David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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A pesar de los esfuerzos del sol por filtrar algo de calor por entre las ramas de los altos olmos y los plátanos, desprovistos casi totalmente de sus hojas otoñales, el aire se notaba crispado y limpio y helaba la cara. La escarcha que había caído durante la noche no se había derretido aún en los paseos adonde no llegaba la luz solar.

Bernal se presentó al intendente y se dieron la mano.

– Le agradezco que haya venido tan pronto, comisario. Nos comunicaron que no debíamos emprender nada mientras usted no llegase.

– Pero alguien ha movido el cuerpo de la víctima, ¿no? -dijo Bernal.

– Me pareció conveniente que los jardineros lo sacasen del agua, por si lo arrastraba la corriente. Está en la orilla del río, cubierto por una lona.

– ¿Dónde se le encontró exactamente?

– En el Jardín de la Isleta, al noroeste de palacio.

– ¿Quién lo descubrió?

– Uno de los peones jardineros, a eso de las ocho menos veinte, poco después de amanecer.

– Hablaré con él antes que nada para que me describa la posición exacta del cuerpo cuando lo vio. ¿Qué hacía en los jardines a esa hora y con este frío? -inquirió Bernal.

– Es un entusiasta del footing -dijo el intendente, más bien como quien se excusa-. Para mi gusto se trata de una costumbre estrafalaria, pero el chaval se levanta todos los días a esa hora, se pone el chándal y se da una vuelta por todo el Jardín de la Isla.

– Bueno -dijo Bernal-, cuando se tiene el cuerpo en forma, dicen que el deporte es muy estimulante -y sonrió, pensando que el único deporte que él hacía lo reservaba a los momentos que pasaba en su apartamento clandestino-. Bueno, podría usted llevarnos al lugar del hallazgo -sugirió al intendente-. ¿Podemos entrar con los coches?

– Por supuesto, las veredas son transitables si se lleva cuidado.

– ¿Sería usted tan amable de venir conmigo y el doctor Peláez, para indicarnos el camino?

Los tres vehículos cruzaron las estrechas puertas de hierro forjado que daban al Jardín de la Isla, giraron a la izquierda al llegar a la fuente de Hércules y tomaron el primer sendero que partía para el noroeste, hacia el jardín de la isleta. A Bernal le sorprendió que los abundantes rosales ostentaran todavía sus flores rojas tardías, ribeteadas de una escarcha cuyo rigor no había llegado a dañar los pétalos, vistiéndolos en cambio de blancos adornos brillantes bajo los rayos del sol que lograban filtrarse.

– Le he conseguido un plano de los jardines para usted, comisario -dijo el intendente-, para que pueda ver la distribución.

– Muy oportuno. Cuando lleguemos al lugar exacto en que se encontró el cadáver, hágame usted el favor de señalármelo en el plano.

El coche se detuvo junto a tres jardineros que montaban guardia ante el extremo de la isleta, punto occidental de los jardines frente al río y al puente pintado de verde que soportaba el ferrocarril y la carretera.

– El patólogo y el técnico se encargarán del examen inicial -comentó Bernal al intendente-. ¿Vio usted el cadáver personalmente?

– Sí, para ver si lo conocía. Naturalmente, estaba preocupado por la seguridad de nuestro personal. Pero ni yo ni nuestros hombres lo conocemos. No iba vestido más que con la ropa interior, lo que se me antoja muy singular, comisario. Parece más bien un suicidio, ya que no me parece normal que venga nadie a bañarse a primera hora de una mañana de invierno.

– ¿Ha habido en el pasado otros suicidas que escogieran este sitio para ahogarse? -preguntó Bernal.

– No, que yo sepa. Y no, con toda seguridad, en los jardines de palacio.

– ¿Pudo haber entrado un forastero en los jardines por la noche?

– Ya he considerado esa posibilidad. Es muy difícil. Todas las puertas estaban cerradas, y este detalle lo he comprobado ya con los jardineros. El foso que cruza el jardín por un costado tiene cinco metros de profundidad y barandillas de hierro a cada lado, y por lo que afecta al límite norte, el Tajo es allí muy ancho y hondo. Tal vez se cayera de una barca.

