David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Pues mire usted, inspector, ellos dicen que saben muy poco. Cuando les pregunté por los uniformes azules con insignia roja en las hombreras dijeron que a veces se los ponían en vez del uniforme normal de artillería para determinadas ocasiones, y que eran propios de un cuerpo secreto parecido a los GEO.

– Pues no se parece en nada al uniforme de los GEO -comentó Bernal.

– Yo nunca he visto nada parecido ni en el ejército ni en la policía. Y la insignia roja es muy llamativa.

– ¿Qué es exactamente? ¿La viste de cerca?

– Sí, señor. Tiene punta, como un puñal, por la parte de fuera, y con una cabeza triple, como una cruz de brazos gruesos.

– ¿Cómo la Cruz de Hierro de los alemanes?

– Eso es, comisario. Es como esa insignia que en actos oficiales llevan algunos de los generales que estuvieron en la División Azul.

Cuando avistaron la periferia meridional de Madrid, Miranda preguntó a Bernal si tenía que hacer alguna otra cosa.

– Nada más por hoy, salvo entregar a Paco Navarro, para que los archive, tus informes y las declaraciones. No creo que Lista y Varga terminen antes del anochecer. Mañana estudiaremos lo obtenido en los dos casos.

Al avanzar por la calle Mayor pasando por entre los viandantes que daban su habitual paseo del domingo por la tarde, vieron que en plena Puerta del Sol y ante la sede de su propio ministerio el Ayuntamiento había alzado un alto abeto noruego.

– Ya falta poco para las Navidades, Miranda. No nos queda mucho tiempo para llegar al fondo de este condenado asunto.

Festividad de la Inmaculada Concepción

(8 diciembre)

Mientras con poquísima gana se desayunaba la triste combinación de pan frito con sucedáneo de café que Eugenia le había traído, Bernal temblaba de frío en la helada salita de su casa y maldecía al calefactor por no alimentar como era debido la vieja caldera del patio de vecinos de la planta baja. El ruido de sus paletadas solía despertarles en las mañanas de invierno, pero, con todo, a las tuberías y radiadores del piso octavo en que Bernal vivía no les llegaba ni gota de agua caliente hasta un par de horas más tarde; y en aquel ocho de diciembre en que, de pronto, hacía más frío, el calefactor no se había tomado la molestia de aparecer por allí.

Por la reja de la ventana que daba a la terraza -donde algún valiente pero malherido geranio se estremecía a instancias del viento helado- Bernal podía ver a Eugenia inclinada sobre el brasero, soplando las astillas de leña que había dispuesto para encender el cisco. En cuanto ardiera y hubiese dejado de humear, Eugenia lo entraría en la sala y lo colocaría en la parte inferior de la mesa circular. «La nuestra tiene que ser la única casa de todo Madrid que se vale de una mesa camilla con brasero», se dijo mientras contemplaba con la acostumbrada mezcla de rabia y culpabilidad los esfuerzos de su mujer. Todo el mundo utilizaba algún sistema moderno de calefacción, pero ella se negaba a servirse de aquellos derrochadores aparatos de última hora y él casi había renunciado ya a discutir con ella sobre el tema.

– Ahora, Luisito, mete las piernas bajo el paño y verás qué pronto entras en calor.

Alzó Bernal la cubierta de grueso paño rojo para que su mujer colocara el brasero y luego apoyó los pies, no sin cautela, en el travesaño, esperando que aquel chisme no produjese un tufo que le asfixiara.

– Geñita, voy a tener que irme ya.

– Pues ayúdame antes a doblar unas cuantas vestimentas sagradas. Hoy es la Purísima y el padre Anselmo especialmente quiere la casulla azul.

La mujer se metió materialmente en el armario metamorfoseado en capilla y reapareció tambaleándose bajo el peso de un fardo de ropas eclesiásticas azul celeste, ornadas de bordados exquisitos.

– Tienen que valer una fortuna -exclamó Bernal-. No es posible que se utilicen con tanta frecuencia.

– No, Luis, no se utilizan con frecuencia. Y según el Concilio Vaticano II, ya no es obligatorio usarlas.

