David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Varga, adelántate con el doctor Peláez antes de que lo pongamos todo perdido -dijo Bernal-, aunque me temo que la nieve va a dificultar las cosas.

– He traído escobas y azadas para despejar el terreno, jefe.

– A ver si hay huellas de neumáticos debajo, Varga. Sería interesante que pudiéramos reproducirlas.

Bernal pidió al capataz que le explicase cómo habían hecho la reparación y le indicase el punto en que habían estacionado su vehículo.

– ¿Sería éste el lugar idóneo para romper el cable, si alguien quisiera hacerlo intencionadamente? -preguntó.

– Desde luego es el punto más cercano al camino desde donde se está oculto a las miradas del pueblo y del palacio.

– Desde lo alto del poste -intervino Julio Prat- apenas si podía ver yo las luces del pueblo cuando subí esta mañana, aunque es poco probable que nadie advirtiera nada desde tan lejos.

– ¿Cómo rompería usted el cable en el caso de que quisiera sabotear el fluido eléctrico? -pregunto Bernal al capataz.

– Eso no sería fácil de hacer sin conocer un poco la materia y disponer de cierta cantidad de explosivo; lo más apropiado sería goma-2 o cualquier otro plástico.

– ¿Y en qué punto de la torre de conducción lo colocaría usted?

– En primer lugar, y dando por sentado que no se quiere volar todo, haría falta una escalera y ropas aislantes. Luego pondría la carga exactamente debajo del aislador más pequeño, tendería una mecha hasta el suelo y desde aquí hasta el punto que deseara. Lo mejor sería utilizar un mecanismo de relojería, para permitir alejarse.

– ¿Y si quisiera usted producir el corte del suministro en un momento concreto posterior?

– Ya veo adónde quiere ir a parar. En efecto, el cable de enlace no se vería y el mecanismo disparador se podría esconder entre las rocas, en cualquier parte. Si quiere, podemos echar una ojeada.

– Sería de lo más útil -Bernal vio que Varga y el patólogo se acercaban con cuidado al trozo más oscuro y en forma de cruz transversal, parecida a la cruz de San Andrés, que se encontraba en la cuesta descendiente desde el pie de la torre de conducción-. Varga -exclamó-, buscad un conductor eléctrico. Es posible que se haya utilizado uno para provocar la explosión.

Los celadores de línea más jóvenes miraban ya en la zona rocosa, mientras el capataz se dirigió a Bernal:

– No es asunto mío, comisario, pero ¿para qué iba a querer nadie cortar el suministro? ¿Se trata quizá de terroristas vascos?

– Estamos aquí para averiguarlo. ¿Conoce usted los lugares que tienen suministro de luz mediante este cable?

– Es una ramificación menor del tendido de Segovia, baja hasta El Pardo y da luz a unos cuantos pueblos del noroeste de la capital.

– Ahí tiene usted por qué me encuentro aquí -replicó Bernal enigmáticamente.

Varga había puesto ya al descubierto el cadáver calcinado y el fotógrafo de la policía se adelantaba para tomar las fotos de rigor. El doctor Peláez quiso moverlo, pero inmediatamente dejó que volviera a la extraña posición pugilística, con los antebrazos alzados y una rodilla levantada.

– Es muy arriesgado examinarlo aquí, Bernal -dijo a gritos-. Está en un estado de carbonización muy avanzado. Tendremos que meterlo en una cámara de fibra vítrea y trasladarlo al laboratorio.

Cuando Varga y su ayudante lo hubieron hecho así, el jefe del equipo técnico analizó con atención el sitio en que había estado el cadáver.

– Hay aquí una especie de armazón de madera, jefe, pero está también casi carbonizada. No sabría decir qué es.

Bernal bajó por la pendiente con dificultad para mirar desde más cerca.

– Son como dos palos de cruz -dijo Varga, cuyo aliento se transformaba en vapor denso en aquel aire helado- y los dos miden más de cuatro metros. Parece como si se hubieran juntado con clavos -el técnico movió con mucho cuidado uno de los maderos sirviéndose de una tienta-. Veo restos de clavijas a intervalos de medio metro.

