David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Nada. He tomado muestras del agua del río, del suelo y de la vegetación por si necesitamos hacer comparaciones posteriores.

– Entonces será mejor que veamos lo que ha sacado Lista en claro del camino de sirga. ¿Dónde está Miranda?

– Cruzó el puente para ver lo que hay por el camino norte.

– Lástima que no hayamos traído todo nuestro equipo -dijo Bernal con un suspiro-; pero lo importante es llevar la investigación de manera discreta, sin despertar la alarma entre los vecinos. No nos interesa que se descuelguen por aquí los chicos de la prensa.

– Jefe, si quiere voy con Lista y mando a mi ayudante que vaya donde Miranda.

– No. Lista se ha encargado del trecho más largo de la orilla. Ve con tu ayudante y reuníos los dos con él; yo mientras trabajaré con Miranda. Nos reuniremos aquí, junto al coche, a las once en punto. Encargare a uno de los jardineros que nos traiga un poco de café para entonces.

Mientras el sol fue ascendiendo por el claro cielo turquesa, el día se tornó casi agradable, si bien flotaba todavía algo de humedad en el aire próximo al río. Poco antes de las once, tras una infructuosa búsqueda por la orilla norte, Bernal y Miranda oyeron que Lista les llamaba desde el Jardín de la Isla.

– He encontrado algo, jefe -dijo con expresión triunfal, alzando una prenda negra. Bernal y Miranda se apresuraron a reunirse con el-. La he encontrado en unos matorrales que hay junto al puente de la población, un poco por debajo de donde la esclusa vierte el agua del río en la acequia que cruza el palacio. El tejido es de lana y presenta algunos enganches y desgarraduras.

– ¡Pero si es una sotana! -exclamó Bernal-. Vaya hallazgo. ¿Es de la misma talla del muerto?

– Eso parece, jefe -dijo Lista mientras estiraba la prenda por la parte de la cintura-. La escarcha la ha humedecido, pero no está empapada, lo que indica que no ha estado sumergida en el agua ni ha permanecido mucho tiempo en medio de toda esta vegetación, menos aún expuesta a las lluvias de la semana pasada.

– ¿Encontraste algo en los bolsillos? -preguntó Bernal.

– Tan sólo doce pesetas, un rosario y seis terrones de azúcar con un envoltorio en que dice: «Envase especial para esta casa.»

– Como es lógico, no venía el nombre del establecimiento.

– No, jefe. Hay cientos de miles de bares y cafeterías corrientes con esa clase de azúcar.

– Pero en Aranjuez no puede haber muchos. Quizá valga la pena investigar al respecto más tarde, si tienes ocasión.

– He tocado lo menos posible, con pinzas, el contenido de los bolsillos, para que Varga pudiera analizar las huellas. Está probando suerte ahora en la furgoneta, pero las superficies de los objetos son muy pequeñas.

– Esperaré a que analice la sotana en el laboratorio con su nuevo sistema de autografía electrónica; tócala pues lo menos posible. Aunque observo que es de un tejido muy basto; es difícil que Varga pueda sacar algo en limpio. Ah, ya viene el café. Lista, dale la sotana a Varga y no menciones el hallazgo a los jardineros.

Éstos aparecieron en aquel punto con dos bandejas con termos, tazas de loza y un plato de croasanes, cuya contemplación despertó en Bernal un súbito apetito como no había sentido hacía muchos meses. Será el aire del campo, pensó.

Mientras se tomaba el café, charló con aparente despreocupación con padre e hijo a propósito de Aranjuez, de su población y de sus comercios; luego les preguntó por las instituciones religiosas.

– ¿Y las hermanas franciscanas? ¿Siguen en el convento de San Pascual?

– Sí, comisario -dijo el padre.

– ¿Y la iglesia de San Antonio? ¿Siguen diciendo misa todos los días?

– Pues claro. Allí es donde yo voy.

– No hay otros conventos, ¿verdad?

– Bueno, se ha abierto una nueva casa, al otro lado del río, mirando desde el embarcadero. Los hermanos ocuparon una mansión antigua y la han transformado.