Esos cardenales confirmaron la reducción de los colores litúrgicos a cinco. Pero el padre Anselmo es muy apegado a las tradiciones -dijo Eugenia con aprobación que saltaba a la vista-. «Si se ha venido haciendo durante mil años, ¿para qué cambiar ahora la costumbre?», dice él. Así que como hoy es la Purísima, se pondrá los ornamentos azules en vez de los blancos. Como sea, representará un cambio después del morado de Adviento.

En la imaginación de Bernal comenzaban a formarse ciertas conexiones.

– ¿Cuáles son esos cinco colores, Geñita? ¿Y en qué días se utilizan?

– ¡Pero Luis! Tienes que haberte fijado en que hay varios colores según los días, a pesar de que te criaran como a un ateo -al parecer había resuelto complacer al marido por una vez, ya que consideraba muy valiosa la información que se le pedía. Quizás hubiera aún esperanza para él-. Empecemos por el principio del año litúrgico: en Adviento, desde el domingo más cercano a la fiesta de San Andrés, que es el 30 de noviembre, hasta Nochebuena, los ornamentos son morados, color que simboliza la penitencia. En Navidad se cambia al color blanco, que es símbolo de alegría por el nacimiento de Jesús, y se mantiene hasta la infraoctava de Epifanía el 14 de enero. A partir del Domingo Segundo después de Epifanía, el color es verde, que simboliza la esperanza, y se emplea hasta el Domingo Sexto. Luego comienza el tiempo de la Cuaresma, con el Domingo de Septuagésimo, cuando el color es otra vez el morado, que se mantiene hasta el Jueves Santo. El blanco de la alegría vuelve a emplearse otra vez entre la Pascua de Resurrección y la Vigilia de Pentecostés, en que cambia a rojo, que simboliza el fuego del amor de Dios, y se usa hasta la fiesta de la Santísima Trinidad, en que se vuelve al blanco. Luego vuelve el verde, que se mantiene hasta que llega otra vez Adviento. En fin, espero haberte enseñado algo útil.

Bernal había quedado un poco aturdido tras aquellas explicaciones, pero preguntó:

– Cuando te vi el otro día limpiando los ornamentos no advertí ninguno de color verde. ¿Por qué?

– Porque el blanco, en caso de necesidad, puede sustituir al verde o a cualquier otro color. Hay iglesias demasiado pobres para tener ornamentos de todos los colores.

– Has dicho que los colores litúrgicos que se emplean normalmente son cinco, pero tú sólo has mencionado cuatro: morado, blanco, verde y rojo.

– El quinto es el negro, pero éste sólo se emplea en Viernes Santo, en el Día de los Fieles Difuntos, o sea, el 2 de noviembre, y, naturalmente, en las misas de réquiem y funerales. No tienes que olvidarte de que el color propio del día suele dominar sobre el color del período anual en que nos encontremos. Si, por ejemplo, es la festividad de algún mártir, los ornamentos serán rojos, mientras que si es la festividad de una virgen que no sea mártir, el color tendrá que ser blanco.

– Entonces, ¿por qué esos ornamentos de ahí son azules?

– Por tradición, para las fiestas de la Virgen que son dobles de primera clase, como hoy.

– ¿Y rosa? ¿Hay ornamentos de color rosa?

– Sí -dijo Eugenia con tono de tolerancia-. Son de color rosa el Domingo Tercero de Adviento.

– ¿Y cuándo es eso?

– Pues el domingo que viene. ¿Me dejas ya que vaya a lavar los platos del desayuno, y luego llevamos los ornamentos a la iglesia, antes de que comience la misa?

– Sí, naturalmente. Por cierto, ¿dónde podría encontrar una lista de los colores de cada día?

– En casi todos los misales romanos, al comienzo, donde viene el calendario litúrgico. Espera, te puedo dar uno antiguo que era de mi madre -se acercó a la parte superior del desvencijado aparador-. Toma. Es anterior al concilio, con el texto en latín y castellano, publicado por Acción Católica en 1945. Los nuevos son más sencillos y sólo viene la parte en castellano. El padre Anselmo no suele usarlos.

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