David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Mientras el vehículo se abría paso entre el tráfico matutino de la plaza de la Independencia y Alfonso XIII, Bernal volvió a considerar los hechos que jalonaban el caso del Metro. Estaba claro ya que sólo una persona era responsable de los dos maniquíes, ya que Varga le había llamado la noche anterior para decirle que la sangre de las bolsas de plástico introducidas en la boca de los maniquíes y en la boca de la chica asesinada era del grupo B negativo, y que las tres muestras coincidían por completo en cuanto a los factores MN y Hr. De modo que toda procedía de la misma persona, casi litro y medio, y esta persona no podía ser la chica asesinada después del casual hallazgo de los maniquíes y, además, con un grupo sanguíneo diferente: O positivo.

¿De quién era aquella sangre? Esto era lo que le intrigaba. No era probable que se hubiera tomado de un banco de sangre, primero porque no contenía plasma de más y segundo porque no era normal que el mismo donante ofreciera más de un litro de una vez. Sin embargo, la «huella sanguínea» decía que toda procedía de una misma persona, joven y sana y con anticuerpos contra las enfermedades normales de la infancia y la adolescencia. Bernal comenzaba a intuir rápidamente que estaba enfrentándose a un maníaco capaz de cometer una serie de crímenes. ¿Con qué objeto, dentro incluso del cuadro psicopático del criminal, habría éste dejado el cadáver y los maniquíes en el Metro? ¿Tal vez para sembrar el pánico público, aunque también para algo más? ¿Tendría el responsable alguna fantasía perversa relativa a cadáveres en el Metro que sangrasen por la boca?

Bernal dijo al taxista que tomase un atajo por la calle del Doctor Velasco, junto al Ministerio de Agricultura, y que se detuviese en la esquina, ante la estación de Atocha. Ya en el paseo de la Infanta Isabel, pasó a la anciana que vendía cacahuetes y dulces envueltos en brillantes papeles de colores, y que acababa de disponer las mercancías en una pequeña trabanca; y al ciego vendedor de «iguales» que en aquel momento colocaba las tiras de cupones en el escaparate de su quiosco. Cuando llegó a la boca del Metro, vio a dos policías uniformados de gris, puestos allí para impedir que los indignados usuarios entraran en la estación. Bernal les enseñó la chapa y bajó a toda velocidad las escaleras hasta llegar al vestíbulo, donde una taquillera de aspecto agradable y de cara muy pálida estaba ante la puerta de la taquilla.

– Hay una mujer muerta allí -dijo-, en el andén de la línea descendiente.

– Soy el comisario Bernal. ¿De qué andén se trata?

– El que hay delante mismo de la taquilla, en línea recta, el de dirección Portazgo.

Bernal echó una ojeada a las paredes, llenas de carteles de propaganda política, sobre todo de la izquierda, ya que era aquél un barrio popular, y se detuvo un momento ante una pintada de grandes letras rojas que decía: «Los obreros estamos hasta los cojones de que nos suban los precios».

El inspector Martín le esperaba al pie de la escalera que llevaba al andén.

– Hubo un estallido de pánico en el tren, comisario. Y los viajeros nos lo han revuelto todo. Se descubrió el cadáver de una joven en un tren en dirección Portazgo antes de llegar a esta estación y las mujeres se pusieron a gritar de lo lindo al ver la sangre que le salía de la boca. Cuando el tren se detuvo, todos corrieron como locos a las puertas. Un obrero, que había levantado el cadáver caído, lo trasladó al andén y luego fue a avisar al jefe de estación. Mientras, claro, las puertas se cerraron y el tren se marchó. El jefe de estación llamó a la estación siguiente, Menéndez Pelayo, e hizo que detuvieran el tren. Quedó fuera de servicio y ahora está en la terminal de Portazgo. Llamé a algunos de mis números para que contuviesen al gentío del andén y lo condujesen a la boca principal. Como habrá visto, hemos cerrado esta entrada.

– Hace tres días hubo un homicidio muy parecido a éste en la estación de Antón Martín. Fue el inspector Arévalo quien nos llamó entonces. ¿Has telefoneado al doctor Peláez?

– Ya está en camino, lo mismo que el juez de guardia. Hace falta su autorización para trasladar el cadáver.

