La mujer estrujaba un pañuelo entre los dedos y miraba con aire desdichado a Bernal.
– ¿Cuál es el nombre completo de su hija, señora? -le preguntó Elena.
– Paloma Ledesma Pascual.
– ¿Tenía siempre el mismo novio?
– No. Fue así hace años, cuando era más joven. Ahora tiene veintidós años y a mí me gustaría que se casara. Siempre le digo que se va a quedar para vestir santos, pero ella sigue saliendo con hombres mayores, hombres para los que ella trabaja a veces, cuando la agencia se lo indica.
– Entiendo -dijo Bernal-. ¿No tiene su hija otros intereses o aficiones?
No hasta que comenzó todo este jaleo político. Entró en el Partido Socialista Popular y anda por ahí ayudándoles por las noches en lo de la propaganda. A su padre no le importa ya. Es un socialista de toda la vida -dijo la mujer, alzando la cabeza con aire desafiante, como si ya fuera libre de decir lo que no habría podido decir, no en aquel local precisamente, durante los últimos treinta y ocho años.
– Señora Ledesma, ¿me equivoco si supongo que ha estado usted en el piso de su hija?
– Sí, he estado allí. Ella me dio una llave y voy a limpiar cuando está fuera trabajando.
– ¿Y no tiene ninguna idea de adónde puede haberse ido su hija? -insistió Bernal.
– No, allí no falta nada, salvo la ropa que seguramente lleva puesta, ninguna nota ni nada parecido.
– ¿Podría describirnos usted esa ropa?
– Sí, claro, pero ya lo he hecho en la sección de Desaparecidos.
– Estupendo, estupendo -dijo Bernal con simpatía-. Estoy seguro de que su hija está sana y salva en alguna parte, quizá con algún amigo, pero como usted no sabe nada de ella desde hace once días ni la ha visto el portero de la casa en que ella vive, a mí… -Bernal vaciló-, a mí me gustaría que usted nos ayudara. Hay una chica desconocida a la que no podemos identificar y que tal vez encaje con la descripción de su hija.
– ¿Quiere decir que está muerta, verdad, la chica que quiere que yo vea? No puedo, no quiero hacerlo -la mujer se vino abajo y Elena corrió junto a ella.
– No se preocupe -dijo Elena-, no tiene por qué hacerlo. ¿Cree que su marido…?
– No, no, tengo que evitarle este trago -dijo la mujer con energía-. Iré con ustedes. Vamos donde sea.
La señora Ledesma guardaba silencio mientras los tres bajaban hasta la calle Santa Isabel. El doctor Peláez salió a recibirles y les condujo a la sala de espera. Llevó a Bernal aparte.
– La hemos limpiado a conciencia, Luis, y no tiene tan mal aspecto. Puedes hacerla pasar.
La madre se puso pálida cuando se abrió el cofre de la cámara frigorífica y, tras lanzar un grito ahogado, se desmayó en brazos de Bernal en el momento de reconocer a su hija.
Bernal puso inmediatamente en acción a su personal. Consiguieron una lista de los últimos patronos de Paloma Ledesma en la agencia de mecanógrafas y fueron a interrogarles. Navarro fue a la sede central del PSP, donde Paloma había colaborado por iniciativa propia. La madre no supo reconocer la ropa encontrada en el cadáver y estaba segura de que no era de su hija, excepción hecha de la bufanda roja. Dijo además que faltaba una sortija grande, con una amatista, en la mano izquierda de la muchacha.
El estudio alquilado por Paloma en El Carmen se registró a fondo y se investigaron todas las superficies, en busca de huellas, pero sin ningún resultado. Varga buscó restos de pelo incluso en los desagües del lavabo y el baño, pero todos los encontrados eran de la joven. El único descubrimiento fue una pequeña cantidad de cocaína en un sobre blanco. Estaba claro que era aficionada a esnifar cocaína. Bernal se preguntó quién de sus amigos la habría iniciado.
