David Serafín - Incidente en la Bahía

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Incidente en la Bahía: краткое содержание, описание и аннотация

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El comisario Bernal, de la Policía Judicial madrileña, y su beata esposa Eugenia están pasando la Semana Santa en Cádiz, donde ella medita sobre el divorcio que le ha solicitado su marido al tiempo que hace ejercicios espirituales en un convento. Aunque su visita a Cádiz obedece a motivos personales, Bernal se ve obligado a intervenir en la investigación policial a que da lugar el hallazgo del cadáver de un submarinista en unas redes de pesca. Pero si el submarinista no se ha ahogado -cosa que demuestra la autopsia-, ¿cómo se produjo su muerte? ¿Quién lo mató? ¿Y qué estaba haciendo en aquella estratégica zona de la bahía compartida por españoles y norteamericanos…? Las originales tramas de David Serafín, sus vividas descripciones de la idiosincrasia española y su meticulosa exposición de los métodos policiales y forenses le han valido el aplauso unánime de crítica y público, ejemplificado en la popularidad del protagonista de la serie: el comisario Bernal.

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– Me encargaré de ello. ¿Qué nos aconsejaría usted, comisario, para identificarlo?

– Supongo que ya habrán echado mano de los procedimientos normales: huellas dactilares, dentición, archivo de personas desaparecidas…

Fragela asintió.

– Por ese lado, nada que hacer. No tenía dientes suyos, y la dentadura postiza ha desaparecido.

– Pero eso es muy significativo -comentó-. ¿Por qué motivo habría alguien de hacer inmersión sin ponerse la dentadura? Supongo que Peláez, si consiguen que se ocupe del caso, sacará radiografías de la cavidad bucal y de los senos maxilares. En ocasiones, una enfermedad o una operación previas ayudan a establecer la identidad a base de los expedientes médicos.

– Los peces terminaron por completo con las yemas de los dedos, de modo que no podemos sacar huellas dactilares ni dérmicas.

– Como último recurso, podrían orientarse por un gráfico hemático, por cicatrices o por deformaciones profesionales. ¿Están seguros de que era español?

– No, no tenemos manera de saberlo. A juzgar por la forma de la cabeza, la tez y la constitución, podría ser latino o eslavo.

– Le aconsejo que deje la decisión a Peláez; en cabezas, es un genio.

4 DE ABRIL, DOMINGO

Cuando a la mañana siguiente regresó a la calle de la Concepción para acudir a la cita con su mujer, al comisario Bernal le sorprendió ver una larguísima cola de mujeres, unas jóvenes y otras ya maduras, que en su mayor parte vestían el morado de los penitentes y lucían colgados del cuello escapularios con marco de plata; todas ellas llevaban en la mano una vacía botella de agua. Según se acercaba, no sin cierta aprensión, a la cabecera de la fila, Bernal advirtió que era objeto de atención y comentarios crecientes. Y quedó atónito ante la variedad de los rostros vueltos hacia él: tartesios, fenicios, cartagineses, romanos, bereberes, eslavos…, todas esas razas estaban allí representadas. Los de más llamativa belleza pertenecían a las descendientes de las puellae gaditanae , tan apreciadas en la antigua Roma, de negro pelo que daba marco a un rostro franco, sensual, en forma de pera, con grandes ojos de almendra bajo el arco de altas cejas separados ampliamente por una nariz ancha, chata y respingona, de aletas sensitivas, puesta sobre una boca de labios carnosos, de generosa curva, con dientes menudos y blanquísimos. Pero el auténtico efecto tartesio procedía de la gran copia de adornos personales: una de aquellas atezadas bellezas exhibía largos pendientes de filigrana de oro, dos collares de dientes de tiburón torneados de plata, cinco ajorcas de oro en la muñeca derecha, siete de plata y coral en la izquierda y todo un muestrario de sortijas, dos o tres en cada dedo. La joven mecía lentamente el cuerpo al ritmo de un antiguo tanguillo que tarareaba a la espera de que les dieran acceso al santuario.

La mujer que encabezaba la cola era una rubia alta, de huesos grandes y ojos de color avellana que fulgían tras unas gafas en forma, de mariposa. Mirando de arriba abajo a Bernal con expresión irónica, dijo descarada:

– Se equivoca usted de tienda, señor mío. Esta cola es sólo para las hermanas de la Adoración Diurna.

Las que estaban detrás soltaron la carcajada ante el desconcierto de él, cada vez mayor.

– Me esperan, señora; mi esposa reside aquí temporalmente.

