David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Se trata del marqués de la Estrella, la familia Lebrija Russell.

– Son ricos y poderosos, Luis. Ten cuidado. Están fuera de tu alcance, si es un delito común lo que investigas.

– Es que no es un delito común, Esteban, por lo menos no lo será si las cosas salen según su plan.

– Si son asuntos de Estado, puede peligrar tu vida, Luis. ¿Por qué no te jubilas, gozas de tu envidiable pensión y te vas a vivir a Estoril?

– Todavía no, Esteban, todavía no. Estoy demasiado cogido en esto. Además, me aburriría de jugar todas las noches a la ruleta en portugués, aunque a Eugenia probablemente le encantaría irse a rezar cada dos por tres a Fátima.

– ¿Cómo está Eugenia, por cierto? Hace infinidad de tiempo que no la veo.

– Como siempre. No le advertirías el menor cambio, salvo algún par de canas más.

Y se pusieron a charlar de los viejos tiempos bajo el gran farol chino del comedor del piso de arriba del Lhardy, estancia generalmente conocida (desde que entrase en funciones en la década de 1850) con el nombre de Salón Japonés, y al final se enzarzaron en la típica discusión de quién pagaba la cuenta, ya que los dos se arrogaban el derecho de tener aquel honor.

Tras separarse de Ibáñez, Bernal se dirigió al piso clandestino que mantenía en la calle Barceló. Consuelo, misteriosamente, no estaba, como venía ocurriendo en los últimos días, pero cuando estaba ya preocupándose por ella, apareció la muchacha cargada de paquetes.

– Es que comienza la temporada de compras de Navidad y Año Nuevo, Luchi. Y mejor es hacerlas ahora que mezclarse con el gentío de los días más próximos a Reyes, sobre todo cuando se tiene, como yo, una familia dispersa y numerosa a la que hay que hacer regalos convenientes.

Cuando la besó se dio cuenta de que la joven estaba muy contenta, como si hubieran disminuido los treinta y tres años que tenía y se sintiera más joven. Una vez que hubieron tomado café y se hubieron acomodado en el lujoso diván, Bernal le contó algunos detalles del caso en que trabajaba, puesto que había podido comprobar que ella contribuía frecuentemente a cristalizar sus pensamientos y a veces incluso a intuir soluciones con sólo exponerle su particular punto de vista.

– Como comprenderás, Chelo, todo lo que te cuento es altamente confidencial. Se trata de un asunto muy delicado.

– Desde luego que lo es. ¡Además, es emocionante! Ese grande, el Estrella que dices, yo creo que está relacionado con el Banco Ibérico en que trabajo. Es posible que sea uno de los consejeros. Mañana lo comprobaré. La mayoría de esas familias latifundistas de rancio abolengo fueron fundadas en realidad por salteadores y bandoleros. ¡Menuda jauría! Se hicieron ricos durante siglos como grandes señores absentistas del centro y sur del país y han dejado que los campesinos se murieran de hambre mientras ellos se daban la gran vida en la villa y corte, cuando no en Biarritz, Montecarlo y París. Ahora, sus últimos descendientes sacan buenas tajadas de la reciente industrialización y algunos cuentan incluso con inversiones fabulosas en bancos y en empresas comerciales.

– Por favor, Consuelo, procura calmar tus fervores revolucionarios durante un par de días y limítate a averiguar lo que puedas sobre los negocios de la familia Lebrija, ¿quieres?

– Claro que quiero. Como adjunta del director, tengo acceso a todos los expedientes. Además, ha estado hoy muy afable conmigo y de lo más solícito a propósito de una petición particular que le he hecho.

– ¿Y cuál ha sido?

– Te lo diré cuando sea confirmada. Pero no antes, ¿de acuerdo? ¡Es una gran sorpresa navideña que te reservo!

Cuando volvió al despacho, un poco más tarde de lo que se había propuesto, Bernal supo que la marquesa de la Estrella había telefoneado, dejando este recado: ¿tendría el comisario Bernal la amabilidad de volver por su casa a fin de hablar con ella?

– Le dije que irías en cuanto pudieras -dijo Navarro.

