David Serafín - Golpe de Reyes
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Ya en el despacho, Navarro quiso saber si su jefe había desayunado.
– No, aún no. Pero podrías decirle al subinspector de servicio que nos pida unos cafés y croasanes.
– Ya he hablado con el doctor Peláez y dice que le recojamos en su chalet de Perales. Nos viene casi de camino. Su ayudante se trasladará directamente a Aranjuez con la furgoneta mortuoria. ¿Damos parte al juez municipal de la localidad?
– No, si hay medio de evitarlo. Vamos a servirnos de la autorización real para saltarnos los pasos rutinarios. A fin de cuentas, el cadáver se ha encontrado en terrenos que pertenecen al Patrimonio Nacional y es más que probable que el Rey tenga primacía sobre la jurisdicción local.
– Varga prepara ya a su equipo de investigación in situ. Va a llevarse la furgoneta con los materiales. ¿A quién vas a llevar contigo, jefe?
– Yo creo que lo mejor sería que Miranda y Lista vinieran conmigo.
Una vez que les hubieron llevado el desayuno, Navarro preguntó a Bernal sobre la visita de la víspera al Instituto Anatómico Forense.
– Hombre, perdona que no te lo haya dicho antes. Estuve observando muy atentamente al hermano mayor del capitán Lebrija cuando vio los restos carbonizados. Aunque es un hombre impasible, se comportó de forma extraña, en mi opinión. Cualquiera habría comprendido que la identificación era imposible, y sin embargo afirmó, casi en el acto, que aquel cadáver podía ser perfectamente el de su hermano. Sólo después se le ocurrió preguntar a Peláez cómo nos las apañamos para suponer que el cadáver podía ser el de José Antonio Lebrija, así que tuvimos que explicarle el método de la tomografía comparada. Y, de veras te lo digo, me dio la impresión de que el heredero al marquesado de la Estrella conocía de antemano la muerte de su hermano menor. Pese a todo, no manifestó la menor señal de duelo.
– Tal vez se trate de una muestra de la típica contención aristocrática. ¿Y si el cómplice que estuvo en La Granja con el capitán Lebrija hubiera comunicado lo ocurrido a la familia, o a alguno de sus miembros, durante el domingo pasado, luego de desaparecer del escenario?
– Estoy seguro de que es lo que ocurrió. Es posible que la marquesa no lo supiera al principio; la emoción que sufrió me pareció auténtica. Pero el cómplice se puso en contacto probablemente con el marqués y el primogénito en la finca familiar.
– Lo que les puede implicar en el asunto de Magos, jefe.
– Desde luego. Pero ¿se limitan a estar al margen sólo a causa de la implicación del capitán Lebrija? Esto es lo que hay que averiguar. ¿Has sabido algo más de los intereses generales del marqués?
– Un poco. Para empezar, toda la familia es acérrima partidaria del mantenimiento de la misa en latín.
– Bueno, eso explica lo que Miranda y yo vimos el viernes, y la presencia de aquel obispo «preconciliar» en la casa.
– El difunto padre del marqués era un monárquico destacado, miembro del séquito de Alfonso XIII y uno de los pilares de la dictadura de Primo de Rivera. Huyó a París cuando la Segunda República y murió en el extranjero. El marqués actual volvió para unirse a los rebeldes en cuanto Franco se sublevó en el norte de África. Obtuvo el grado de coronel de artillería en 1939 y luego se ocupó de administrar sus grandes propiedades andaluzas.
– ¿Se ampliaron desde entonces sus intereses financieros?
– Notablemente, sobre todo a partir de los años sesenta con la nueva industrialización. Es consejero de tres bancos, accionista de unas cuantas compañías españolas de servicios públicos y armamento, y también de varias multinacionales. Él y sus hijos son miembros, además, de una organización o fundación católico-apostólica que hasta el momento no ha obtenido la sanción papal.
– Averigua lo que puedas de esa fundación religiosa, Paco.
– Lo haré, jefe. Por cierto, el inspector Ibáñez, de Archivos Generales, te ha invitado a comer hoy, si tienes un momento. Dice que ahora le toca pagar a él.