– ¿Podría haberse empleado como escalera rudimentaria? -preguntó Bernal-. Una armazón de madera habría sido más segura que una moderna escalera de metal si se utilizó para subir a la torre de conducción -echó una ojeada a la situación relativa de la armazón y el poste eléctrico-. Tal vez la arrojase aquí la explosión.

– Es casi seguro, jefe. Aquí, en esta parte, veo unas gotas de metal fundido.

– ¿Podréis llevaros todo esto al laboratorio? Habríamos tenido que traer la furgoneta, pero quería llamar la atención lo menos posible.

– Lo envolveremos en politeno y lo ataremos a la baca. En la camioneta de la compañía eléctrica habrá sitio para el cadáver.

– Varga, búscame huellas de pisadas y de neumático y saca todas las impresiones que puedas. Tiene que haber más que las correspondientes a un solo hombre.

Bernal se apartó para dialogar con el patólogo.

– ¿Crees que podrás hacer la identificación, Peláez?

– Hubo una explosión tremenda, Bernal, muy cerca de la cabeza de la víctima y casi toda la parte superior del cráneo se ha desintegrado. Parece que se dio junto con una fuerte descarga eléctrica que carbonizó todo el cuerpo. Tuvo que recibir muchos miles de voltios. Hasta la dentadura postiza se le ha derretido.

– ¿Entonces sus dientes no eran naturales?

– Pues no, no. Y las manos están carbonizadas del todo. Creo que no se le podrá tomar ninguna clase de huellas, ni siquiera dérmicas, aunque ya lo intentaré en el laboratorio. La ropa se le ha quemado por completo, salvo la suela de caucho de las botas, que presenta síntomas de fusión. Si el sujeto estaba cogido a la armazón de madera y ésta estaba apoyada en la torre de conducción cuando recibió la descarga, su cuerpo hizo de conductor de la corriente, que pasaría a la estructura metálica de la torre.

– ¿Y la postura de boxeador que presenta el cadáver? -preguntó Bernal.

– Es muy frecuente encontrarla en los cadáveres carbonizados en los incendios normales. Llama la atención a quienes no la han visto antes y hace pensar que en el momento del suceso hubo una agresión criminal por parte de otra persona, pero a lo largo de los años he tenido ocasión de ver bastantes casos así. En realidad, la postura la provocan los reflejos musculares de las extremidades.

Varga llamó a Bernal en aquel momento.

– Jefe, hemos tenido suerte. Hay huellas bajo esta capa de nieve que la helada de anoche ha endurecido y nos ha conservado. El vehículo a que pertenecen parece que es un jeep o un Land Rover, a juzgar por el dibujo de los neumáticos. Llevaba cadenas en las ruedas de atrás. Haré lo posible por sacar un molde plástico de las huellas de las ruedas de delante.

– ¿Hay rastros de algún conductor eléctrico?

– Ninguno, jefe, pero a lo mejor es que no se utilizó.

Bernal miró con inquietud su reloj y la luz que iba disminuyendo.

– Varga, habrá que irse antes de que se haga completamente de noche.

A las 5.30, mientras sus hombres entraban en calor tomando sendos carajillos en un bar de San Ildefonso, Bernal agradeció a los empleados de la compañía eléctrica la cooperación prestada y les rogó guardasen el más absoluto silencio sobre aquellas operaciones.

Tras saber por el cordial propietario del bar que el alcalde del pueblo vivía a pocos pasos de allí, pero que a aquella hora estaría probablemente en misa, que se celebraba por la tarde en la colegiata, Bernal volvió a salir al gélido exterior con Miranda.

– Será mejor que Peláez, Varga y sus hombres regresen directamente a Madrid. Si ellos se apañan con el jeep, tú y yo nos quedaremos con el coche.

El doctor Peláez, por cierto, prefirió no separarse de su última presa macabra, y los vivos se apretujaron junto al muerto en el pequeño vehículo.

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