– Era un psicópata peligrosísimo. Se proponía empezar luego conmigo, pero yo supe que no me pasaría nada cuando atisbé al jefe rondando por allí por la mañana.
– Reconoció tus gemidos -le ayudó a beber agua y luego le preguntó-: Hay algo que aún me intriga, Ángel. Anna, la propietaria de la Casa España, me dijo que Paulette regresó ayer a Marsella, aunque aún estaba conmocionada. ¿Quién fue quien intentó violarla? ¿Pudo haber sido El Ángel de Torremolinos? Creo que no encaja con sus conocidas proclividades, ¿no es así?
– ¿Quieres decir que era más probable que nos buscara a Jimmy o a mí y se confundiera de dormitorio? No, no fue él.
– ¿Quién, entonces?
– ¡Y te crees detective! No era tan difícil adivinarlo. Tú misma dijiste que había sido un trabajo interior, por así decirlo.
– ¿No sería Albert, el propietario? Es un viejo cerdo.
– Por supuesto que no, tonta. ¿Cómo iba Paulette a buscar protección en él y en su mujer si él fuera el violador? La francesa sabía perfectamente quién era y quizá le había invitado, por curiosidad, al principio, hasta que intentó ejecutar actos perversos con ella.
– Estoy perpleja.
– Si te hubieras dignado hacer cola en la caseta la noche siguiente habrías localizado inmediatamente al culpable. ¿Recuerdas que Paulette tenía restos de piel humana en las uñas?
– No me lo digas. Fue el marroquí rizoso.
– Acertaste a la tercera.
– ¿Por qué no le detuviste?
– Se lo propuse a Paulette, pero se negó de plano a presentar la denuncia. Dijo que había sido una experiencia tan horrorosa que no podría hablar nunca a nadie de ello y que desde luego no a un juez de instrucción.
– Verdaderamente debió ser espantoso -dijo Elena, suspirando, con expresión entre burlona y soñadora.
Él le dio un codazo.
– ¿Sabes? Estarás más segura conmigo.
– Creo que es hora de que vaya a consolar al pobre Jimmy -dijo ella alegremente-. Está claro que a ti no te pasa nada.
– Más vale que tengas cuidado con ese toro irlandés pelirrojo, si es que aún está entero.
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