David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Mientras el hombre fornido subía las escaleras con paso tranquilo, Miranda echó un vistazo a los titulares del periódico, medio vuelto, pero para observar la dirección que seguiría el otro. Hacía frío, amenazaba lluvia, y no obstante el paseo estaba atestado en aquel tramo, con viajeros que pasaban con maletas y paquetes de todos los tamaños, vendedores de lotería que anunciaban a voz en cuello que ellos tenían el gordo, limpiabotas que cargaban con aire cansino los útiles y latas de betún, exclamando: «¡Limpia, limpia!» y señalando los zapatos sucios de los viandantes o de los pocos ociosos que se sentaban a la mesa de la terraza de alguna cafetería para ver pasar la gente. El sospechoso se metió entre la multitud y Miranda se apresuró a colocarse cerca de él. Sin mirar atrás, el barbudo entró en El Brillante.

Miranda experimentó una sensación extraña al entrar. Nunca había estado en aquella freiduría, ancha y profunda, con una barra en cada lado a lo largo de toda su profundidad y una escalera en el centro que llevaba al altillo. El suelo, al pie de ambas barras, estaba lleno de servilletas de papel, cáscaras de gamba, huesos de aceituna y otros desperdicios. El lugar estaba repleto de gente que tomaba tapas vespertinas con una caña de cerveza o un chato de vino, y el ambiente estaba impregnado del olor de los calamares fritos, croquetas de pollo y bacalao, gambas a la gabardina, así como de los interminables y ensordecedores pedidos que los camareros gritaban en toda el área de aquel inmenso comedero: «¡Dos de calamares! ¡Una de patatas brava!».

Miranda estaba fascinado e impresionado al mismo tiempo. El sospechoso se acercó al sitio libre de la barra más cercano y pidió una caña y una ración de calamares a la romana, pedido que transmitió inmediatamente y en voz muy alta el jovial camarero, que nunca paraba de limpiar el mostrador y de echar los vasos sucios en la pila metálica que había tras éste. Miranda estaba a cinco parroquianos de distancia, haciendo como que elegía entre la lista de tapas de la pared. Pidió entonces «un corto». El vaso con la mitad de espuma y la otra mitad de cerveza fue depositado de golpe ante Miranda y permaneció intacto mientras el policía observaba los movimientos del sospechoso.

El Brillante estaba de bote en bote; apenas había sitio para transitar por el pasillo y escalones del centro. El barbudo abandonó en aquel momento su plato de calamares y lentamente se fue abriendo paso hacia las escaleras sobre las que había un cartel que decía: «Teléfonos y Servicios». Aquello planteó un problema a Miranda, pero de una clase que había afrontado muchas veces ya. Si el sospechoso había ido a llamar por teléfono, interesaba estar cerca para ver el número que marcaba o para oír su parte de la conversación, aunque tal proximidad despertaría suspicacia. Si, por el contrario, se dirigía a los lavabos, era absurdo seguirle, a menos que hubiera otra salida y, por lo que Miranda podía apreciar, no la había. Tampoco era probable que hubiese ventanas en el sótano. En consecuencia, resolvió quedarse donde estaba y vigilar las escaleras, cosa nada fácil dada la abundancia de clientes.

Miranda se estuvo fijando en las numerosas personas que bajaban al sótano o subían de él, pero no vio al sospechoso. Empleó el intervalo en ponerse el impermeable y quitarse las gafas, que, de todos modos, eran de vidrio corriente. Sabía que aquellos cambios sencillos eran lo más importante, sobre todo cuando un sospechoso puede pensar que le siguen. Al cabo de diez minutos comenzó a intranquilizarse; por fin, pagó la cerveza y bajo las escaleras tan aprisa como pudo. Todos los teléfonos estaban ocupados, pero ninguno por el hombre de la barba. Miranda entró en el lavabo de caballeros, intuyendo que le habían dado el esquinazo. No había ni rastro del sospechoso. Salió con rapidez y vaciló ante la puerta del lavabo de señoras. La anciana empleada, sentada en el umbral e inclinada sobre la calceta, le miró con curiosidad. Miranda le enseñó la chapa de policía, con el yugo y las flechas, y le preguntó si había visto entrar en el lavabo de señoras a un hombre grandote y con barba.