– Di a Miranda que pida el coche oficial, ¿quieres? Creo que ya les hemos hecho sufrir bastante.

Veinte minutos más tarde recibía la marquesa a Bernal y Miranda en su salón particular, decorado en oro y amarillo claro, y amueblado al estilo Segundo Imperio, con piezas probablemente originales, calculó Bernal, incómodamente empotrado con Miranda en una exquisita chaise-longue.

– Siento mucho no haber podido recibirle esta mañana, comisario. Ha sido un día muy especial para la familia.

– Sin embargo, ha sido usted muy amable al hacerlo ahora, señora marquesa -dijo Bernal con su tono más cortés-. Comprendo que deben de estar muy preocupados por su hijo.

La marquesa dio un leve tirón al mantón de manila que le cubría los hombros, con una mano ligeramente temblorosa y adornada de anillos antiguos, si bien mantuvo la espalda tiesa como una vara.

– Sí, desde luego, comisario. Ya hemos llamado a la academia militar de Ocaña y parece que no se ha visto a José Antonio por allí desde el sábado por la tarde; tampoco en esta casa se le ha visto. Tengo entendido, no obstante, que piensa usted que pueda estar relacionado con no sé qué accidente… -en este punto, se detuvo con desconcierto.

– Señora, no estamos seguros. La cuestión es que está todavía sin identificar la víctima de un accidente ocurrido en San Ildefonso y en el que probablemente tuvo algo que ver un vehículo militar.

– ¿Podría acompañarles para ver si le identifico?

– la marquesa volvió a titubear, aunque sólo lo necesario para dominar sus profundas emociones.

– Señora, mucho me temo que no sería conveniente. Pero si el señor marqués o alguno de sus hijos tiene un momento libre…

– Mi hijo mayor vendrá esta noche de Jerez en el último vuelo de Aviaco.

– Entonces creo que podrá acompañarnos mañana. Deseo de todo corazón estar equivocado, pero hay que prepararse para lo peor.

– Rezaré por mi hijo, comisario. Estamos en manos del Señor.

Cuando salieron a la calle Zurbano, Bernal sugirió a Miranda una comprobación en la academia militar aquella misma tarde y dijo al chófer que les llevase a Ocaña.

Salvaron el tráfico habitual de la hora punta, saliendo de la urbe por el sur un cuarto de hora antes de que se formara el gran atasco, y el experimentado chófer puso el Seat 134 a ciento veinte por hora, de manera constante, por la autopista A-4; así que pudieron cruzar el Jarama en Seseña poco más de media hora después, y al cabo de otros diez minutos llegaron al Tajo junto a Aranjuez, oasis de verdor en medio de un paisaje árido y algo al este de la confluencia de los dos ríos. Bernal pensaba que para la gente joven de hoy Aranjuez era sólo ese sitio desde donde se les abastecía de buenos espárragos y fresones tempranos, pero él recordaba con claridad el doloroso y singular aspecto que presentaba en febrero de 1937, en que era un cuartel republicano durante la dura campaña del Jarama, y punto clave también para evitar que las fuerzas franquistas cortaran la única vía de comunicación entre Madrid y la costa de Levante.

Recorrieron las calles , ya oscuras y tranquilas, y remontaron la carretera que llevaba, unos kilómetros más allá, a la villa de Ocaña, sede por otro lado de un penal de notoriedad nada grata. Pararon en la plaza de la localidad para tomar un café, y también para preguntar y recibir las indicaciones necesarias al objeto de llegar a la academia militar. Allí enseñó Bernal el distintivo de la DSE en la puerta principal, y el director, que ostentaba el grado de coronel, les recibió inmediatamente.

Bernal le explicó que la marquesa de la Estrella les había pedido averiguaran el paradero de su hijo.

– Pues hace usted bien en decírmelo, comisario, porque precisamente le esperábamos el lunes para que comenzara las prácticas artilleras con el último reemplazo de cadetes y un teniente tuvo que hacerse cargo de la clase. Cuando se fue, el sábado por la tarde, me dijo que iba de caza a la sierra con unos amigos.

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