– Pues tiene una mujer guapa, ¿verdad? -dijo la compañera con malicia-. A propósito, ¿qué habrá sido de tu amiga, de Mari Luz? Hace ya cinco noches que no se la ve por aquí.
– A lo mejor se la ha llevado por ahí su nuevo novio -replicó Isabel-. Parecía demasiado mayor para ella, de unos cuarenta y tantos… Le vi mientras la esperaba, hace una semana. Un tío de pinta rara, muy grandote y con la cara chupada. Nos miró de una forma muy extraña, intensa, cuando salíamos. Estaba mejor cuando sonrió.
Exactamente a las nueve de la mañana del viernes tres de junio, en la calle del Conde de Peñalver, el remilgado gerente de la librería Peñalver dictaba una carta destinada a María de la Luz Cabrera Salazar.
– Jamás -exclamó ante la secretaria madura y con gafas-, jamás, en veinte años, he tenido una empleada que abandonara el trabajo sin dar explicaciones. ¡Casi una semana entera! Y, por si fuera poco, una buena empleada -la secretaria frunció los labios-. Sí, ya sé que es un poco pizpireta y que le gusta hablar demasiado con los hombres, pero esto no perjudica el negocio. Y ella sabe dónde están los libros. Pero hay que despedirla, no hay otro remedio, aunque sea de muy buena familia. El problema va a ser que su padre, el teniente general, es amigo del dueño…
– ¿Por qué no llamamos a la familia por si estuviera enferma? -dijo la secretaria con prudencia.
– Vamos, usted sabe que vive sola en un piso de Quevedo. Durante toda la semana pasada la he llamado sin que contestara nadie.
– Pero ¿y la casa de su familia? ¿No sería mejor telefonear al padre antes de enviar la carta? Quiero decir que, siendo amigo del dueño…
– Sí, tal vez tenga usted razón. ¿Le importaría buscarme el número?
El padre de Mari Luz, el teniente general, se quedó de piedra al enterarse de que la muchacha no estaba en su puesto de trabajo. Él la llamaría inmediatamente sin hacer caso de las recientes diferencias políticas desatadas entre ambos.
Mientras se dirigía en el coche oficial al estudio de su hija, el general Cabrera se preguntaba cómo había podido engendrar una criatura comunista. Pues ella no era otra cosa, le había dicho él una vez tras otra, se llamara como se llamase el partido. Todos, había insistido el padre, estaban dirigidos por marxistas y masones, como ya había previsto el finado generalísimo, y llevarían a España a la ruina.
Entró a zancadas en el moderno edificio de apartamentos de la calle Eloy Gonzalo sin prestar atención al portero, y tomó el ascensor hasta el piso de la hija. Tras aporrear la puerta en vano, bajó en el ascensor para interrogar al portero. El nervioso joven fue obligado a revelar que Mari Luz faltaba desde hacía casi una semana e invitado persuasivamente a enseñar un duplicado de la llave. Tuvo energía suficiente para insistir en acompañar al viejo rigorista en la inspección del estudio.
El general paseó por la estancia con movimientos bruscos, cogiendo y dejando objetos sin el menor propósito, todos ellos o de acero inoxidable o de resistente cristal sueco. Observaba la decoración moderna y un tanto surrealista con disgusto evidente.
– ¿Por qué no vivirá en su casa, con su familia, como una joven decente y temerosa de Dios? ¿Eh? -se dirigía al joven portero, pero estaba claro que no esperaba respuesta-. En fin, la cosa ya no tiene remedio. Voy a llamar a Desaparecidos -se dirigió con tal fin al teléfono-. ¿La vio usted salir con alguien? -preguntó al portero.
– No… no, señor -balbuceó éste-. Salió a eso de las 8 de la noche del pasado lunes y no la he vuelto a ver desde entonces. ¿Quiere que pregunte al portero de noche?
– No hace falta. Ya lo hará la policía.
El inspector encargado de la sección de Desaparecidos telefoneó a Bernal con cierta agitación.
