David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– ¿Qué pasa con esa puerta lateral? ¿No se cierra por la noche?

– Sí, pero a las siete se abre porque es hora de prima en la colegiata, o sea, casi una hora antes del amanecer. Casi todo el servicio va a misa a esa hora, de modo que lo más probable es que el jeep se marchara mientras todos estaban ocupados en rezar.

– ¿Recuerda alguno haber visto vehículos militares en la zona en otra ocasión? -preguntó Bernal.

– También les interrogué sobre eso, pero me han contestado que lo único que ven casi todos los días es la Guardia Civil y que conocen al sargento y al cabo de la patrulla.

– Tal vez tengamos que concluir que el de allí fue un incidente aislado, pero sigue preocupándome la seguridad de aquel cable. Los responsables del siniestro pueden muy bien intentar otro sabotaje en un punto distinto. Mañana, el palacio de la Zarzuela ya contará con el recurso adicional de un cable alternativo de alimentación, aunque si dispusiéramos de personal suficiente valdría la pena vigilar esa rama del tendido de Segovia -dijo Bernal con un suspiro-. Claro que entonces llamaríamos demasiado la atención sobre este asunto.

Navarro intervino en aquel momento.

– ¿No crees que convendría profundizar en la pista radiográfica del doctor Peláez? He echado una ojeada al listín telefónico y, la verdad, no son tantos los otorrinolaringólogos.

– Tienes razón, Paco. Ésa parece la vía más prometedora. Puede llevarnos directamente hasta quienes buscamos. Cuando llegue Lista, haremos varios grupos con los nombres y domicilios de los otorrinos y nos repartiremos la faena. ¿Cuántas copias nos ha traído Peláez?

– Tres de la reconstrucción y cinco radiografías, aunque no todas se han tomado desde el mismo ángulo de enfoque.

– No importa. Si los rasgos del seno deformado son tan característicamente individuales como él dice, tienen que servir todas. ¿Ha llamado Ángel? Podría hacer parte del trabajo rutinario.

– Sí ha llamado, jefe, y dice que espera le contraten en La Cometa de chófer. Es lo máximo que ha conseguido, pero puede sernos beneficioso porque le permitirá mediar más fácilmente entre Elena y nosotros.

– Tienes razón. Que siga adelante y acepte el empleo. Dile que haga lo posible por conseguir una copia de las listas de reparto. Lo que en realidad nos sería útil es la lista de los suscriptores y es Elena quien podría encargarse de esto.

A las siete de la tarde dio Lista su informe.

– He preguntado a todos los porteros de todas las casas de San Quintín y Pavía que dan al palacio de Oriente. Por desgracia, en algunas hay ahora portero automático, así que tuve que estar de palique un buen rato con algunas amas de casa; me centre en las que viven en el ático.

– ¿Han subido extraños esta mañana al tejado o a alguna terraza que dé a la plaza? -preguntó Bernal.

– Ninguna podría asegurarlo, pero como sospeché que una portera me mentía, fui a ver a la inquilina del último piso de la casa de enfrente y ésta me dijo que había visto desde la ventana de la cocina a dos hombres con mono azul en el tejado de enfrente. Supuso que eran de alguna casa de televisores que iban a comprobar la antena, pero luego se le antojó extraño que uno de ellos escrutase la plaza con unos prismáticos.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Bernal.

– La primera vez que los vio serían poco más de las ocho y media, que es cuando se refugiaron bajo los aleros a causa del chaparrón. Y seguían allí a las nueve y media, que es cuando mi informadora salió a comprar el pan.

– Precisamente cuando tú y yo estuvimos allí con el administrador de obras -exclamó Bernal-. O sea que mi hipótesis del principio era correcta: observaban los efectos de la obstrucción de los albañales y sin duda vieron llegar la camioneta de Telefónica, así como nuestra ulterior inspección de la plaza. Probablemente se marcharon poco después, antes de que llegaras tú a aquella casa.

– Yo volví donde la portera y la interrogué otra vez. Negó de plano haber visto a aquellos individuos, alegando que se había ido al mercado a aquella hora, a pesar de la lluvia que caía. Estoy seguro de que le pagaron una pasta para que cerrase el pico.

– Podríamos traerla aquí para abrírselo -dijo Navarro.

– Si ha resuelto cooperar o si simpatiza con la causa, sea cual fuere, que los hombres de mono azul representan -dijo Bernal-, no se avendrá nunca a identificarlos.

Había caído ya la noche y mientras se subía el cuello del abrigo en la esquina de la Puerta del Sol y echaba a andar por la Carrera de San Jerónimo, Bernal se dio cuenta de lo poco que había avanzado. Antes de salir del despacho había hablado con el secretario del Rey por el teléfono rojo acerca del incidente de los misteriosos observadores de la plaza de Oriente, y le había convencido de que pidiese la instalación de otro cable telefónico en palacio, con un itinerario distinto. El secretario le prometió además enviarle los últimos partes del CESID sobre asuntos tocantes a la seguridad del Estado.

Tras detenerse a comprar un par de cajetillas de Káiser, la mirada de Bernal se posó en los dos grandes y antiguos faroles que había ante Lhardy, el célebre y viejo restaurante, que era también pastelería, y entró en aquella acogedora calidez en busca de un tranquilo tentempié. Se sirvió una copa de oporto blanco de una garrafa de cristal y plata y eligió un volován de gambas del imponente mostrador de alpaca y cristal, dotado de puertecitas que se alzaban para ofrecer pinchos calientes y tapas de diversas clases. Qué sentido tan civilizado del autoservicio había tenido monsieur Lhardy, se dijo Bernal, y cuánto habría detestado sus versiones modernas: las cafeterías automatizadas y plastificadas que inundaban el moderno Madrid. Cuando pagó al empleado de la puerta, pensó que acaso fuese aquél el último lugar de la tierra en que se fiaban de uno al declarar cuál había sido su consumición.

Cuando llegó a casa, encontró el piso a oscuras, excepción hecha del suave resplandor procedente del armario del comedor, que su mujer había transformado en capillita casera consagrada a Nuestra Señora de los Dolores. Guardándose de molestarla, encendió el televisor a tiempo de ver el telediario, dedicado en su mayor parte a los sucesos de Polonia. No tardó Eugenia en aparecer.

– Te calentaré el estofado de verduras -dijo con brusquedad-. ¿Quieres la pescadilla que sobró de la comida?

– No, me basta con el estofado -dijo él.

– Como quieras; el vino está en el aparador, sírvete tú mismo; y no te olvides de poner los cubiertos.

Cuando Eugenia volvió con el estofado apenas recalentado y se enfrascó en una larga bendición de la mesa, Bernal fue murmurando las respuestas de rigor medio de carrerilla, sin quitar el ojo de las noticias del televisor. Una de ellas, cuyas imágenes mostraban a un teniente general que bajaba de un helicóptero del Ejército para pasar revista a una formación, tuvo la virtud de sobresaltarle:

«El nuevo jefe de la División Central de Artillería, teniente general don Emilio Baltasar, ha tomado hoy posesión de su mando con unas palabras en que ha puesto de relieve los deberes esenciales de lealtad y obediencia de todo soldado, al tiempo que ha recordado con elogio la incondicional adhesión de la división a los designios del fallecido general Franco, a lo largo de cuarenta años gloriosos…»

¡Baltasar! Aquel apellido resonó con fuerza en el cerebro de Bernal. ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? El tercer rey mago, el rey negro de Oriente que llevaba mirra al Niño Jesús destinada a su entierro… Al día siguiente haría que se le investigase; con la máxima discreción, por supuesto.

Festividad de Santa Bárbara

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