David Serafín - Incidente en la Bahía

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El comisario Bernal, de la Policía Judicial madrileña, y su beata esposa Eugenia están pasando la Semana Santa en Cádiz, donde ella medita sobre el divorcio que le ha solicitado su marido al tiempo que hace ejercicios espirituales en un convento. Aunque su visita a Cádiz obedece a motivos personales, Bernal se ve obligado a intervenir en la investigación policial a que da lugar el hallazgo del cadáver de un submarinista en unas redes de pesca. Pero si el submarinista no se ha ahogado -cosa que demuestra la autopsia-, ¿cómo se produjo su muerte? ¿Quién lo mató? ¿Y qué estaba haciendo en aquella estratégica zona de la bahía compartida por españoles y norteamericanos…? Las originales tramas de David Serafín, sus vividas descripciones de la idiosincrasia española y su meticulosa exposición de los métodos policiales y forenses le han valido el aplauso unánime de crítica y público, ejemplificado en la popularidad del protagonista de la serie: el comisario Bernal.

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David Serafín Incidente en la Bahía Comisario Bernal 04 Título original THE - фото 1

David Serafín

Incidente en la Bahía

Comisario Bernal 04

Título original: THE BODY IN CADIZ BAY

Traducción de Antonio Samons

A José Antonio y Loli,

agradeciéndoles su hospitalidad

en San Fernando (Cádiz).

Los personajes que aparecen en esta novela son enteramente imaginarios, si bien sus actos, asimismo ficticios, tienen por marco hechos reales ocurridos en Cádiz en abril de 1982.

D. S.

Nobly, nobly, Cape Saint Vincent to the North-west died away;

Sunset ran, one glorious blood-red, reeking into Cadiz Bay;

Bluish mid the burning water, full in face Trafalgar lay;

In the dimmest North-east distance dawned Gibraltar grand and gray. *

Robert Browning, Home Thoughts from the Sea

2 DE ABRIL, VIERNES

Al socaire de la Batería de la Candelaria, el antiguo emplazamiento artillero situado en el extremo más septentrional de la ciudad de los tres mil años, dos marineros de la base naval de La Carraca, de permiso en tierra, llevaban un rato tratando de encender su mataquintos. Cuando uno de ellos consiguió por fin que la llama prendiera en el pitillo que, un tanto deforme, se deshebraba por la punta, se lo pasó a su compañero, hecho lo cual la atención de ambos volvió a centrarse, aunque sin mucho método, en la hilera de pacientes pescadores encaramados en una cornisilla rociada por la espuma de las olas, unos quince metros más abajo. El murallón que se elevaba abruptamente desde los bajos escollos protegía a Cádiz del recio flujo y reflujo de las mareas, producto del choque del Atlántico con las aguas más tranquilas que colaba el Mediterráneo por el lado norte del Estrecho.

– Pues, que yo vea, no han pescado maldita la cosa en toda la tarde, Pepe -dijo el más alto de ambos marineros.

– Bastante me sorprendería, con el levante que tenemos. Siempre trae mal tiempo a la bahía, y a veces dura días enteros -masculló Pepe, que hablaba con el cerrado acento de la región, lleno de consonantes aspiradas.

– Esperemos que el viento cambie para la Semana Santa -dijo su acompañante, dando una chupada al cigarrillo, todavía a medio encender.

– Como no vire al sudoeste -dijo el gaditano, bajo y moreno-, no habrá quien tome el sol en la playa de la Victoria.

– Y qué más da -replicó su compañero de a bordo, que era de La Coruña y no contaba con baños de sol a principios de abril-. Habrá que contentarse con la discoteca del puerto.

Según iban por la cima del rompeolas hacia el parque Genovés, Pepe hizo un nuevo alto y, señalando con la mano el centro de la ancha bahía, a esa hora teñida de rojo vivo por el sol poniente, observó:

– Parece que aquellas dos barcas están en apuros. Como si las redes se les hubieran enganchado entre los escollos.

Formando visera con la mano, a fin de protegerse los ojos del resol, Pepe fijó su experta mirada de navegante en la escena que se desarrollaba dos kilómetros más allá, hacia el nornoroeste, por el lado de Rota.

– Esas rocas son Los Cochinos y Las Puercas, un peligro del infierno para los barcos que entran a puerto. Pero no me parece a mí que esas barcas corran peligro -dijo. Y advirtiendo una mancha más oscura que el rojo de las aguas, entre los famosos escollos, agregó-: Lo que ocurre es que traen las redes a reventar. Por eso vocean y se hacen señas.