– Un teniente general que se llama Cabrera acaba de llamar para preguntarnos por su hija, comisario; parece que no la han visto desde la noche del treinta de mayo. La descripción que ha dado podría encajar con la joven que ustedes encontraron muerta en el Metro el día treinta y uno.
– ¿Le dijo usted esto?
– No, no, pensé que le correspondía a usted. Habida cuenta de su categoría, comisario, ¿no cree que sería mejor ir a verle a su despacho?
– ¿Y dónde lo tiene? -preguntó Bernal.
– En el Ministerio del Ejército, calle Prim.
– Está bien. Haré que Navarro le pida hora y ya iremos a verle.
Navarro concertó la cita para el mediodía y Bernal sugirió ir con el mayor de los coches oficiales, un Seat tipo limusina, para impresionar al cuerpo de guardia.
El general Cabrera le acogió con cordial condescendencia, aunque Bernal tenía idea de que su empleo de comisario de primera, en la carrera policial, era de categoría análoga a la de un teniente coronel en el ejército.
– Espero que encuentren ustedes a mi hija Mari Luz. Aún no se lo he dicho a mi esposa; se pondría muy nerviosa, no sabe usted hasta qué punto. Luz es la menor de los cinco que tenemos y la única que aún no se ha casado y sentado cabeza. Le encontré un bonito trabajo en la librería de un amigo mío.
– ¿Dónde está la librería? -preguntó cortésmente Bernal.
– En la calle del Conde de Peñalver. Creo que se llama Librería Peñalver. Cuando hace seis meses nos dijo que quería vivir sola en un piso, su madre, naturalmente, se intranquilizó. Cuando los otros se nos fueron, nos trasladamos a otra casa, en Arturo Soria, demasiado grande para nosotros, sin embargo, como a mi mujer le encantan las fiestas, no sabe usted hasta qué extremo, tuve que ceder ante sus lagrimitas.
– ¿Tiene novio su hija, general?
– No, que yo sepa. Solía presentarnos a los jóvenes más ineptos, pero no tardé en poner punto final a aquello. Sacacuartos, adiviné. Ninguno tenía ni siquiera dos pesetas para agitarlas y llamar la atención. Últimamente me ha tenido preocupado con toda esta majadería política que nos invade -el general vaciló-. Descubrí que se había afiliado al Partido Socialista Obrero Español. ¿Se lo imagina, comisario? ¡Maldita idea, la hija de un general mezclada con esos sinvergüenzas! Y hasta va a ayudarles en la sede central. Nos peleábamos por esto y yo la acusaba de ir contra los intereses de su familia. Tal vez fuera demasiado lejos, ¿no? Pero tenía el deber de advertirla de los rojos que pululan en esos partidos, ¿verdad?
Miraba a los dos hombres con aire de autojustificación. Bernal mantuvo una expresión neutral.
– ¿Cuánto tiempo hace que ayuda en la sede del partido, general?
– Pues… hace unas semanas, creo. Desde que empezó esta ventolera ridícula. Tengo entendido que sólo acude allí los días laborables por la noche.
– Entonces por ahí empezaremos las pesquisas. Hay un asunto en que podría usted ayudarnos, general -Bernal hizo una pausa y luego sacó un sobre del bolsillo-. ¿Sería tan amable de echar una ojeada a esta fotografía?
El general Cabrera se caló unos lentes de montura de oro y observó la foto de la cara de la segunda chica encontrada muerta en el Metro.
– Bueno -dijo de mala gana-, podría ser Mari Luz; en cualquier caso se le parece mucho. Pero esta chica parece muy enferma, comisario.
– General, siento muchísimo tener que pedírselo, pero nos gustaría que nos acompañase para efectuar una identificación.
– ¿Quiere decir que han detenido a mi hija? -estalló el general-. ¡Dios mío, esto es un escarnio!
– No, no, general, es bastante peor. Lo que le pedimos es que eche un vistazo al cadáver de una joven que está en el Instituto Anatómico Forense.
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