David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Ahora lo sabremos. Sí, aquí puede ver los albañales de superficie de la plaza. Hay que tener en cuenta que la tierra de los jardines absorbe lo suyo, pero hacía tanto tiempo que no llovía como hoy que la tierra debía de estar endurecida e impermeabilizada. Mire, aquí se ve que los albañales de superficie desembocan en un sumidero que corre bajo Bailén, por el centro, y que a su vez desagua bajo la rampa que lleva adonde estuvieron antaño las caballerizas reales; de allí, por debajo del Campo del Moro, llega a un conducto que desemboca en el Manzanares. Antes de hoy nunca habíamos tenido el menor problema.

– Entonces, ¿a qué atribuye usted la inundación de hoy? -inquirió Bernal.

– Es posible que los albañales de superficie estuvieran obstruidos por la suciedad o por las hojas caídas -dijo el funcionario sin mucha firmeza.

– Comprobaremos esa posibilidad -dijo Bernal-. Preguntaremos a los de la Guardia Real si observaron algo de particular en los momentos de lluvia más intensa.

El oficial de servicio hizo llamar a los dos números que habían estado de guardia de madrugada para que Bernal los interrogase. Los dos recordaban haber visto un gran caudal de agua desbordada que cruzaba la calle desde la plaza, y habían advertido que los vehículos provocaban oleadas en dirección al patio delantero de palacio, si bien el agua se desviaba por la rampa que llevaba a los jardines antes de alcanzar las garitas.

– Bueno, vamos a examinar los albañales de superficie -dijo Bernal al administrador de obras-. Ya no llueve tanto.

Los árboles de la plaza, podados con elegancia, parecían haberse recuperado del acostumbrado vapuleo anual del 20 de noviembre, en que miles de franquistas se reunían para agitar banderas nacionales y oír los discursos de sus dirigentes. Entre las cuarenta y cuatro estatuas de antiguos monarcas hispanos se alzaba la muy impresionante y broncínea escultura ecuestre de Felipe IV, fundida por Pietro Tacca según un dibujo de Velázquez; el equilibrio de sus casi nueve mil kilogramos de peso se había resuelto gracias a Galileo, y el corcel de tan augusto pedigrí no podía por menos de sorprender al visitante, ya que se sostenía sólo con una de las patas traseras. Salvo en dos de ellos, en los treinta y seis albañales de superficie sitos junto al bordillo de las aceras, Bernal y el funcionario descubrieron sendas acumulaciones de ladrillos viejos que habían impedido el paso de las aguas pluviales.

– Como ve, mis sospechas eran acertadas -manifestó Bernal-. Esos ladrillos no los ha arrastrado la lluvia. Los han puesto ahí adrede.

– Pero ¿cómo podían saber los autores del hecho los resultados? -objetó el funcionario-. Ni siquiera yo habría estado seguro.

– ¿No corre el tendido eléctrico más o menos por el mismo sitio?

– Sí, pero al parecer no resultó dañado.

– Yo estoy de acuerdo en que los albañales los embozaron aposta, jefe -intervino Lista-, pero ¿cómo pudo saber nadie cuándo iba a llover? Con la sequía que hemos tenido, a duras penas se habría esperado.

– Me parece que aquí hay algo que ustedes pasan por alto -exclamó Bernal-. Imaginémonos que se quiere cortar los cables telefónicos y eléctricos que comunican con palacio, pero que no se tiene acceso a los planos del tendido correspondiente y que por tanto no hay forma de saber por dónde entran los hilos subterráneos desde la calle. Bueno, la solución está en provocar una inundación y ver si aquéllos resultan afectados. Las lluvias de invierno se retrasan más de un mes, de modo que se impone la paciencia. El riego diario de las calles no basta para provocar lo que se desea. Todas las noches se escucha el parte meteorológico, y en cuanto se anuncie la proximidad de un área de bajas presiones con un frente lluvioso, entonces se entra en acción -la mirada de Bernal recorrió indiferente los tejados de las casas que bordeaban la plaza-. Sin duda, los que han perpetrado todo esto vieron llegar a los mecánicos de Telefónica, y los vieron dirigirse a la caja de empalme de la rampa; incluso es probable que en este preciso momento nos estén observando a nosotros.

