David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Soy el comisario Bernal, de la DSE. Desearía ver al mayordomo o al ama de llaves.

– Si no es molestia, comisario, enseñe su identificación al objetivo de la cámara que hay sobre usted -dijo la voz incorpórea. Bernal lo hizo.

Al cabo de un rato, se abrió un postigo enmarcado en el gran portal de dos batientes y un viejo criado con mandil verde le invitó a entrar. Un callejón empedrado y descubierto se abría desde el portal entre una serie de grandes edificios, en su mayor parte de elegante estilo isabelino, y los dos policías se quedaron boquiabiertos al ver árboles de gran altura en la parte más lejana de los jardines, ya que por fuera no había el menor indicio de que la casa tuviera aquel tamaño y complejidad.

El criado les condujo hasta una puerta doble de cristal que estaba a la izquierda del patio.

– Si los señores quieren esperar en la biblioteca, el mayordomo les atenderá inmediatamente.

Miranda silbó por lo bajo cuando se quedaron solos.

– Jefe, esto es una catedral. Mire, mire esas pilastras de mármol.

La biblioteca era de techo alto y muy alargada, de estilo clásico francés, con una escalera dorada que conducía a una galería superior. Junto a la puerta brillaba una hermosa colección de lujosas encuadernaciones, y entre las largas hileras de libros cubiertos de tafilete veíanse, a intervalos aleatorios, preciosos objetos artísticos de estilo barroco: conchas de nácar engastadas en oro, urnas de mármol coloreado, lámparas complejas de cristal de La Granja. A lo largo de las paredes, ordenados a intervalos, había una porción de cómodos sillones y escritorios con sillas Luis XVI, todo ello como flotando en la luz verdosa que entraba del jardín por el extremo más alejado.

No tardó en aparecer el mayordomo, que les invitó a tomar asiento.

– Estamos aquí en una misión delicada -explicó Bernal- y nos gustaría saber si el señor marqués se encuentra en Madrid.

– Me temo que no, comisario. Su Excelencia está de caza en su finca cerca de Jerez. La señora marquesa se encuentra aquí, pero sus deberes religiosos la retienen en la capilla en este momento. Para la casa es hoy un día especial, ya que es Santa Bárbara, nuestra patrona. Se va a oficiar una misa especial.

– ¿No podría decirnos dónde están los hijos del marqués? -preguntó Bernal.

– Sólo sus dos hijas están en casa en este momento. El hijo mayor, don Miguel, está con su padre en el sur. Los otros dos que le siguen en edad viven en el extranjero.

– ¿Y el menor? -inquirió Bernal-. ¿No se llama José Antonio?

– Exacto. Está en la escuela de cadetes del regimiento de su padre -el mayordomo pareció momentáneamente contristado-. Por lo menos pensamos que está allí. Y a decir verdad, comisario, nos ha extrañado no verle esta mañana entre nosotros, para la celebración de nuestra festividad. Nunca ha faltado en años anteriores. Se trata de una ocasión muy especial, con una comida con que se agasaja después a los invitados -de pronto se alarmó-. No le habrá ocurrido nada, ¿verdad?

– No sabría decírselo con seguridad -replicó Bernal prudentemente-. Pero nos sería muy útil que usted nos permitiera ver alguna foto suya reciente.

– ¿Quiere usted decir que han detenido a alguien que puede ser él? -preguntó el mayordomo con incredulidad.

– Me temo que sea algo peor. Un accidente con una víctima sin identificar que sufrió gravísimas quemaduras.

La cara del mayordomo se puso repentinamente pálida.

– Le traeré el álbum de fotos.

Mientras aguardaban, Bernal y Miranda se quedaron de piedra al ver que por el paseo interior se acercaba una procesión pequeña, pero lujosamente engalanada. A la izquierda iba un obispo con casulla roja y áureas orlas en la dalmática y la tunicela de idéntico color; portaba mitra blanca y báculo pastoral, y le precedían un capellán y un diácono asimismo con ornamentos rojos. Al ver el agua bendita que llevaban para el asperges y el humeante incensario de plata, Miranda comentó:

– Van a la capilla privada de enfrente, jefe. Tiene que tratarse de una misa solemne.

