David Serafín - Golpe de Reyes
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– La misa acaba de empezar -explicó en tono malhumorado-, pero pasen y esperen.
Bernal convino en ello, se abrió la puerta y el coche entró en el patio.
– Puede usted esperar en el locutorio al padre Gaspar si lo desea, comisario -dijo el monje.
– ¿Podemos ir a la iglesia o no se permite la entrada a los seglares?
– A los hombres sí, pero no a las mujeres. Si ése es su deseo, síganme, por favor -dijo, al parecer apaciguado por el interés que demostraban en asistir al sagrado oficio; y acto seguido les condujo a la iglesia, de construcción reciente, que estaba a la derecha de la estructura original de la mansión.
En el momento de entrar con Miranda, y tras decir al monje que se contentaban con quedarse en la última fila de bancos, Bernal oyó parte del introito del día, que también allí se decía en latín: «Ecce Dominus veniet ad salvandas gentes…» («He aquí que el Señor vendrá a salvar las naciones…»). Vestía el celebrante de blanco y le ayudaban un diácono y un subdiácono, asimismo ornamentados con el blanco propio del día.
Estaba ocupado Bernal en contar el número de monjes sentados en el coro cuando Miranda le dio un leve codazo y le señaló disimuladamente un pequeño grupo de fieles uniformados, instalado en la parte derecha del crucero. Mientras se arrodillaban para rezar, Bernal susurró a Miranda:
– Sal sin llamar la atención y mira a ver si localizas los vehículos en que han venido. Di a nuestro chófer que se ponga a charlar con sus colegas y que averigüe quién es esta gente de uniforme.
Volvió Miranda luego de la poscomunión, pero antes del último evangelio, y se deslizó en el banco hasta situarse junto a Bernal.
– Han venido en un Seat grande y en un jeep, que están estacionados en la parte trasera -murmuró-. Nuestro chófer ha ido a fumar un cigarrillo con sus compañeros.
– Estupendo. Ojalá les pregunte por ese uniforme tan raro que llevan.
Cuando se dijeron las últimas oraciones el monje entrado en años volvió a acercárseles para rogarles le siguieran al locutorio.
– No tardará en venir el padre Gaspar, comisario. Ahora se está quitando la vestimenta de celebrante.
Mientras esperaban, Bernal contempló las descoloridas imágenes decimonónicas que representaban escenas de la vida de Jesucristo, y se preguntó si no sería excesivamente atrevido fumar allí.
– Hay cenicero, jefe -dijo Miranda, que había visto que su superior manoseaba nerviosamente una cajetilla de Káiser.
– Será mejor esperar a que venga el prior.
Cuando apareció por fin el padre Gaspar, Bernal se puso en pie para estrecharle la mano y para observar de cerca, mientras lo hacía, el grueso cordón rojo que le ceñía la cintura y del que pendía una cruz de oro de extraña forma de puñal y con remate cuadrado en el extremo de los tres brazos superiores.
– Siéntese, comisario -dijo el eclesiástico cortésmente-. Y este caballero es el inspector…
– Miranda, mi ayudante.
– ¿Les apetece tomar algo? -cogió de un aparador una jarra y tres vasos y sirvió un poco de vino-. No es más que un sencillo Moriles.
– Que nos vendrá de perlas, padre.
– Fume si lo desea, por favor.
El prior era un hombre alto, de pelo cano, faz alargada y nariz puntiaguda, e irradiaba cierta sensación de fuerza y resuelto fanatismo.
– Bien, ¿podrían decirme en qué puedo contribuir al trabajo de la Brigada Criminal de la Policía Judicial?
– Pues verá usted: nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas tocantes a la trágica muerte del capitán Lebrija Russell. En particular, querríamos saber en qué estado de ánimo se encontraba la última vez que habló usted con él. Tengo entendido que era usted su consejero espiritual -a Bernal le dio la impresión de que aquella pregunta tranquilizaba al prior, un poco como si hubiera temido éste otra más comprometedora.