El funcionario miró a su alrededor con súbita intranquilidad.

– Será mejor que telefonee al Ayuntamiento para que envíe a alguien que limpie los albañales, comisario.

– Buena idea. Es hora de irse. Lista, tú y yo nos iremos en el coche, y cuando ya no se vea ni el palacio ni la plaza, te bajarás junto al Teatro Real, más o menos; luego volverás andando y preguntarás a todos los porteros de las casas desde las que se pueda vigilar. Averigua si han advertido algo extraño: nuevos inquilinos o trabajadores que hayan subido al tejado.

Poco después de mediodía Bernal utilizaba por segunda vez el teléfono rojo para informar al secretario del Rey e instarle a que mejorase el servicio de telecomunicaciones del palacio de Oriente, a ser posible mediante la instalación de otro cable debajo de los jardines de palacio, a partir del paseo de la Virgen del Puerto.

Luego preguntó a Navarro por los resultados de la investigación encargada a la inspectora Fernández.

– Elena se las Ha apañado para informar a través de Ángel. Me lo ha dicho él. La chica le mintió descaradamente al padre y probó a colocarle el cuento. El viejo parece que se tragó el anzuelo, el sedal y la caña entera e incluso telefoneó al propietario de La Corneta, que es compinche suyo, y le ha conseguido un empleo en los archivos. Esta misma mañana ha empezado a trabajar. Elena dice que está prácticamente confinada en esa sección y que ello le impide el acceso a las zonas más importantes.

– Por lo menos está dentro -dijo Bernal-. Hemos comenzado muy bien. Esa joven tiene una capacidad de iniciativa tremenda, ¿no te parece?

– Y también mucha sangre fría, jefe; es puro hielo en medio del infierno.

– ¿Qué hay de Ángel? ¿Qué ha hecho?

– Se gana amistades entre los militares que frecuentan los bares próximos a los principales cuarteles más relevantes; dice que está con el oído alerta. Además, hace de enlace con Elena.

– Esperemos que sea sólo su oído el que esté alerta y que no rebase en un doscientos por cien el límite de gastos que se nos ha impuesto, como ya hizo el mes pasado.

– Dice que fue a parar a sus «membrillos», que cada vez cobran más por sus informes, a causa de la subida galopante de la inflación, que ya ronda el catorce por ciento.

– Afortunadamente es la Casa Real la que paga esta investigación -dijo Bernal-. No tienen ni idea de lo baratos que somos en comparación con los servicios de seguridad.

Después de comer frugalmente con Navarro en el restaurante Los Motivos de la calle Echegaray, Bernal subió a un taxi que le llevó al barrio de Justicia, donde tenía un piso de cuya existencia nada sabían su familia y amigos. Le sorprendió que su amiga Consuelo no estuviese ya allí, porque trabajaba en un banco cercano y lo normal era que terminase la jornada a las tres de la tarde. Conectó el equipo Hitachi y puso una cassette que había comprado hacía poco: el Andrea Chénier de Giordano, con Plácido Domingo. Cuando entró en la cocina para hacerse café, vio una nota escrita con la caligrafía de Consuelo, en tinta verde y con trazo grueso: «Luchi, he ido al médico. No te preocupes. No es nada. Chelo.»

«Luchi». Sólo Consuelo le llamaba así; según ella, sonaba varonil y le hacía ilusión. Su mujer solía llamarle Luisito cuando estaba de buen humor, lo mismo que su madre, o bien Luis a secas cuando el humor era malo. Su hijo menor, Diego, el rebelde, que por el momento asistía a un curso de especialización en el estuario del Guadalquivir, no le llamaba de ninguna manera, mientras que el hijo mayor, Santiago, casado ya, el favorito de su madre, tan formal él y siempre bien educado, nunca le llamaba otra cosa que papá. Bernal sabía que sus hombres, a espaldas suyas, se referían a él con el apodo de El Caudillo por su ligero parecido con el finado Generalísimo, aunque delante de él no se atrevían a ir más allá de «jefe». Siete formas de llamarle y sólo una le llegaba al corazón.

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