– Lástima que ya lo haya tocado el obrero. ¿Está aún aquí este hombre?

– Sí, lo tengo en la oficina del jefe de estación para interrogarle.

Peláez llegó en aquel momento y miró a Bernal con sus inquisitivos ojos, llenos de interés y grotescamente dilatados por los gruesos cristales de las gafas.

– ¡Otro, Luis! Y en la puerta de mi despacho, además. Ni siquiera nos hace falta ambulancia. Los ayudantes pueden llevarla al otro extremo del andén y subirla por la calle Drumen a mi laboratorio -se arrodilló junto a la joven y dio comienzo al examen preliminar-. Mmm, aún está bastante caliente. Señales de aguja en el brazo izquierdo. Le han inyectado algo -le alzó los párpados con cuidado-. Dilatación de pupilas que comienza a entrar en la relajación post mortem : barbitúricos, anfetamina o cocaína, lo más probable. Tendré que enviar muestras de la sangre, tejidos y órganos al toxicólogo -sacó un termómetro y tomó la temperatura del cadáver en la axila izquierda-. No las tengo todas conmigo, Luis, y hay aquí demasiado público para introducírselo en el recto. Sin embargo, me he hecho ya una idea aproximada. Sí… lleva muerta sólo una hora más o menos. No se ven señales de violencia. Luego la observaré con mayor atención -sacó unas pinzas del maletín y las introdujo entre los labios ensangrentados y los dientes-. ¡Ajá! ¡Me lo figuraba! Una bolsa de plástico como las otras. Y la sangre no es de la chica. Luis, éste es un juego muy extraño, ¿verdad?

Llegó el juez de instrucción que estaba de guardia y tras discutir el caso con Bernal, Martín y Peláez, autorizó el traslado del cadáver al Instituto Anatómico Forense, sito en la cercana calle Santa Isabel. Martín tiró de la manga de Bernal y señaló a las dos personas que se acercaban por el andén.

– Son periodistas, comisario. ¿Cómo se habrán enterado tan pronto?

Bernal saludó a uno de los reporteros, al que conocía de vista.

– ¿Cómo se han enterado ustedes?

– Recibimos una llamada anónima hace media hora, comisario. Una voz masculina y ronca, según la telefonista. ¿De qué se trata?

– Una muchacha a quien se encontró muerta en un tren -dijo Bernal.

– Y mucha sangre, ¿no? ¿Podría sacar fotos el fotógrafo?

Bernal consideró la conveniencia de aquello.

– Bueno, pero rápido. Vamos a trasladar el cadáver al laboratorio dentro de nada.

Si se había avisado a la prensa de manera anónima, acaso por boca del asesino, pensó que era absurdo, dado el reciente clima político, impedir la publicación de la noticia. Pero resolvió no dar espontáneamente ninguna información relativa al primer caso o a los maniquíes, a fin de que no se convirtiera en una historia sensacionalista. Porque tal vez era precisamente esto lo que el asesino pretendía.

– Tuvo que ser una chica guapa -dijo el periodista-. De veintitantos años, ¿no? Parece que el rubio del pelo es teñido -miraba con compasión el cuerpecillo enfundado en el arrugado vestido rojo-. ¿Qué haría para merecer esto? ¿Cómo murió? ¿La apuñalaron? -terminó señalando la sangre que manchaba las ropas y parte del suelo.

– Aún no lo sabemos con certeza -dijo Bernal, apartando los ojos del espectáculo-. El doctor Peláez no tardará en hacerle la autopsia.

Los cegadores relámpagos de la cámara del fotógrafo añadieron un toque de irrealidad a la escena y los viajeros conducidos por los tres policías hacia el otro extremo del andén miraban con estupor.

El inspector Navarro llegó poco después con el fotógrafo de la policía. Éste miró con ira profesional a los periodistas que se le habían adelantado y tomó las fotos reglamentarias para el juez. Luego, la melancólica procesión de ayudantes, patólogo, juez y periodistas partió hacia la salida del fondo en medio de los silenciosos usuarios del Metro. El personal de la estación vertió arena en las manchas de sangre y se reanudó el servicio de la Línea 1.

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