– Gracias, Paco. Ya le haré saber que por lo menos hoy tenemos demasiado trabajo por delante.
Una vez que hubieron salido de la ciudad por los arrabales pobres del sureste y entrado en la Autopista A-3, que no tardaba en terminarse para ser otra vez la antigua N-III Madrid-Valencia, Bernal volvió a encontrarse con el monótono y desnudo paisaje que le traía recuerdos de la guerra civil. En aquellos cuarenta y cinco años parecía que la carretera apenas hubiese cambiado. Había sido por aquella amarga carretera de huida y exilio ulterior por donde, en noviembre de 1936, el único obrero que había presidido el Consejo de Ministros en toda la historia de España, el «incorruptible» Francisco Largo Caballero, había partido con su Gobierno socialista hacia Valencia, desde donde había gobernado la España republicana hasta que sus colegas de Gobierno le habían obligado a dimitir en mayo de 1937. Algunos de aquellos colegas le habían negado con desprecio incluso el lujoso derroche de un vehículo en 1939 y a la edad de sesenta y ocho años se había visto en el brete de tener que ir andando a Francia, donde tiempo después fue entregado a los nazis, que lo encerraron en el campo de concentración de Oranienburg. El «Lenin español», como Moscú antes le había apodado, no sólo había sobrevivido a esta experiencia, sino que además había vuelto a París, donde había escrito sus memorias poco antes de morir, en 1946. Cuando Bernal, instado por Consuelo Lozano, había ido a presenciar la fase final del traslado de los restos de Largo desde el Père Lachaise hasta el madrileño cementerio civil del Este el catorce de abril de 1978, se había quedado impresionado, no tanto por el millón de personas que se había congregado en las calles en respetuoso silencio, con algún que otro grito, rápidamente acallado, de «¡Viva la República!», ni por el interminable desfile de banderas con los colores rojo, amarillo y morado, cuanto por la totalmente inesperada reaparición de los acerados rasgos faciales de Largo, embalsamado en el ataúd de tapa de cristal. Nadie se habría sorprendido si en aquel momento hubiera levantado la tapa y hubiera saludado con el puño cerrado antes de llegar a su último lugar de descanso, ya que en vida había hablado de manera casi ininterrumpida de la «voluntad de acero» que hacía falta para llevar a cabo la revolución, y había demostrado de manera inigualable la posesión de aquella voluntad durante la vejez.
El día se había aclarado cuando llegaron a Perales, en la orilla norte del Tajuña. Bernal encontró al doctor Peláez en la puerta del chalé, oteando la carretera con dificultad tras los gruesos cristales de sus gafas. Cuando el coche se detuvo, Peláez hizo un tardío gesto de saludo, y volvió a la galería para coger el maletín negro.
– Así que me has conseguido otro, ¿eh, Bernal?
– Un ahogado, al parecer, en los terrenos del palacio de Aranjuez.
– ¿Cuándo se descubrió?
– A primera hora de la mañana.
– Supongo que lo sacarían del agua.
– Parece que sí, pero con mucho esfuerzo -dijo Bernal-. El intendente de palacio dijo que la corriente del Tajo es muy fuerte en ese tramo, sobre todo después de las últimas lluvias.
– ¿Quién lo descubrió?
– Alguien del personal de palacio.
– El cadáver, ¿es de varón o de hembra?
– Varón, de mediana edad, calvo. Todavía no identificado.
Una vez que hubieron cruzado el puente que llevaba a Aranjuez y llegaron a la avenida principal, la calle de la Reina, el coche y la camioneta de los técnicos torcieron a la derecha para seguir a lo largo del Jardín del Parterre, donde les aguardaba la furgoneta mortuoria que el ayudante de Peláez había conducido directamente desde Madrid. El coche de Bernal se puso en cabeza y se dirigió a la elegante fachada oriental del palacio. Se encontraron allí con el intendente, que les esperaba bajo el imponente pórtico de entrada con dos lacayos ataviados con la librea real de oro y azul marino.
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