David Serafín - Golpe de Reyes
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David Serafín
Golpe de Reyes
Comisario Bernal 03
Título original: CHRISTMAS RISING
Traducción de Antonio-Prometeo Moya
A Mariano Santiago Luque,
tan conocedor, por participación directa,
de lo acontecido en España en estos últimos
cincuenta años,
con todo afecto,
El Autor
La historia no es más que un retablo de crímenes y desdichas.
Voltaire, El ingenuo, cap. X
NOTA DEL AUTOR
Salvo dos personajes, los demás que aparecen en esta novela son ficticios y no intentan parecerse a ninguna persona verdadera, ni viva ni muerta, si bien la acción se sitúa en la nueva España democrática alrededor de las fiestas navideñas de 1981. Espero, con mis mejores deseos, que estas dos únicas personas reales que hacen una breve aparición en las presentes páginas, si alguna vez las leen, no estimen demasiado inverosímiles las palabras y los actos que les atribuyo.
D. S.
Madrid, abril de 1982
Domingo Primero de Adviento
El viento cortante que soplaba en los picachos de la Sierra de Guadarrama sacudía con fuerza la capucha forrada de piel del chaquetón de los celadores de línea que se afanaban por reparar el grueso cable eléctrico, cubierto de una capa de hielo. El más joven, Julio Prat, escaló hasta media altura la torre de conducción de estructura acerada; las botas de suela recauchutada y los guantes aislantes se le adherían al frío metal de manera molesta. Allí soltó un tramo del cable más fino con que se izaría la línea de alta tensión una vez que se hubiese hecho la soldadura y los empalmes pertinentes.
Mucho más abajo percibía, de manera ocasional, por entre los copos arremolinados, el tejado del palacio real de La Granja emblanquecido por la nieve, y más allá aún las ventanas iluminadas de las casas de San Ildefonso. La primera ventisca del invierno amordazaba todavía los pálidos rayos del amanecer y los pensamientos de Prat se recrearon con avidez en la perspectiva del café caliente con coñac que iban a tomar en el pueblo en cuanto se reparase aquel fallo del fluido eléctrico. Cuando hubo pasado el alambre por la polea que había colocado encima de los aisladores principales, gritó al capataz:
– ¡Vamos, tira! ¡Rápido, antes de que se congele la polea!
El capataz hizo un gesto de comprensión y mandó a los otros cuatro que se pusiesen a tirar del cable.
Después de un trajín de cuarenta minutos a una temperatura de ocho o nueve grados bajo cero, terminaron la reparación, y Julio Prat, que fue el último en bajar de la torre, advirtió las exageradas quemaduras que había en las planchas de acero; cuando un hueco abierto entre los densos nubarrones dio paso a una momentánea claridad, entrevió allá abajo, en la cuesta, un manchón negro que la violencia del viento había dejado al descubierto en medio del polvo de nieve y que se le antojó tenía forma de cruz transversal. Mientras sus compañeros subían al jeep y se daban con los brazos en el pecho en un esfuerzo inútil por entrar en calor, Prat tuvo de pronto ganas de orinar. Bajó unos metros por la pendiente para protegerse del viento y mientras se quitaba el grueso guante de la mano derecha, oyó que los compañeros le gritaban:
– ¡A ver si se te hiela y se te cae!
– ¡Tíranos un par de pelotitas de nieve, macho!
Hallándose cerca del manchón observado en la nieve, Prat se quedó intrigado por algo que sobresalía de la parte superior del mismo; y tras vaciar la vejiga con cierto esfuerzo, salvó un montículo de nieve a fin de ver mejor el objeto misterioso. El capataz, que estaba acelerando el motor del jeep, le oyó gritar en aquel momento:
– ¡Jefe, ven a ver esto! ¡He encontrado un cadáver quemado!
El capataz bajó la cuesta a regañadientes y los dos se quedaron mirando con asombro el cadáver totalmente carbonizado tumbado de espaldas sobre lo que parecía una armazón de madera chamuscada. Lo que más les llamó la atención fue la posición pugilística del cadáver, que tenía los puños en guardia como si hubiera querido defenderse de un atacante.
A una hora más avanzada de aquella mañana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste, en el mismo centro de la capital, al comisario Bernal le despertó de un intranquilo sueño el animado parloteo de voces femeninas. Se volvió para quedar tendido boca arriba y procuró despegar los párpados, pero los multicolores y cambiantes reflejos del sol en el ajado papel de la pared y en el agrietado techo del dormitorio no tardaron en deslumbrarle. Cerró otra vez los ojos y lanzó un gruñido, aunque, alertada su curiosidad, se frotó los ojos y echó un vistazo a través de las rendijas de las contraventanas. Percatado ya de que era el único ocupante de aquella cama de deforme colchón relleno de borra, le pareció reconocer el timbre grave de la voz de su mujer, Eugenia, que se encontraba en la azotea, al otro lado del hondo patio de vecinos.
Bernal busco el reloj en la silla rota que había junto a la cama y comprobó que sólo eran las ocho y diez. El sol tenía que haber salido hacía un momento. ¿Qué diantres hacía Eugenia en la azotea de la comunidad a aquella hora del domingo por la mañana? ¿Sería la portera quien estaba con ella? Consiguió ponerse el reloj de pulsera y acto seguido sus torpes manos, medio dormidas todavía, tropezaron con un sobre, que fue a parar al suelo de baldosas. Lo recogió y al ver el membrete azul al dorso que decía Real Casa, así como el imponente escudo, recordó el singular contenido de la misiva: «El secretario particular de Su Majestad se sentiría muy honrado si el comisario Bernal tuviera a bien visitarle en el palacio de la Zarzuela el domingo 29 de noviembre a las 11.05 de la mañana.» Se había añadido a tinta una extensión telefónica a la que podía llamar. Luis se había quedado muy confundido a la vista de aquella nota que un mensajero especial dejara en su casa durante la tarde anterior, mientras él se encontraba por casualidad en el teatro de La Latina. En principio no había dado aún ninguna respuesta, pero pensaba hacerlo en cuanto fuera probable que el secretario del Rey se hubiese levantado. Lo que le desconcertaba era el día elegido para una cita tan insólita: era rarísimo que en un domingo se resolvieran asuntos oficiales, a no ser que éstos fueran de extrema gravedad. Idéntico sentimiento le suscitaba la hora propuesta, las once y cinco. ¿Por qué aquella precisión tan meticulosa? Lo máximo que podía deducir de todo aquello era lo siguiente: la misa se celebraba a las nueve o a las once, de modo que probablemente casi todos los habitantes de la casa real estarían en la iglesia a la última de las horas mencionadas; de ello infirió que la cita en cuestión se había planeado para que fuera lo más discreta posible. No estaba en situación, sin embargo, de adivinar para qué se le citaba; y nada al respecto le había dicho ninguno de sus superiores del Ministerio del Interior.
– ¡Luis! -gritó Eugenia desde el otro lado del patio de vecinos, interrumpiéndole en sus cavilaciones-. Ya veo que te has levantado. Vístete y ven a echarnos una mano. Nosotras solas no podemos con todas estas cosas tan pesadas.
Luis se agachó, apartándose del alféizar y de la vista de su mujer, y se calzó las zapatillas. Al salir al frío pasillo de baldosas se arrebujó en la bata de lana que se había puesto sobre los hombros. En el cuarto de baño, cuya ventana había dejado Eugenia abierta de par en par, se puso a tiritar a consecuencia del aire helado que allí imperaba; y esquivando una estropeada planta de Ficus elastica que había en una maceta dentro del resquebrajado bidet, exclamó:
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