David Serafín - El Ángel de Torremolinos

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Esta novela se desarrolla en julio y agosto de 1982 en la Costa del Sol, pero los personajes y los sucesos que en ella se narran son totalmente imaginarios.

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David Serafín El Ángel de Torremolinos COMISARIO BERNAL 06 Título original - фото 1

David Serafín

El Ángel de Torremolinos

COMISARIO BERNAL 06

Título original: THE ANGEL OF TORREMOLINOS

Traducido por Ángela Pérez

A mis «coagonistas» de la Casa España

Nota del autor Esta novela se desarrolla en julio y agosto de 1982 en la Costa - фото 2

Nota del autor

Esta novela se desarrolla en julio y agosto de 1982 en la Costa del Sol, pero los personajes y los sucesos que en ella se narran son totalmente imaginarios.

D. S.

– Please, please help me! For God's sake help me!

(-¡Socorro, por favor, ayúdenme! ¡Ayúdenme, por amor de Dios!)

El maduro turista inglés y su jadeante esposa interrumpieron sorprendidos la subida, deteniéndose en las escaleras de piedra que zigzagueaban desde el Bajondillo a la calle de San Miguel de Torremolinos. Se agarraron y miraron nerviosos el oscuro callejón arriba y abajo; no se veía a nadie.

– Anda, volvamos al apartamento -dijo el barrigudo esposo-. Son casi las cuatro de la madrugada.

– Espera -repuso en tono imperativo la mujer, más intrépida, recobrando el aliento-. Alguien necesita ayuda.

Miró entonces hacia el rincón a oscuras del pub Britannia, cerrado ya, con las sillas y las mesas apiladas en la pequeña terraza triangular.

– El grito parecía venir de aquí.

– Ahí no hay nadie -dijo el marido, enfadado-. Anda, vamos. No debíamos haber jugado la quinta serie con tus antiguas compañeras de escuela. Me costó mil pesetas.

– La verdad es que perdimos porque juegas fatal al bridge -comentó ella, indignada.

El corpulento veraneante empezó a subir cansinamente la cuesta siguiente hasta una curva del empinado camino que cortaba en aquel punto la cara del acantilado. La mujer, pelirroja y rolliza, de cara sudorosa y enrojecida por el sol, se asomó por el pretil que daba a los tejados y azoteas del Bajondillo. A la difusa luz de la farola de la pared de enfrente distinguió un grupo de animalillos que correteaban por el tejado, evidentemente asustados.

– Son gatos -explicó la mujer-. Hay más de veinte.

– Seguro que ellos no gritaron pidiendo socorro -dijo lacónicamente el marido-. Anda, vamos, o nos atracará cualquier rufián y nos quitará los pasaportes y el dinero que nos queda.

– Pero alguien gritó pidiendo socorro; y en inglés, además. A lo mejor se ha caído por el acantilado.

– Sí, claro, y también podría ser una trampa -repuso el marido, en un cuchicheo alto y misterioso, pues había llegado ya a la siguiente curva del camino del acantilado-. Podría ser uno de esos drogadictos que busca dinero para su próxima dosis.

Obstinada, la mujer se quedó un rato escuchando y observando la extraña agitación de los gatos en el tejado a oscuras.

De pronto, oyeron el ruido de pisadas y el repiqueteo de latas vacías de bebida arriba, acompañados de un canturreo beodo.

– Anda, mujer, vámonos ya, por lo que más quieras, o tendremos que vérnoslas con una pandilla de borrachos.

Ella corrió a su lado y se quedaron en la parte exterior del camino; siete suecos fornidos, con el pecho al aire, lanzaban insultos al parecer inofensivos mientras bajaban a saltos los peldaños demasiado espaciados de la Cuesta del Tajo hacia el Paseo Marítimo y el apagado ruido de las olas más lejos en la playa.

El matrimonio inglés se encontró ahora en una zona deshabitada del callejón empedrado, en la que no había bares, tiendas ni pensiones y en la que una verja protegía a los transeúntes del borde de la escarpadura. Una vez más, el barrigudo turista se detuvo a tomar aliento y su inquisitiva esposa atisbo por el pretil.

