David Serafín - Golpe de Reyes
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– ¿Eran esos amigos colegas del Ejército? ¿No ha echado en falta a ninguno? -preguntó Bernal.
– Aquí todos están en sus puestos, comisario y, sinceramente, no sabría decirle quiénes le acompañaron.
– ¿Podríamos ver las habitaciones del capitán Lebrija? -preguntó Bernal-. Es posible que su asistente recuerde la ropa que se puso.
Puede usted hacerlo. Ojalá no le haya ocurrido nada al capitán. Es uno de nuestros instructores más valiosos.
Cuando cruzaron el comedor de oficiales, Bernal advirtió que la mesa estaba puesta con cubiertos de plata y adornada con candelabros todavía no encendidos, como si se tratara de un banquete. El coronel se percató de la dirección que tomaban las miradas de Bernal y se apresuró a darle una explicación.
– Es que hoy es Santa Bárbara, comisario, nuestra patrona. Lamentaríamos mucho que el capitán Lebrija faltase a su fiesta este año.
Bernal y Miranda hicieron como que examinaban por pura formula la habitación de Lebrija y preguntaron a su asistente por la ropa que se había llevado.
– Se fue con la ropa que suele ponerse para ir de caza, señor, y se llevó además la escopeta. Los uniformes siguen aquí y por lo que toca al resto de sus ropas civiles, las tiene en su residencia particular de Madrid.
Bernal se fijó con curiosidad en la estantería y rápidamente se percató de su contenido: libros sobre táctica militar y prácticas de tiro, una biografía de José Antonio Primo de Rivera, unos cuantos libros recientes sobre el general Franco y su familia, novelillas derechistas de resonancia comercial en el país, números atrasados de El Toque y un montón de ejemplares antiguos de La Corneta. No cabía la menor duda respecto de las inclinaciones ideológicas del fallecido capitán.
– ¿Solía guardar aquí el capitán Lebrija la correspondencia privada? -pregunto Bernal al asistente.
– Sólo las cartas que de cuando en cuando le llegaban a la academia. Tenía una cartera de piel de cerdo con recado de escribir.
– ¿Está aquí ahora?
– No la veo, señor. Miraré en el dormitorio.
Bernal se daba cuenta de que iba a ser imposible hacer un registro a fondo sin despertar sospechas, así que se dejó llevar de un impulso repentino, cogió el ejemplar de La Corneta del 14 de noviembre, lo dobló rápidamente en cuatro y se lo metió en el bolsillo del abrigo un segundo antes de que el ordenanza volviera.
– No señor, no está. He mirado en todas partes.
– No importa. Muchas gracias. No volveremos a causar ninguna molestia.
Al pie de la escalera principal, junto a un impresionante armero lleno de fusiles con la cadena echada, el director de la academia les aguardaba con impaciencia.
– ¿Cree usted, coronel, que los amigos o compañeros del capitán nos podrían decir algo de interés? -preguntó Bernal.
– Creo que no, comisario. Ya les pregunté cuando telefoneó la marquesa y me dijeron que no sabían nada.
– ¿Hay alguno que fuera amigo íntimo suyo?
– No, me temo que no. Lebrija, sin perder nunca la corrección, era un poco retraído -a Bernal le llamó mucho la atención que el coronel usara el pretérito imperfecto para aludir al capitán desaparecido. Estaba claro que sabía mucho más de lo que daba a entender.
El coronel titubeó y dio la impresión de que, advertido de las circunstancias, éstas le pedían fuese un poco más concreto.
– Creo que sólo intimaba con su consejero espiritual -añadió.
Otra vez el pretérito, se dijo Bernal.
– ¿Quiere usted decir con el capellán castrense?
– No, su consejero era el padre Gaspar, de la Casa Apostólica de Aranjuez. Viene por aquí regularmente para enseñar a los cadetes el lado espiritual de la vida castrense.
Bernal consideró que sería imprudente y probablemente inútil seguir preguntando al coronel, de modo que se despidieron.