– ¡Que le esperan! -rió la otra estrepitosamente-. ¡Pues póngase en la cola, con todas las que bien quisiéramos estar esperando…!

Compartiendo su hilaridad, las demás mujeres de la cola blandieron sus botellas ante el comisario.

– ¿Me permite llamar? -se dirigió Bernal a la alta, que hablaba con marcado acento catalán.

– ¡Llame cuanto quiera! Pero no dejarán entrar a nadie hasta la marea alta, cuando brote el agua de la roca, así lo esperamos. Pero que quede claro quién ha usado el timbre, ¿eh? Porque, si no, sor Serena me echará a mí la culpa, por impaciente.

Más perplejo que nunca después de esa conversación, Bernal tiró del llamador, habiendo convenido en reconocer, cuando abriesen, que era él quien lo había utilizado. Las de la cola tendieron el oído a la espera del lejano tintineo.

– Suerte tendrá si le dejan entrar -dijo la catalana-. Sería el primer hombre que veo poner los pies en el convento durante la Adoración Diurna.

Se abrió el postigo del portón y apareció una monja que, asomándose, exclamó malhumorada:

– Y ahora ¿quién es la impaciente? El flujo no ha empezado todavía -pero en ese momento reconoció a Bernal, de su visita de la víspera-. Ah, es usted, comisario. Tenga la bondad de entrar. Su esposa está ocupada con los arreglos de la procesión, pero confío que encontrará unos minutos para atenderle.

En el anchuroso claustro Bernal vio a dos obispos charlando con un oficial del ejército. No dieron la impresión de reparar en él según seguía por la arcada que llevaba al patio trasero. Llegado allí, advirtió que el paso de la Entrada en Jerusalén estaba ya listo para los actos del día, si bien no se veía por allí a ninguno de los costaleros que debían transportarlo.

En tanto cruzaban frente a las hornacinas de los sospechosos santos, aprovechó para preguntar a sor Serena acerca de la cola que había encontrado formada a la puerta.

– Son mujeres que vienen casi a diario para la Adoración Diurna en la Santa Cueva, que está debajo del altar mayor. A menudo el manantial sagrado da agua dulce con la marea alta, aunque a veces sólo un hilillo.

– Pero esa agua ¿tiene propiedades especiales, hermana?

– ¡Desde luego! Por eso acuden tantas mujeres. Si tienen fe, el agua les ayuda a concebir, incluso después de muchos años de esterilidad.

Bernal comprendió entonces los comentarios de las que esperaban en la calle.

– Es la primera noticia que tengo de ese manantial, ni sabía que Cádiz tuviese agua dulce propia. ¿Hace mucho que se conocen las propiedades de esas aguas?

– Eso tendrá que preguntárselo al obispo Sanandrés. Hizo muchas investigaciones históricas antes de que la orden comprase esta casa, y a él se deben las excavaciones y el descubrimiento de la Santa Cueva. A lo mejor le gustaría a usted visitarla antes de marcharse.

– Ya lo creo. Es un asunto apasionante.

– Mucho más que apasionante, comisario -replicó sor Serena en tono de censura-. Es milagroso. ¿Sabía usted que el obispo Sanandrés está estigmatizado? -concluyó, persignándose al pronunciar la última palabra.

– No, no lo sabía -repuso Bernal mientras se preguntaba en qué clase de convento se había metido su mujer-. ¿Está el obispo de la diócesis al tanto de todo esto?

– Nunca nos visita, comisario. Pero no hay duda de que el obispo será beatificado, y hasta es posible que algún día le canonicen. Es un hombre maravilloso, con poderes enormes.

La monja le introdujo en el locutorio, de donde salió diciendo que iba en busca de su esposa. Sentado en una incomodísima silla de respaldo recto, Bernal se dedicó a mirar con disgusto las catorce escenas decimonónicas del viacrucis, de colodrillo chillón, que adornaban las parees enjalbegadas. Pensó en la portentosa facultad de Eugenia de situarse, en cuanto se planteaba una discusión matrimonial, en el terreno más ventajoso. ¿Cómo podía él defender en aquel ambiente su propuesta de divorcio? Le hubiera gustado tener el coraje de encender un Káiser, cruzar los pies sobre la mesa y decirles al obispo Sanandrés y a sor Serena que se fueran a freír espárragos.

Al ver entrar a Eugenia en el locutorio vestida aún con el hábito castaño de novicia, tuvo una súbita inspiración.

– Siento volver a interrumpirte, Geñita, cuando se te ve tan ocupada todavía con los preparativos.

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