Al entrar en el piso, notó que la puerta tropezaba con algo que había detrás y que no había estado allí al salir por la mañana.
– ¿Geñita? ¿Dónde estás? No puedo entrar. Hay algo que obstruye la puerta.
– Espera, Luis, no empujes. Vas a estropear el piano -la voz de su mujer venía de la terraza.
– Pero si no tenemos piano -exclamó el hombre.
Eugenia llegó sin aliento, sujetando un busto de escayola de Beethoven, que al parecer había estado limpiando con un plumero. El hombre advirtió que la cara y los brazos de la mujer estaban llenos de polvo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, mientras la mujer movía muebles suficientes para que el hombre entrase-. ¿Y de dónde ha salido todo esto?
– Es de la señora que se murió en el piso de abajo, doña Adoración. Ella y su difundo marido, que Dios los tenga en su gloria, eran muy amantes de la música y su sobrina recibió la última voluntad de la señora en una carta en que dice que quiere que nos quedemos con el piano vertical y algunas otras cosas.
– Pero, Geñita, nosotros no sabemos tocar el piano.
– Ya lo sé, pero es que es de madera de rosal muy mona. Míralo, míralo -con ademán de entendida, pasó los dedos sobre el ya muy gastado barniz-. Más de cien años de antigüedad, y los bonitos candelabros de bronce, que quiero que los atornilles bien. Pensaba que nuestros nietos, cuando vengan, podrían tocar en él.
– Por ahora sólo tenemos uno, Geñita -dijo el hombre con paciencia.
– Pero seguro que tendremos más y que Diego se casará uno de estos días. Sólo hay un inconveniente: no entra por el pasillo por culpa de la esquina. ¿No podrías ayudarme a levantarlo?
– Pero ¿no te das cuenta de que la armazón es de hierro y pesa una tonelada? ¿Cómo lo has subido hasta aquí?
– La portera me mandó a su hermano y su primo, que casualmente habían venido a visitarla, y ellos se las apañaron para subirlo por las escaleras.
– ¿Dónde has pensado ponerlo?
– Creo que quedaría bien en el comedor si trasladamos el aparador a la otra pared.
– Bueno, déjalo estar ahora. Diego me ayudará moverlo por la mañana. Aún no ha venido, ¿no?
– Vino a comer, se echó una siesta de dos horas y luego dijo que tenía que ir a la calle Libreros a comprar unos libros de texto. Le hacen allí el veinte por ciento de descuento -este aspecto le daba una gran satisfacción-. Le di quinientas pesetas. ¿Verdad que no fue demasiado?
A la mañana siguiente Bernal se reunió con el subdirector del ministerio y el comisario jefe de la Brigada Criminal. Como de costumbre, se sintió incómodo en el elegante despacho que daba a la Puerta del Sol, y sus ojos se sintieron más atraídos por la masa humana, continuamente renovada, de la acera de enfrente, que por los espejos de cuerpo entero y marco dorado y el escritorio isabelino que pocas muestras daba de actividad burocrática. El subdirector era nuevo y había sido trasladado de Barcelona después de que su antecesor hubiera caído en desgracia política. Al jefe de la Brigada Criminal, sin embargo, Bernal lo conocía bien, ya que había trabajado un tiempo en su sección a comienzos de la década de los cuarenta.
– Lo que preocupa al ministro, comisario -comenzó el subdirector señalándoles un par de sillas de aspecto refinado y un tanto frágil-, es que los usuarios del Metro se asusten ante la publicidad dada a esos asesinatos.
– Me permito señalarle, señor subdirector -replicó Bernal de un modo un poco brusco-, que ninguno de ellos se cometió en realidad en el Metro. En primer lugar, dos muñecos grotescos y de tamaño natural se dejaron en un tren; luego, dos chicas muertas en otro lugar fueron trasladadas al Metro, probablemente en la estación de Cuatro Caminos. Y esto no es lo mismo que decir que se atacó a las mujeres en los vagones.
