David Serafín - Golpe de Reyes
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– ¿Sabes si esta mañana han avisado a la Guardia Civil? -preguntó Bernal.
– Creo que aún no. Yo sigo en el despacho del gerente y puedo preguntarle.
– Dile que se ponga si es posible. Es conveniente que llevemos este asunto sin que haya interferencias ajenas desde el comienzo.
Tras una breve conversación con el gerente de la compañía, Bernal le aseguró que él se responsabilizaba de todo y le pidió llamara por radio a los celadores de línea y les dijera que le esperasen en San Ildefonso.
– Las cosas van más rápidas de lo que pensaba, Paco -comentó Bernal-. Di a Varga que prepare a su personal técnico para que venga conmigo.
– ¿Llamo al doctor Peláez, jefe? Seguramente te será más útil que los médicos del lugar.
– Tienes toda la razón. Bien, convócalos a todos: al patólogo, al fotógrafo, los que hagan falta. Además, supongo que habrá nieve allí arriba. Han dicho que el punto exacto está por encima del palacio de La Granja, cerca de ese embalse que los lugareños llaman el Mar. Búscanos ropa adecuada y cadenas para los vehículos.
Poco después de mediodía, la pequeña expedición compuesta por el imponente Seat 134 negro que llevaba a Bernal, al doctor Peláez y a Miranda, y el Range Rover último modelo que transportaba a Varga y su personal técnico, salió de la ciudad por la autopista A-6. Al cabo de media hora dejaban atrás el novísimo Casino de Madrid, que se había inaugurado en octubre con gran aparato publicitario. Bernal no dejaba de asombrarse de aquel frenesí de sus compatriotas por el juego, que treinta y seis años de franquismo habían querido refrenar. Creía saber que solamente en Madrid había más de trescientas salas de bingo y había leído en El País que Hacienda, en el último ejercicio financiero, había tenido más ingresos, por vez primera en la historia de España, con sus impuestos del veinte por ciento sobre los bingos que con la lotería nacional.
– Esto parece ya Las Vegas -comentó sombríamente al tiempo que dirigía un gesto de desaprobación hacia el vistoso edificio, desprovisto de ventanas.
– Qué más quisiéramos, jefe -replicó su colega, echándose a reír-. Mi mujer me obligó a traerla aquí para celebrar su cumpleaños, según ella sólo para ver qué aspecto tenía. Le di cinco mil pesetas para que apostara, y al cabo de una hora en la ruleta americana me volvió con más de cien mil mientras yo perdía sin parar en el blackjack. Y quiere que con las ganancias compremos un coche más grande.
A medida que los vehículos se adentraban en la sierra, el cielo se oscurecía a consecuencia de la nevada y pasaron con gran dificultad los últimos diez kilómetros que les faltaban hasta San Ildefonso, que presentaba una imagen alpina gracias, en particular, al grueso cedro del Líbano -cuyas ramas comenzaban a resentirse bajo la espesa capa blanca- que se alzaba de manera imponente ante el palacio real, sito al extremo de la calle principal del pueblo.
Encontraron a los celadores de línea de la compañía eléctrica cómodamente instalados en el único restaurante que permanecía abierto en el lugar durante los meses de invierno y dispuestos a engullir una enorme fabada preparada con las grandes judías blancas por las que La Granja era célebre. Bernal instó a sus hombres a que comieran antes de emprender el difícil ascenso hasta «el Mar», si bien les rogó no se demorasen demasiado porque el tiempo empeoraba y el crepúsculo se les echaba encima. Tras pedir para sí nada más que una tortilla francesa, pues estimaba que cualquier otra cosa perjudicaría su inestable duodeno, olisqueó con envidia el aroma del recio plato que devoraban con fruición el capataz y el encargado de zona.
Bebió un poco de cerveza Mahou y les preguntó acerca de la ruptura del cable eléctrico.
– ¿Creen ustedes que fue accidental o que se hizo adrede?
