David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Bueno, les demostraría que tenía un estómago tan fuerte como ellos, quizá más fuerte, puesto que creía a pies juntillas que las mujeres eran mucho más resistentes ante lo desagradable, como las madres, las enfermeras y las monjas demostraban todos los días en hospitales, asilos y domicilios particulares. Creía que los hombres se volvían más blandos cuanto más viejos, más predispuestos a vomitar ante el primer mal olor que les soplaba en la nariz, aunque exceptuaba de esta regla a los bomberos, los conductores de ambulancia y, por supuesto, al doctor Peláez, de quien para sus adentros, sospechaba que era necrófilo.

Después de ocho días de plantón en Cuatro Caminos, encerrada en la taquilla la mayor parte del tiempo con Victoria Álvarez, cuyos temas de conversación eran bastantes limitados, Elena comenzaba a tener dudas acerca de la sensatez de lo que allí hacían. Entre ella y Ángel Gallardo habían investigado todo lo remotamente sospechoso, incluyendo mendigos, tullidos y niños gitanos con baratijas y hatos de ropa para vender en el Metro, con resultados del todo negativos.

Así, mientras pensaba en la inutilidad de aquello, intuyó más que vio que Victoria Álvarez, que estaba junto a ella, se tensaba y miraba cejijunta a los usuarios que guardaban cola para sacar el billete. Cuando un hombre corpulento y barbudo con un impermeable de color beige y un sombrero gacho se aproximó a la ventanilla, las manos de Victoria se pusieron a temblar. Y se volvió, con la cara muy pálida, hacia la inspectora Fernández, que le dirigía un discreto ruidito siseante para calmarla y que se comportara con normalidad. Según parece, el hombre fornido no les prestó atención mientras entregaba una moneda de cinco duros y pedía un billete, pero Victoria tuvo problemas a la hora de devolver el cambio.

Una vez que se alejó el hombre, dijo a Elena:

– ¡Es él! ¡Estoy segura! ¡Es el que arrastraba a un tullido aquel jueves lluvioso!

Elena no vaciló a la hora de poner en marcha el procedimiento de emergencia. Apretó el timbre que se había instalado en la taquilla y salió para seguir al sospechoso escaleras abajo. Tenía que ver si tomaba la Línea 1 o la 2, y, en caso de que tomase la primera, ver si iba hacia el andén dirección Plaza de Castilla o dirección Portazgo. La Línea 2 comenzaba en Cuatro Caminos, de modo que sólo podía tomar la dirección Ventas. Veía a su vigilado bajando por las escaleras con bastante agilidad para la edad y peso que aparentaba y un tanto nerviosa miraba hacia atrás para estar segura de que, según lo planeado, la seguía el policía de paisano.

Al llegar al primer descansillo, el sospechoso tomó el pasillo de la Línea 1, dirección Portazgo, sin mirar siquiera el indicador, lo que revelaba que conocía bien la estación, a juicio de Elena. No había mucha gente en el andén, de modo que su vigilado tendría que dar el paso siguiente con cautela. Sin mirar para nada al sospechoso, que se había detenido más o menos en mitad del andén, se volvió para mirar al primer policía de paisano, ya muy cerca de ella, a sus espaldas, así como al segundo, que les había seguido hasta el andén. Cuando la joven pasó tras el hombre fornido y barbudo, hizo la señal convenida con la mano, llevándosela al pelo, para señalar al sospechoso ante los otros, y acto seguido entró en el despacho de paredes de cristal del jefe de estación, con el corazón a toda velocidad. Era muy diferente hacerlo en la realidad por vez primera que en los cursillos prácticos de la academia. Esperaba no haberse conducido de ninguna manera inconveniente que hubiera despertado sospechas. Aunque, claro, vestía el uniforme femenino de la compañía del Metro, se había puesto muy poco maquillaje y se había peinado de manera rutinaria; así, no dejaría de parecer normal que hubiera ido a hablar con el jefe de estación. Pero cuando ya se había alejado, tocándose aún el pelo, los ojos del barbudo estaban clavados en ella con insólita intensidad, y luego siguieron observándola en sus movimientos con extraña fijeza.

Elena se sentó al fondo del despacho del jefe de estación, experimentando una ligera sensación de debilidad en las rodillas, y preguntó al empleado si podía utilizar el teléfono. Cuando hubo comunicado con el despacho de Bernal, el tren entraba ya en la estación.