– Según el plano, el río traza dos grandes meandros, como si se tratase de una V escrita a la antigua, en cuyo trazo inferior está el puente de la ciudad. Ahora bien, el caudal de la Ría de los Molinos, que tiene una cascada cuando pasa junto a palacio, ¿procede del río?

– Exacto, comisario. El agua viene del Tajo gracias a una esclusa que hay junto al puente en que está el embarcadero, y forma más tarde una cascada ancha y poco profunda que se llama de las Castañuelas a causa de su forma y del rumor que produce. El agua de la ría se une al cauce principal en aquel punto -y señaló un lugar que estaba al otro lado del saliente de la isleta-, un poco más allá del sitio en que se descubrió el cadáver.

– La corriente del río sí que parece más fuerte aquí -comentó Bernal.

– Es poderosa, pero varía según la forma de las curvas. A veces se forman remolinos de poca fuerza donde incluso se puede pescar con caña.

– Lo más probable es que el cadáver entrase en el río aquí, o acaso algo más arriba -dijo Bernal-. ¿Hay muchas posibilidades de que bajase por la ría, desde palacio, y que hubiese retrocedido un poco con el remolino originado por la confluencia?

– Me parece que no, comisario. Salvo la cascada, que repito es poco profunda, la acequia tiene un caudal mucho más lento que el del río a causa de la esclusa que regula la cantidad de agua.

– Bueno, eso es interesante. Ya no es necesario que le retengamos aquí más tiempo, aunque antes de que se vaya me gustaría me presentara al peón que descubrió el cadáver. Mi chófer lo devolverá a usted a palacio.

– Muy amable -dijo el intendente, que, a diferencia del miembro más joven del personal, no era ningún entusiasta del footing.

El aludido miembro más joven, vestido aún con el chándal azul, era un individuo bajo y simpático, cuya exuberancia natural menguaban sólo un poco las circunstancias. Quizá se estuviera preparando para responder a la atención que se le iba a prestar, pensó Bernal. Siempre le interesaba de manera especial el descubridor de un cadáver, en primer lugar porque era la única persona que había visto el escenario del delito tal como el culpable lo había dejado, y en segundo lugar porque existía la posibilidad o probabilidad de que quien denunciaba un crimen fuera su autor. Sin embargo, quizá aquel caso no fuera más que un suicidio como tantos otros.

– ¿Cómo te llamas? -comenzó Bernal mientras Miranda tomaba notas taquigráficas.

– Hernán Álvarez Oliveras.

– ¿Cuánto hace que trabajas en palacio?

– Dos años, desde que dejé los estudios.

– ¿Naciste en Aranjuez?

– Sí, y aquí he vivido siempre. También mi padre trabaja para el Patrimonio Nacional.

– ¿O sea que conoces bien los jardines?

– Como la palma de mi mano -dijo el joven con confianza.

– ¿Sigues siempre el mismo camino cuando te pones a correr?

– Sí, casi todos los días. En realidad voy a paso gimnástico, para mantenerme en forma, en particular durante el invierno.

– Por favor, indícame en este plano la ruta que sueles seguir.

– Nosotros vivimos en las dependencias del personal, aquí, detrás de las cuadras de la Reina. Yo paso ante la fachada trasera u occidental de palacio, por el puente que hay allí y por el que se accede al Jardín de la Isla; luego voy por el camino que pasa junto a la ría y que gira en el punto exacto en que nos encontramos, y tomo el camino de sirga del río, en dirección noreste, paralelo al meandro que hace hacia el sur. Este camino me devuelve al puente que hay junto a palacio. Por lo general corro antes de desayunar, en cuanto sale el sol; a veces un poco antes, al clarear. Esta mañana hacía un frío tremendo, pero no tardé en entrar en calor -sonrió al decir esto y Bernal sintió una repentina envidia de la estupenda forma física del joven, que él, Luis, tenía la impresión de no haber poseído jamás.

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