– Pues mire usted, comisario, al principio pensamos que lo había originado la ventisca -replicó el encargado de zona-, o un rayo, porque estas cosas son normales en estas condiciones.
– ¿Había señales de que hubiera sido un rayo? -preguntó Bernal al capataz.
– Sí señor, las había. Los travesaños metálicos de la torre de conducción parecen haberse fundido un poco por efecto de una alta temperatura; también están las típicas gotas del metal, aunque yo las he visto provocadas por un cable de alta tensión cuando cae y conecta con tierra por mediación del poste metálico. Comprenderá usted que es casi imposible distinguir entre estas dos clases de quemadura.
– Pero ¿no advirtió usted nada que sugiriese que la ruptura del cable había tenido una causa intencionada? -insistió Bernal-. A fin de cuentas, los restos de la persona que se encontró allí ya indican que ésta no subió al lugar para nada inocente. ¿Para qué otra cosa estaría en aquel sitio y en tales condiciones?
– Yo no vi nada, aunque lo más probable es que el cortocircuito haya borrado todo rastro.
– ¿No vio ninguna huella de vehículo en la nieve? -prosiguió Bernal-. Resulta muy poco normal que el individuo subiera andando, en medio de una ventisca, por voluntad propia. Siempre cabe la posibilidad de que hubiera un cómplice que, al ver que las cosas salían mal, se marchase con el vehículo.
– Nadie vio ninguna huella de vehículo, comisario; además, caía mucha nieve cuando llegamos y, de haberlas, ya las habría cubierto.
– ¿Está usted seguro de que no le falta ningún celador de línea? -preguntó Bernal al encargado de zona-. ¿No podría ser de uno de sus trabajadores el cadáver carbonizado?
– Ya hemos hecho una comprobación en ese sentido, comisario, y no falta nadie. El personal del helicóptero no localizó el punto de ruptura hasta casi las cinco de la tarde de ayer, y el de hoy es el único equipo que he enviado por tierra.
– Tendremos que hacer entonces una comprobación entre los lugareños -dijo Bernal-; es posible que algún jardinero de palacio, o un pastor, fuera allí por algún motivo.
A las dos de la tarde, Bernal, el doctor Peláez y Miranda subían al Range Rover con el personal técnico de Varga mientras el jeep de los celadores de línea abría la marcha por el espectral paisaje a través del cual se llegaba a las puertas de palacio. Se detuvieron un momento para que Bernal cambiase unas palabras con el administrador de palacio, al que enseñó la autorización del Rey. A continuación, avanzaron por el parque hasta la parte trasera de aquella mole arquitectónica del siglo dieciocho y tomaron un camino lateral para ascender la empinada cuesta. La nieve había cesado de caer y los débiles rayos del sol invernal iluminaron el extraordinario panorama de los geométricos jardines versallescos, adornados con estatuas clásicas y muchas fuentes complejas cuyos plomizos centros, pintados, se hallaban blanqueados por la ventisca. Bernal recordaba haber leído la cáustica observación de Felipe V cuando, al volver a su palacio favorito, tras una larga ausencia, y después de haber inspeccionado los prodigiosos juegos de agua, de los más hermosos de Europa, instalados allí por orden de su segunda mujer, Isabel Farnesio, para darle una sorpresa, dijo el monarca: «Me han costado treinta millones y me han entretenido tres minutos.»
Una vez rebasada la cima de la primera montaña, los vehículos, provistos de cadenas, llegaron a la orilla del helado embalse y a la hilera de pequeños postes eléctricos que se erguían más allá, invisibles desde palacio. El jeep se detuvo junto a las manchas oscuras que había más abajo del lugar en que se había reparado el cable y todos se cerraron las cremalleras de la indumentaria protectora contra el frío antes de pisar la nieve.
– Éste es el sitio, comisario -exclamó el más joven de los celadores de línea, Julio Prat-. Aquí es donde vi el cadáver.
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