– Ha sido, ciertamente, un acontecimiento muy penoso -Bernal advirtió que ni aquel ni los demás testigos relacionados con Lebrija manifestaban la menor curiosidad acerca de los detalles del presunto accidente-. ¿Verdad, comisario, que su muerte no fue otra cosa que el resultado de un accidente? Sería increíble cualquier otra hipótesis. Era un hombre totalmente seguro de sí, y jamás estaba preocupado ni deprimido. Se encontraba además en estado de gracia -dijo de forma terminante.
– Ah, entonces le vio usted poco antes de que abandonara la academia de Ocaña, ¿no?
– No exactamente. Nos visitó al pasar camino de Madrid, se confesó conmigo y nos acompañó durante las vísperas. Dijo que procuraría oír misa en San Ildefonso al día siguiente, Domingo Primero de Adviento.
– No creo que viviera lo suficiente para hacerlo -dijo Bernal-. Al parecer murió el domingo a primera hora.
El prior se santiguó.
– Descanse en paz y que Dios nos guarde a todos de una muerte violenta.
– ¿Venía a menudo por aquí el capitán Lebrija? -prosiguió Bernal.
– Con mucha frecuencia. A veces se hospedaba durante una semana, para seguir los Ejercicios Espirituales. Todos los hermanos lo querían mucho.
– ¿Cuántos hay en esta casa? -preguntó Bernal-. Me temo que no conozco muy bien esta orden de ustedes.
– No tengo inconveniente en darle pormenores. La orden se fundó en Colonia hace relativamente poco, en 1932, y aún no ha obtenido la sanción papal. En España no tenemos más que dos establecimientos; en esta casa, incluyéndome a mí, somos treinta y dos hermanos; en la otra, que está en Sevilla, es menor el contingente.
– ¿Están hoy aquí todos los hermanos? -preguntó Bernal, que advirtió un asomo de inquietud en el semblante del prior.
– Eso creo, comisario, aunque no todos han asistido a misa. Algunos tenían que partir leña, ir por agua, en fin… -dijo, para terminar con una risa breve, que sonó nerviosa e insincera.
– Lamento pecar de curiosidad, padre prior -dijo Bernal-, pero ¿cuál es el papel de la Casa Apostólica?
– Los primitivos padres apostólicos fueron, naturalmente, los autores cristianos del siglo primero que habían estado en contacto directo con los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo. Al imitarles, entendemos nuestra misión como un rearme de la sociedad para contraatacar la relajación y perversidad que hoy dominan en todas las esferas de la vida. Buscamos el contacto con los seglares influyentes, neófitos, si lo prefiere, capaces de sembrar la semilla de la reforma moral en todas partes: en el comercio, en la industria, en las fuerzas armadas, en la radio y la televisión, en el periodismo, etcétera. Estos seglares tienen vínculos muy estrechos con nosotros.
– Entiendo. ¿Por eso se hizo usted consejero espiritual del capitán Lebrija en la academia de artillería?
– Sí, y también de otros oficiales del mismo centro. Seguramente habrá visto a algunos en misa, hace un rato. Tenemos que reforzar la fe de nuestros dirigentes y darles una firme base moral en su conducta frente a la rápida secularización de nuestras estructuras sociales -los ojos del prior se iluminaban como los de un santo pintado por El Greco.
– Gracias por sus explicaciones, padre. Y me alegra haberle oído decir que el capitán Lebrija no estaba en modo alguno deprimido. Su muerte sigue rodeada de cierto misterio y su madre, la señora marquesa, está muy interesada en que lo aclaremos cuanto antes.
– Sea como fuere, comisario, estoy seguro de que no fue un suicidio. Su muerte es una gran tragedia para nosotros; jugaba un papel importante en nuestro proyecto de fortalecer la resolución de nuestros dirigentes militares. Pasado mañana celebraremos una misa de difuntos en memoria suya.
Una vez en el coche y mientras regresaban a Madrid, Miranda preguntó al chófer si les había podido sonsacar algo a los conductores de los vehículos militares estacionados en la parte trasera del convento.
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