Los pescadores de la estrecha cornisa también accionaban vivamente, atentos, con súbito entusiasmo, al manchón que el otro había señalado. A favor de la fuerte brisa de levante, las dos pesqueras estaban maniobrando para acercar la larga jábega tendida entre ambas, aunque sin tratar de embarcarla, mientras avanzaban rumbo al oeste, hacia la punta de Santa Catalina.

– Para mí que intentan atracar en La Caleta, detrás del Castillo -opinó Pepe-. Con el viento en contra, la dársena pesquera no les conviene. Vamos a acercarnos a ver qué traen.

Mucho antes de que las dos barcas hubieran rodeado la punta, el gallego y el gaditano, dejando atrás el hotel Atlántico y atajando por la avenida del Duque de Nájera, habían alcanzado la playita de La Caleta, con sus destartalados baños de principios de siglo alzándose, desiertos, sobre podridos pilares de madera, en medio de la marea alta.

Entretanto, un tropel de gente congregado junto al castillo de Santa Catalina señalaba hacia la bahía. De pronto, y cuando los dos marineros empezaban ya a cansarse de la larga espera, las dos embarcaciones, que sus sudorosos y exaltados tripulantes seguían manteniendo separadas a una distancia de unos diez metros, entraron en la pequeña ensenada en forma de U y, arrastrando tras de sí la hinchada jábega cabeceante, enfilaron entre las olas hacia la playa. Seguidamente, tan pronto como se abrió la amplia red, la arena, animada por miles y miles de peces negros y plateados, empezó a bullir de vida. Pepe y su amigo retrocedieron asombrados, y uno de los pescadores de más edad exclamó:

– ¡Nunca habíamos tenido una pesca como ésta! No me explico cómo ha aguantado la red. ¡Es un milagro como el que dicen los curas que hizo Cristo! -Y, a la vista del portentoso espectáculo, se persignó.

Otro de los tripulantes, más joven, saltó a tierra y, dirigiéndose a los dos marineros, gritó:

– ¡Después de esta pesca, podremos pasarnos unos pocos de días sin tocaros el «taco», por lo de la suerte!

– Pero ¿qué demonio traen ahí? -le preguntó a Pepe el gallego.

– Mojarras y herreras casi todo. Sólo que nunca los había visto en una cantidad así. Debe de haber miles de kilos en ese montón.

Mientras el enorme disco solar se hundía, muy a lo lejos, detrás del cabo de San Vicente, la tripulación se aplicó afanosa a cargar el pescado en las banastas en que lo transportaban sobre la cabeza a los camiones que permanecían a la espera. Ante la evidencia de que iba a costarles Dios y ayuda trajinarlo todo antes de que se les viniera encima la noche, los humildes pobladores de las calles próximas se acercaron para echarles una mano y, de paso, beneficiarse en lo que pudieran.

– Anda, Pepe -dijo a su compañero el gallego, aburrido ya de contemplar el ir y venir de los pescadores-, vamos a comernos unas hamburguesas antes de ir a la discoteca.

En ese preciso momento, uno de los ciudadanos que se habían acercado a ayudar voceó:

– ¡Mirad ahí! ¡Si traéis un tiburón en el fondo de la red!

– ¡Mi madre, claro que pesaba! -ponderó el más joven de los pescadores.

– De tiburón, nada: es un atún grande -aseveró uno de los tripulantes de más edad, mientras, retirando el resto del pescado, dejaba a la vista la masa negra y reluciente que yacía sin vida junto a la orilla.

– Nunca había visto un atún todo negro con esa forma -comentó Pepe el gaditano, esforzándose en atisbar sobre la línea de cabezas de los que, cargando recipientes de todas clases, aspiraban a volverse a casa con la cena solucionada.

– ¡Santo Dios, si no es ningún pescado! -exclamó el patrón de una de las barcas, que se había inclinado para echar un vistazo bajo la menguante luz-. ¡Es un submarinista muerto! Y debe de llevar varios días en el agua. Los peces se le han merendado los ojos.

El joven pescador que había hablado antes se dio la vuelta y se puso a vomitar sobre el agua de la orilla.

– Ve a telefonear a la Guardia Civil -le dijo el patrón-. Que avisen a la Comandancia de Marina.

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