– ¡Tendría que pasar por encima de mi cadáver! -cacareó la mujer.

– Pero, ¿lo ha visto pasar por aquí?

– Son muchos los que entran y salen -dijo ella-. Es imposible recordarlos. Pero le aseguro que ningún hombre ha entrado en el de señoras.

– ¿Y no hay ninguna otra salida?

– Ninguna -dijo la mujer, negando con la cabeza.

Miranda subió corriendo las escaleras, cruzó el bar atestado y salió por la puerta trasera que daba a la calle Drumen, mirando nerviosamente a todas partes, en la creciente oscuridad. Pero sabía que era demasiado tarde.

CUATRO CAMINOS

Elena Fernández ardía de impaciencia por saber lo ocurrido con el sospechoso con barba al que había seguido el inspector Miranda. Cuando estuvieron de vuelta, los policías de paisano se habían limitado a informar que el relevo se había efectuado conforme a lo previsto. Victoria Álvarez, la taquillera, no paraba de repetir lo segura que estaba de que era el mismo hombre que ella había visto arrastrando al tullido y que recordaba las piernas de éste, torcidas en un ángulo anormal.

Cuando llegó Ángel Gallardo para relevar a Elena, ésta le contó lo ocurrido.

– Voy a Gobernación -concluyó la joven- a ver si hay alguna novedad.

– Se trata de una pista falsa, como si lo viera -dijo él con descaro-. Si vas a ir en Metro, no te metas en el último vagón. Como es hora punta, los viejos verdes, y también los jóvenes, te pellizcarán en el pompis cuando nadie les vea.

– Que se atrevan -dijo ella con energía-. He ido muchas veces en Metro, para que lo sepas.

SOL

Al salir al aire frío de la noche en Puerta del Sol, Elena se sobresaltó viendo los gruesos titulares de un periódico: ¡Terror en el Metro! ¡Maníaco suelto!

Compró un ejemplar del mismo y entró corriendo en la sección de Bernal, donde el inspector Juan Lista la detuvo en el despacho exterior.

– El jefe ha ido al laboratorio para hablar con Varga. No creo que tarde.

– ¿Ha llamado Carlos Miranda?

– Sí, el sospechoso le dio esquinazo en Atocha. Aún no se lo he dicho al jefe.

Cuando llegó Bernal, Elena enseñó el vespertino con los titulares que coronaban una foto de la segunda chica, esto es, la encontrada en Atocha.

– Pero, Elena, si eso ya se había publicado -exclamó Bernal-. ¿Por qué lo sacarán a relucir otra vez?

– Lea esto, jefe -dijo-. «Fuentes próximas a la DGS han asegurado que ha habido por lo menos otro asesinato en el Metro sin que las autoridades lo hayan hecho público».

Bernal lo leyó con estupor creciente.

– ¿Quién ha sido? Voy a llamar al subdirector en seguida -corrió a su despacho y marcó el número, tamborileando en el cuaderno de notas con impaciencia mientras esperaba la conexión-. ¿Señor subdirector? Soy Bernal. ¿Ha visto el periódico de la tarde? ¿Sí? ¿Y no habría modo de que usted llamase al redactor jefe para saber quién le informó acerca de la primera chica asesinada? Nosotros no hemos dicho ni una palabra al respecto -escuchó la respuesta del funcionario-. Sí, me di cuenta en seguida de que podía provocar el pánico y entiendo que, con las elecciones por medio, hay que solucionar el caso antes de quince días. ¿Me lo comunicará en seguida? Le quedaré muy agradecido. Gracias, señor subdirector.

Lista miró a Elena con inquietud.

– Será mejor que le cuente que Miranda perdió al sospechoso en Atocha.

Unos minutos después de que Lista entrara en el despacho interior de Bernal, sonó el teléfono y Elena se puso.

– Sí, un momento, doctor Peláez. El comisario está aquí -pasó la llamada a Bernal.

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