– ¿Qué son? ¿Cistercienses? -preguntó Bernal.

– No, se trata de una orden nueva. Ellos la llaman Casa Apostólica.

– ¿Son muchos hermanos?

– Unos treinta, nos parece, aunque la mayor parte vive en clausura y no va al pueblo. A los únicos que vemos nosotros son al padre Gaspar, el prior, que es quien se encarga de la administración, y al padre Dámaso, que se ocupa de las compras en las tiendas y todo eso.

– Es interesante -dijo Bernal, sin poner de manifiesto que en realidad estaba sumamente interesado-. Nunca había oído hablar de esa orden. ¿Qué hábito visten?

– Uno negro, parecido a una sotana, con cordón rojo trenzado en la cintura y una cruz al extremo del cordón.

– Lo que pasa es que no es una cruz normal -interrumpió el hijo del jardinero-. Yo he visto de cerca la cruz del padre Dámaso y se parece a esas cruces que llevan los alemanes en las películas viejas, a la Cruz de Hierro, pero sólo por la parte de arriba; por abajo termina como una especie de puñalito. Casi parece un abrecartas.

Terminado el café, Bernal envió a Varga junto con Lista para que fotografiasen y buscasen en la parte de la orilla próxima al lugar en que se había encontrado aquel hábito religioso, mientras por su parte decidía hacer con Miranda una visita al padre Gaspar.

Mientras avanzaban por el paseo (que había inspirado a Joaquín Rodrigo el Concierto de Aranjuez cuando el compositor ciego pasaba su luna de miel en aquel pueblo delicioso, antes de que el lugar sufriera temporalmente los estragos de la guerra civil), Bernal señaló a Miranda unas ranuras que había en el empedrado, cerca de los muros de palacio.

– ¿Sabes qué era eso, Miranda?

– Pues unos surcos que se hicieron y que después se taparon. Bueno, son como líneas paralelas con una distancia de metro y medio entre sí; y van derechas a la puerta principal de palacio.

– ¿Y no te imaginas para qué servían?

– No, a menos que hubiese aquí una especie de tranvía que se utilizase durante la construcción o reforma del palacio.

– Caliente, caliente -bromeó Bernal-. Son los restos de la segunda línea férrea que se instaló en España; se terminó en 1851, el tren enlazaba Atocha con Aranjuez y la gente le llamaba el Fresa. Construyeron un ramal de una sola vía hasta palacio, e incluso entraba en el vestíbulo principal, donde se instalaron raíles plateados. Lo inauguró Isabel II y lo financió el banquero don José de Salamanca.

– Pues la locomotora tenía que poner perdido de humo el palacio.

– No creo. El vagón real se ponía en la cola y el tren reculaba desde la estación. Era una maniobra habitual.

– ¿Y la reina no podía venir en un coche de caballos desde la estación?

– Ya lo hacía antes; pero detestaba las carreteras, que estaban en mal estado, y el ir en coche le resultaba molesto a causa de una cistitis crónica que padecía; según los rumores, sus frecuentes líos amorosos con los guardias reales habían acabado por producirle esa inflamación. Muchos de los coches reales y tronos de su época tenían un orinal debajo del asiento.

– Ya entiendo. Y como llevaba tantas telas y miriñaque, nadie se daba cuenta de cuándo hacía sus necesidades.

– Tenía un temperamento autoritario, pero el pueblo la adoraba por reunir en su sola persona todos los viejos vicios nacionales.

Aunque la Casa Apostólica estaba a menos de medio kilómetro, Bernal consideró que debían ir en el vehículo oficial para que no se notase que habían estado investigando en un lugar próximo.

No escapó a Bernal que aquella nueva orden religiosa tenía que contar con un buen respaldo financiero, cuando se detuvieron ante las grandes puertas de hierro labrado de una restaurada mansión del siglo dieciocho, rodeada de amplios jardines. Transcurrió un rato antes de que respondiera a la llamada un monje o fraile, no estaban seguros, entrado en años y ataviado con un hábito negro, que preguntó al chófer de la policía por el motivo que les había llevado allí.

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