Cuando el mayordomo volvió con el álbum, dijo Bernal:

– Veo que ha venido el obispo para decir misa.

– Sí, es un antiguo amigo del marqués y viene todos los años especialmente para esta conmemoración, en realidad por complacer a la señora marquesa.

Una vez que hubieron elegido las fotos del capitán Lebrija que Bernal creyó útiles para los fines del doctor Peláez, se despidieron del mayordomo en el portal de la entrada. Desde la puerta abierta de la capilla surgieron las palabras iniciales del introito, que alcanzaron a oír: «Loquebar de testimoniis tuis in conspectu regum, et non confundebar » («Di testimonio de vuestra ley delante de los reyes sin ruborizarme»).

Cuando estuvieron de vuelta en el vehículo oficial, dijo Miranda:

– ¿Vio usted los cinco coches estacionados en el patio interior, jefe? Tres de ellos tenían el distintivo SP del servicio público y matrícula del Ejército.

– Era de esperar que algunos de los invitados de la marquesa fueran del arma de artillería. Soy el primero en admirar tu retentiva, Miranda, pero por si acaso será mejor que apuntes los números que has visto y cuando regresemos, compruébalos, para saber quiénes iban en los vehículos oficiales.

– ¿Y por qué de artillería, jefe? Ni las matrículas ni los números lo dicen.

– Ay, Miranda, y yo que creía que te habían educado como a un buen católico -exclamó Bernal, mientras el desconcierto de su inspector aumentaba-. Lo digo por santa Bárbara, hombre, la patrona del arma de artillería -en realidad, Bernal había hecho una pequeña trampa, ya que poco antes de partir del despacho le había comunicado Navarro que el marqués de la Estrella era coronel honorario de un regimiento de artillería y que las dos mayores pasiones de Su Excelencia eran disparar cañones y abatir a tiros la fauna de su cortijo andaluz.

Una vez en Gobernación, Bernal telefoneó al inspector Ibáñez, de Archivos Generales, para invitarle a comer en el Lhardy a las dos. Nada más colgar llegó Ángel Gallardo vestido con mono azul y gorra de trabajador.

– Acabo de entregar en los quioscos de Sol la última edición del periódico -dijo- y pensé que podía traerle esto de parte de Elena -y sacó un abultado sobre de color castaño claro.

– Ten más cuidado, Ángel, no sea que se malogre tu nueva identidad -le recriminó Bernal.

– Ya saben que solía trabajar aquí y a veces incluso entro en la cafetería para saludar a los antiguos compañeros. No me extrañaría que comenzasen a considerarme una especie de membrillo en potencia de la DSE, en caso de que lo necesitasen.

– Es igual, tú no te descuides. ¿Qué es lo que nos manda Elena?

– Fotocopias de la lista de suscriptores. Nuestra amiga hace ya lo que quiere en ese sitio. Dentro de poco, el director la invitará a sentarse en sus rodillas. Y acaso le ofrezca un enchufe mejor.

– Debería andarse con ojo, no vaya a ser que la descubran -dijo Bernal-. Tratamos con gente sin escrúpulos.

– Ella sabe lo que se hace, no se preocupe, jefe. ¿Tiene algo especial que comunicarle?

– Dile que averigüe lo que pueda del marqués de la Estrella y su familia, y que vea si de algún modo están relacionados con La Corneta. En particular, si el hijo menor tenía vínculos con el periódico. Es… bueno, era el capitán José Antonio Lebrija Russell de Villafranca, y esto no es más que la fórmula abreviada del nombre nobiliario. Está prácticamente comprobado que era el cadáver carbonizado que encontramos en La Granja, pero por ahora hay que mantenerlo en el secreto más estricto.

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