– ¿Qué número tiene? -preguntó al jefe de estación.

– El treinta y tres, señorita.

Simple usuaria en el pasado, nunca había advertido el cartoncito blanco y cuadrado, con un número, que había en la ventanilla de la cabina del conductor de todos los trenes del Metro, pero en aquel momento se dio cuenta de que las luces parpadeantes del plano iluminado de la línea que había tras ella, en la pared, se referían a tales números y a la posición de cada tren en un momento determinado.

Habló con Paco Navarro y le pidió que la pusiera con el inspector Miranda, según lo dispuesto por Bernal. Carlos Miranda era el mejor seguidor de sospechosos y tendría que ir a la estación de Sol para relevar a los dos policías de paisano.

– Carlos, es el tren número treinta y tres de la Línea 1, dirección Portazgo -dijo la joven a toda velocidad-. Sale en este momento y él va en el cuarto vagón comenzando por delante. Creo que no me ha descubierto aunque sigue mirando hacia aquí. Tiene algo más de cuarenta años, es fornido y con barba, lleva un impermeable de color beige y un sombrero oscuro de fieltro caído sobre los ojos.

ATOCHA

El relevo de los policías de paisano en Sol salió al parecer a la perfección, sin que el sospechoso diera la menor muestra de nerviosidad. Miranda parecía bastante vulgar con aquel traje raído y con esa clase de gafas que lleva medio millón de madrileños. Entró en el vagón tercero, desde donde alcanzaba a ver al sospechoso por las ventanillas de las puertas de emergencia del punto de enganche de los vagones.

Tras salir de Sol, Miranda se inquietó un poco porque los usuarios habían disminuido en el itinerario hasta Portazgo. Muchos de ellos tenían el aspecto paupérrimo y triste de los obreros parados, y estaba sorprendido de ver cuántos jóvenes había. Sin duda, habían hecho su recorrido diario en busca de empleo, sin conseguirlo. El barrio de Vallecas, donde estaba Portazgo, y también los demás barrios de trabajadores revelaban ya los efectos del millón de parados del país, la inflación galopante y el fin del boom industrial de los años sesenta.

Miranda mantuvo los ojos bien abiertos en las estaciones de Tirso de Molina y Antón Martín, pero el corpulento sospechoso no hizo ademán de levantarse de su asiento, que era el contiguo a las principales puertas del cuarto vagón. Mientras el tren se acercaba a Atocha a notable velocidad por ser cuesta abajo, con los frenos chirriando a medida que el maquinista los aplicaba, el hombre se puso en pie y se colocó ante las puertas, en espera de que se abrieran. Miranda se alegró de que fuera en aquella estación, ya que bajaría bastante gente para ir a la estación de ferrocarril que había arriba. Cuando se abrieron las puertas, Miranda hizo todo lo posible por salir del vagón con los últimos viajeros, y logró ver que el sospechoso se dirigía hacia la cola del tren y la salida principal, que daba a la estación de la Renfe y la plaza de Atocha. También aquello fue un alivio: facilitaba el trabajo mucho más que si se hubiera dirigido hacia la boca del Ministerio de Agricultura, que se utilizaba menos.

En los largos pasillos subterráneos, Miranda, rezagado y pegado a la pared opuesta, dejó siempre que hubiera tres o cuatro personas entre él y su vigilado, hasta que vio qué escaleras tomaba. Ah, no se trataba pues de la boca que daba a la estación ferroviaria, sino de la que llevaba a la esquina de la calle de Atocha con la plaza de Atocha (según el nombre oficial, Glorieta del Emperador Carlos V, aunque nadie la llamaba así). Miranda apretó el paso en aquel momento y se arriesgó a adelantar al sospechoso mientras subía las escaleras, deteniéndose en el primer quiosco para comprar un periódico en cuanto estuvo en la calle. Había oscurecido y las grandes y ambarinas farolas de sodio estaban ya encendidas sobre el denso tráfico que recorría la plaza y traqueteaba metálicamente en el escaléxtric. Aquélla había sido la primera monstruosidad de su especie construida en Madrid durante los años sesenta, y los del barrio lo habían bautizado inmediatamente «escaléxtric», no sólo a causa de su forma, sino también porque casualmente había un anuncio luminoso de este juguete en lo alto de las casas que daban a la plaza.

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