David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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En la calle de Alcalá la noche era oscura y fría, con un asomo de lluvia muy raro en aquellos últimos días de mayo. Bernal resolvió tomar un aperitivo y entró en el bar de Félix Pérez, donde pidió un gin-tónic de Larios. Se puso a hojear el Diario 16 que acababa de comprar al simpático quiosquero de la calle. Casi todo el número estaba dedicado a la formación de las doce coaliciones políticas que se presentarían a las elecciones generales del quince de junio y la primera plana se centraba en el discurso del presidente Suárez, televisado la noche anterior, en que había revelado que saldría a la palestra electoral liderando un partido nuevo, la Unión de Centro Democrático. La declaración le había acarreado un ataque histérico de la extrema derecha y una crítica más suave de la izquierda. Mientras pasaba las páginas, tomaba la bebida y masticaba una aceituna que el dueño del bar le había ofrecido en un cucharón de madera, la mirada de Bernal no se sintió seducida más que por la información de la página central, a propósito de la «banda de las cloacas» francesa, que había perpetrado el robo del siglo en Niza. No tardó en cansarle aquel reportaje sensacionalista y, al marcharse, dejó el periódico en el mostrador. Aún no habría sentado bien a ninguno de sus colegas verle leyendo un periódico tan izquierdista como aquél y, en cualquier caso, encontrándose en las inmediaciones del barrio de Salamanca, corría auténtico peligro de que los guerrilleros de Cristo Rey le atacaran si le viesen con él bajo el brazo.

Cuando dejó Alcalá para entrar en su calle, le sorprendió ver a su mujer, Eugenia, vestida de negro a la campesina, avanzando dificultosamente bajo el peso de una garrafa de vidrio forrada de mimbre, más dos grandes cestas de la compra, acompañada de dos muchachos que no tendrían más de once o doce años. También éstos iban bien cargados, el uno con un gran jamón serrano cruzado sobre los hombros, el otro con un barril de tamaño medio, que en aquel momento descansaba al borde de la acera.

– ¡Eugenia! -exclamó Bernal-. ¿Por qué no avisaste que vendrías hoy? Habría ido a Chamartín a recogerte.

– Luis, gracias a Dios que has venido -se quejó la mujer-. Coge el barril de aceitunas, ¿quieres? Estos dos chicos se ofrecieron a llevarme el resto de los bultos en el apeadero de Recoletos.

– ¿Por qué no tomaste un taxi en Chamartín?

– No había necesidad de tirar el dinero cuando los trenes te dejan casi en la puerta. Dos soldados me ayudaron a cambiar de tren.

Los dos muchachos, sin habla y con la cara encendida a causa del ejercicio, miraron a Eugenia con alivio cuando ésta dijo:

– Ya hemos llegado. Dejadlo en el portal y gracias, muchachos -y a continuación, en un aparte muy audible al marido-: Luis, dales dos duros a cada uno, hazme el favor.

– ¿Dos duros? -estalló Bernal-. ¿Por traerte todo esto desde tan lejos? Eso voy a darles y mucho más -tras rebuscar en la cartera, sacó un billete de cien, mientras Eugenia palidecía de horror-. Andad, chicos, tomad y repartíoslo -dijo imperativo, y luego los muchachos se alejaron con evidente satisfacción.

Luis recordaba que su mujer había estado siempre dotada de una rara cualidad para convencer a los extraños de que le hicieran los favores más asombrosos; sin duda un efecto de la implacable autoridad que irradiaban sus ojos, así como de la aparente impotencia de su persona toda, se dijo el hombre. Sólo ella se habría atrevido a soportar sola un viaje de once horas de tren, durante el que había tenido que hacer dos transbordos, y cargada con equipaje suficiente para despertar las quejas de un dromedario saharaui.

– Bueno, Luis -dijo por fin la mujer, con cara satisfecha, mientras el marido la ayudaba a trasladar los bultos al ascensor-. He traído todo lo que he podido. Un jamón serrano entero, un barril de aceitunas, una garrafa de ese tinto que te gusta, un queso manchego y dos ristras de chorizos. ¡Imagínate lo que nos ahorramos en comida! ¿Has tenido mucho trabajo mientras he estado fuera? ¿Y has llevado a Diego a misa con puntualidad?