Ya en la plaza de armas, Miranda fijó su mirada, casi nostálgica, en la hilera de jeeps militares estacionados delante de la entrada.
– Jefe, ¿no podríamos hacernos con las huellas de los neumáticos delanteros de esos vehículos y ver si coinciden con las que encontramos en La Granja?
– Ya me tienta, ya, pero es peligroso. Además, no sé cómo nos las arreglaríamos para tomarlas sin conocimiento de las autoridades de la academia.
– Yo mismo podría volver por la noche, cuando todos estén en el banquete del regimiento.
– Estos centinelas te lo impedirían. Apostaría a que tienen a esos chicos arriba y abajo, de guardia toda la noche, como parte de la instrucción. No vale la pena.
Ya en el coche, de regreso a Madrid, Bernal encendió la luz del asiento trasero y sacó del bolsillo el ejemplar de La Corneta.
– Mira lo que he chorizado, Miranda. Vamos a ver qué nos dice la sección de anuncios -los dos vieron inmediatamente que el primer mensaje de Magos, es decir, «Morado A.l. San Ildefonso», estaba rodeado con un círculo rojo-. Esto ya está claro. El capitán Lebrija estaba indiscutiblemente envuelto en este asunto de Magos. Y me tranquiliza que por fin hayamos dado con una especie de confirmación de cara al secretario del Rey, aunque no sepamos todavía a qué conduce.
Cuando el coche oficial dejó al comisario en la esquina de su calle, Bernal optó por tomarse un gintónic de Larios en el bar de Félix Pérez antes de afrontar una vez más una de las cenas improvisadas que Eugenia solía ofrecerle.
Se tomó además dos canapés de pescado del mostrador por si el condumio doméstico subsiguiente amenazase con resultarle demasiado indigesto.
Nada más abrir la puerta del piso, oyó que Eugenia hablaba por teléfono en el frío pasillo embaldosado.
– De acuerdo, pero lo que yo te digo es que vayas a misa mañana por la mañana; sí, sin falta, en cualquier momento que tengas libre. Bueno, Diego, ahora se pone tu padre, que acaba de llegar.
Bernal cogió el auricular y saludó a su hijo.
– ¿Dónde estás?
– Nos han traído a Sevilla esta noche. La lluvia nos empapó las tiendas, cosa que no me disgusta en absoluto, así que mañana o cuando escampe lo pondremos todo a secar.
– Pues menos mal que por fin ha llovido. No caía ni una gota desde hacía dos años. ¿Cómo va el cursillo?
– Me interesa bastante. Ayudamos a unos geólogos a hacer perforaciones para averiguar cuánto gas natural hay en las marismas. Está todo lleno de fango, y abundan las culebras y los escorpiones. Menos mal que me prestaste tus botas altas.
– ¿Ya se te ha acabado el dinero? -preguntó Bernal, casi seguro de que Diego habría dilapidado las veinte mil pesetas que le había dado para sus gastos, aunque tan sólo hacía una semana que había salido.
– De ningún modo. No ha habido oportunidad de gastarlo hasta esta noche.
– Pues a ver si no se te agujerean los bolsillos y no haces el loco por Triana con esos bestias que tienes por amigos.
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Dónde está ese sitio? -dijo Diego, adoptando un tono de pícara inocencia-. Por cierto, papi -apelativo que sorprendió a Bernal y por el que dedujo que iba a oír algo serio-, están haciendo cantidad de maniobras militares en las marismas lindantes con el Guadalquivir.
– ¿Maniobras militares? -inquirió Bernal con repentino interés.
– Sí, pero la cosa es que van con uniformes que nunca he visto. Azules, con boina y una especie de insignia roja en el hombro. A lo mejor son un destacamento de los GEO o de algún comando especial.
– Ya me enteraré. Pero no metas las narices en nada que huela a militar, ¿estamos? ¿Dónde y cuándo los viste?
– Ha sido durante estos tres últimos días, al oeste de Trebujena, a medio kilómetro más o menos del río, en las salinas. Es una zona totalmente despoblada.
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