– Ya no se oye nada -comentó la mujer-. Pero estoy segura de que allá abajo hay alguien herido.

– Olvídalo, ¿quieres? -jadeó el hombre, cansado por la subida, el exceso de cerveza ingerida y el húmedo bochorno que incluso a aquella hora de la noche le resultaba absolutamente agotador-. Procuremos llegar a casa sanos. Este pueblo está lleno de borrachos y vagabundos extranjeros y también de yonquis que le cortarían el cuello a su madre por dos duros.

La mujer se volvió de mala gana y le siguió de nuevo cuesta arriba, pasando sin prestarle atención el farol que parpadeaba bajo la pequeña imagen del Ángel de la Guarda, ante la que algún devoto había colocado una pequeña ofrenda de claveles rosas y rojos.

Cuando doblaron hacia la placita que señalaba el extremo sureste de la principal calle de peatones de San Miguel, que constituía durante el día el atestado centro comercial de Torremolinos -aunque a aquella hora avanzada estaba prácticamente desierta-, la inglesa pelirroja vio a dos policías municipales que charlaban junto a la sucia fuente.

– Voy a decirles que oímos a alguien pedir socorro -dijo la mujer, con resolución-. Es nuestro deber.

– Pero si no sabes español ni para preguntarles por su padre -protestó el marido, jadeante-, ya me dirás cómo vas a explicarles que crees que alguien se ha caído por el acantilado. Además, hoy no has traído tu libro de frases hechas.

– Me haré entender -afirmó ella, con esa arrogante seguridad de la burguesía inglesa, decidida a ser a la vez firme y paciente con los simplones agentes extranjeros.

Cuando se acercaba a los dos individuos de uniforme azul, éstos se apresuraron a echar al agua los cigarrillos que aguantaban en la palma de la mano y la saludaron cortésmente.

– Alguien necesita ayuda, agente -dijo la mujer muy alto y muy despacio, dirigiéndose al mayor de los dos policías, suponiendo, como suelen hacer los ingleses, que todos los extranjeros son sordos como tapias, además de infantiles-. Abajo en el acantilado. Tienen que ser ingleses.

Tiró al policía de la manga y señaló al otro lado del muro de enfrente, tras el restaurante instalado en las ruinas de la torre de uno de los molinos de viento que dieron nombre al lugar.

El municipal la siguió con evidente desgana y miró por el pretil y luego se volvió a ella, perplejo.

– ¿Pierde usted algo, señora? -le preguntó, en inglés chapurreado.

– No, no, no he perdido nada -dijo ella, pronunciando las palabras meticulosamente-. Alguien está allá abajo perdido.

– Ah, ¿entonces usted no?

– No, yo estoy aquí, como pueden ver. Otra persona. Era voz de hombre, y hablaba en inglés -la mujer se impacientaba por momentos-. Necesita ayuda, por su tono, con mucha urgencia. ¿Irán ustedes ahora a investigar?

El agente de más edad observó el aire resuelto de la extranjera, y la saludó con gran cortesía.

– Sí, sí, señora. Iremos a investigar. Usted vuelva a casa.

– Muy bien. ¿Van ustedes a investigar?

– Investigaremos, sí, mucho. Ya vamos. Ahora, usted váyase con su hombre.

Ante esto, el rostro de la mujer, ya bastante enrojecido por el sol, adquirió el tono de la cresta de un pavo.

– Muy bien. Muy buenas noches, agente.

Cogió del brazo a su marido y ambos doblaron hacia San Miguel.

– «Mi hombre», ¿qué te parece? ¡Vaya impertinencia! Cualquiera pensaría que vivimos en pecado.

– No creo que fuera su intención insinuar que soy una de tus conquistas ocasionales -dijo el marido, un tanto burlón-. Lo que pasa es que su inglés no es mucho mejor que tu español.

La pelirroja se volvió a mirar con recelo a los dos municipales que, apoyados en el muro de contención, encendían nuevos cigarrillos.

– Creo que no tienen la más mínima intención de ir a ver lo que pasa.

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