– Diego está muy ocupado con los estudios, Geñita -Luis estimó más prudente no hablar de las correrías nocturnas del hijo, que el padre fingía no conocer-. Y a mí me han encargado de un caso muy raro y difícil.

Mientras subían en el antiguo ascensor hidráulico, de cabina de caoba pulimentada con espejo de cuerpo entero al fondo y puertas plegables con manija de latón, Bernal observó la altanera nariz aquilina y los penetrantes ojos castaños de Eugenia, y se preguntó una vez más cómo se habría podido sentir atraído por ella, muchos años atrás, en el pueblo natal de la mujer.

Aunque de inexperto cadete de la Guardia Civil ni en sueños se habría imaginado analizar sus sentimientos hacia ella, estaba seguro de que en aquella remota fecha no había habido amor entre ambos en el sentido más corriente. Ella había sido como una potra salvaje en espera de que la domen y él se daba cuenta ahora de que lo que más había deseado era subyugarla, amoldarla a sus costumbres, a las costumbres de la ciudad. Era una pueblerina a carta cabal. El padre de ella, minifundista modesto, había considerado a Bernal por debajo de él socialmente, a pesar del prometedor comienzo en la Guardia Civil del futuro comisario. Y era verdad. Él había sido el tercer hijo de un guardia de asalto durante la República que había muerto en 1936, en el curso de un alboroto callejero. Luis nunca había preguntado a Eugenia qué le había atraído de él; imposible que hubiera sido su aspecto, puesto que era bajito e incluso a los veintitantos años ya había manifestado cierta tendencia a ser panzudo; sus primeros conatos de dejarse bigote tenían que haber sido cómicos; quizás hubiera sido el relativo refinamiento del hombre de ciudad, del hombre de la capital que ella no había visto nunca.

¡Qué desilusión había sufrido Bernal en la noche de bodas! El fuego de los ojos femeninos que él tomara por sensual había resultado que tenía a Dios por objeto. Entonces se daba cuenta del error cometido en la época de noviazgo al creer que la asidua observancia religiosa de Eugenia había sido solamente el resultado natural de la influencia familiar y ambiental en una muchachita de su edad. Ahora estaba claro que sus devociones constituían la gran pasión que realmente la consumía, y que la seguía consumiendo. Aunque cumplía con sus deberes conyugales y domésticos, lo hacía sin entusiasmo, con la cabeza puesta en cosas superiores. Le había dado dos hijos, pero no había manifestado ni la menor sombra de placer en las relaciones sexuales, muy espaciadas y breves, ni, según sospechaba, demasiada afición a los vínculos maternos con su prole. En primer lugar, no había acabado nunca de adaptarse a la vida de Madrid y lo que hacía en realidad era reproducir aquí los usos y costumbres de la casa rural de su madre. Era una mística moderna que vivía sus contactos diarios con los demás seres humanos de forma negligente.

Cuando llegaron al viejo piso de la última planta, Eugenia comenzó a hacer comentarios desagradables acerca del polvo que el marido y el hijo habían dejado acumular, y contempló con resignación el montón de platos sucios de la cocina.

– Te prepararé la cena en cuanto limpie esto, Luis, pero antes tengo que rezar un poco.

La mujer desapareció al instante tras el gran aparador del comedor y Luis alcanzó a oírla trastear con los enchufes de las velas eléctricas y luces de colores que adornaban una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, delante de la que solía rezar a intervalos regulares.

ATOCHA

El martes 31 de mayo Bernal recibió una urgente llamada de la DGS a las 8.10 de la mañana. El inspector Martín, de la comisaría del Retiro, quería que fuera inmediatamente a la estación metropolitana de Atocha. Bernal telefoneó al despacho y dejó aviso de que Navarro se encontrase allí con él. Intrigado y lleno de presentimientos, dijo a Eugenia que no tenía tiempo de tomar el desayuno, que, en cualquier caso, consistía, como siempre, en pan duro frito en aceite y un sucedáneo de café hecho de achicoria y bellotas. Tuvo suerte y encontró un taxi que acababa de quedar vacío ante la iglesia de San Manuel y San Benito.

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