tomó un taxi e indicó al conductor que le llevase a la calle Barceló.
La inspectora Elena Fernández era un manojo de nervios. Hacía sólo dos meses que estaba en la sección del comisario Bernal, era la primera y única mujer detective de la DGS y en aquel momento se le había pedido que organizase la vigilancia en la estación de Cuatro Caminos para localizar al asesino del Metro. Cierto, naturalmente, que la responsabilidad de la vigilancia mencionada la compartía con Ángel Gallardo. Sus sentimientos hacia este hombre eran ambiguos: cuando la muchacha entró en el grupo, se le había dicho que aquél era el ligón del mismo y ella no ignoraba que el joven trabajaba de socapa en los antros nocturnos de la capital. Había cierta diferencia de clase entre ambos: ella era hija de un rico contratista de la construcción y había ido a la universidad y a la Academia de Policía, mientras que él procedía de familia obrera y había ingresado en filas policíacas por abajo.
Pero no era esto lo que provocaba tensiones entre ellos; no se le escapaba a ella que la raíz del conflicto estaba en la jactancia erótica del hombre, que nunca descansaba. Era Ángel el piropeador tradicional, el donjuán sempiterno que nunca la trataría antes como colega que como mujer. Ella era un reto viviente a su machismo, aunque la joven se había esforzado desde el comienzo por dejar bien claro que la relación con él nunca rebasaría lo profesional. Elena tenía, a fin de cuentas, cierta experiencia con los hombres, había tenido varios novios y había aprendido a capear aquel tipo de temporales eróticos desde la adolescencia. Con todo, el hombre sabía vencer la guardia femenina sencillamente porque se aprovechaba de la referida relación profesional. Era, sin embargo, pensaba Elena, un hombre agradable para pasar el rato, por lo ocurrente, y de una manera impremeditada le estaba enseñando mucho del trabajo policíaco práctico.
Ella y Ángel se habían encontrado con los cuatro policías de paisano encargados de secundar la misión y habían ido a ataviarse con la indumentaria de los empleados del Metro. A ella le habían dado una bata gris y a Ángel un uniforme azul oscuro de jefe de estación. Organizaron también turnos entre las 6.30 en que se abría la estación y la 1.30 de la madrugada, en que se cerraba.
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