Les costó tres días terminar los interrogatorios de los ocasionales patronos de la chica, así como de los activistas del PSP que la conocían, aunque la pesquisa no dio mucho de sí. A todos los interrogados se les buscó ficha en los archivos criminales, pero no se encontró nada de importancia. La vigilancia de Cuatro Caminos seguía sin dar resultado.
Mientras tanto, Bernal recibió los partes definitivos sobre la segunda chica asesinada, que aún estaba por identificar. Su grupo sanguíneo era el AB positivo, diferente por tanto del B negativo que había manado de la bolsa de plástico que le habían encontrado en la boca. Le habían inyectado cocaína, o se la había inyectado ella sola, y la habían asfixiado, aunque no por estrangulamiento manual, mientras estaba inconsciente. A los Ledesma y los patronos y conocidos de Paloma les fueron enseñadas algunas fotografías de la otra muchacha, pero ninguno dijo conocerla. Sin embargo, Bernal intuía la posibilidad de que las dos chicas se hubieran conocido, quizás en algún bar o club nocturno adonde acostumbraran ir, sólo que Paloma no parecía haber llevado una vida social muy abierta al comentario, según los que la habían conocido, o, por lo menos, nadie quiso revelar nada.
Procuró dominar su sensación inicial de que estaba en un callejón sin salida; al fin y al cabo, alguien tenía que saber algo, aunque por el momento era difícil asegurar quién callaba con tanta deliberación. Si al menos se identificara a la segunda chica, estaría en situación de buscar relaciones entre las dos, cosa que arrojaría una imagen general de los asesinatos y conduciría al asesino. Uno más uno sumaban mucho más de dos.
Miró hacia el río de gente de la calle Carretas, brillantemente iluminada, bajo la ventana del despacho. Las tiendas habían cerrado a las 8, pero la marea de los mirones de escaparates, los que esperaban al novio o la novia, los incondicionales de los bares y los buscavidas de ambos sexos no había disminuido. Era la hora de tomar tapas regadas con una caña de cerveza o un chato de tinto. Unos metros más allá, donde la calle desembocaba en la Puerta del Sol, vio una hilera de coches cuyos ocupantes agitaban banderas nacionales por las ventanillas al ritmo sincopado del claxon. ¿Falangistas? ¿O Fuerza Nueva? Sin lugar a dudas, un grupo derechista que protestaba por la legalización del Partido Comunista. Había leído en los partes nocturnos que había habido encontronazos menores entre grupos rivales en Gran Vía y Callao durante tres noches seguidas. El ministro había solicitado que la Brigada Antidisturbios se apostase en los puntos clave.
Tras cerrar el despacho, Bernal se dirigió a la salida lateral y no tardó en verse engullido por el alud de viandantes vespertinos, aunque se las arregló para comprar un diario de la tarde. Los titulares le sobresaltaron: ¡Pánico en el Metro! ¡Joven asesinada en Atocha! La prensa no había perdido el interés en el asunto. El diario informaba, sin acertar demasiado, sobre el segundo crimen, a raíz sobre todo de las exageradas versiones aportadas por las testigos localizadas por los periodistas. No obstante, todo quedaba eclipsado por una llamativa fotografía del cadáver manchado de sangre que fue hallado en el andén de la estación metropolitana de Atocha. Mientras bajaba las escaleras del Metro, Bernal tuvo la impresión de que el asesino, donde estuviese, se estaba regocijando en ese momento con todo aquel sensacionalismo.
Aquella noche, en la sede central del PSOE de la calle Ferraz había una actividad febril con vistas a las múltiples reuniones y mítines al aire libre que se sucederían en la recta final de las elecciones. Las muchachas que cosían las iniciales doradas del partido en las banderas rojas charlaban con emoción. ¿Acudiría aquella noche el secretario general, Felipe González, para darles ánimo?
– ¡A mí me daría un desmayo si me dirigiese la palabra! -dijo Isabel Ordóñez a la muchacha que tenía al lado-. Es tan hombre, tan atractivo.
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