– Eso está claro, Luis -dijo el comisario jefe-, pero lo cierto es que los periódicos no lo han sido tanto y que han conseguido que cunda el pánico.
– Usted sabe, comisario, que no tenemos dotación suficiente para vigilar las estaciones y los trenes, ni siquiera de las líneas 1 y 2, que es donde nuestro hombre parece operar. ¿Cree que el ministro autorizaría una operación a gran escala?
– Es posible, si se lo proponemos. ¿Cuántos hombres harían falta? -preguntó el subdirector.
– Bueno, si se trata de hombres uniformados que viajen en los trenes y vigilen los andenes para devolver la confianza a los usuarios, entonces harán falta unos cuatrocientos como mínimo, a razón de un hombre por tren en movimiento y otro en cada uno de los andenes de las setenta y ocho estaciones. Si han de ser parejas, la cifra tendrá que duplicarse, claro. Y si se establecen dos turnos, entonces habrá de cuadruplicarse. Además, ¿de qué van a servir, si su objetivo no fuese devolver la tranquilidad? Está claro que no contribuirán para nada a la detención del asesino, que, naturalmente, los verá al instante. Cosa que por lo pronto tal vez interrumpa sus actividades, lo que a su vez podría ser un buen paso, dado que tenemos las elecciones a menos de diez días de distancia. Pero ¿tenemos hombres suficientes en Madrid para llevar a cabo una operación de esta envergadura?
– El ministro autorizará que vengan refuerzos procedentes de provincias, comisario -dijo el subdirector-. Pero no se le escapan las dificultades que habrá con todas las concentraciones electorales y los desórdenes políticos que son de prever.
– ¿Y si lo arreglamos apostando dos hombres de uniforme en las estaciones de las líneas 1 y 2, con dos turnos, y uno solo en las de las restantes? Habrá que apostar más en los empalmes del centro, claro -añadió Bernal-. Esto bastaría para devolver la confianza a los usuarios. No veo el objeto de que haya hombres en los trenes, ya que no es probable que estén en el vagón oportuno en el momento preciso y, además, en términos generales, las estaciones están bastante cerca las unas de las otras -el comisario jefe asintió-. Por lo demás, no quiero que la estación de Cuatro Caminos esté vigilada en exceso -prosiguió Bernal-, porque en tal caso la vigilancia será inútil. Creemos que ayer echamos el ojo al sospechoso y, por lo que parece, entró en el Instituto Anatómico Forense con la mayor sangre fría, donde solicitó ver el cadáver de su última víctima conocida. Por desgracia, no esperó a que el personal de allí nos informase al respecto.
– ¿Cree usted, Bernal, que se trata nada más que de un maníaco que trabaja solo? -preguntó el subdirector.
– Ya he discutido los móviles psicológicos con el doctor Peláez y él piensa que es un caso claro de psicópata homicida, con rasgos muy extraños, como la bolsita de sangre en la boca de las víctimas, una vez muertas éstas. Por no hablar de la obsesión por los ferrocarriles metropolitanos. Es muy improbable que tenga un cómplice.
– Si tú quieres, Luis -dijo el comisario jefe-, me encargaré de organizar las patrullas de hombres uniformados de la forma que has sugerido. Así estarás libre para centrarte en la localización del sospechoso. ¿De qué descripción disponemos para dársela a los hombres?
– He ahí un problema más bien complicado. Por lo general se disfraza con barba y bigote, pero dos testigos femeninos le han visto muy brevemente, sin disfraz al parecer. La primera testigo es una activista política y era amiga de María Luz Cabrera, la hija del general; la segunda es secretaria de Peláez. Haré que nos ayuden a confeccionar un retrato robot. Claro que nuestro hombre puede disfrazarse de otra forma. Más importante es que se esté alerta respecto de cualquiera que ayude a un tullido o le transporte. Tal vez cause algunas confusiones, naturalmente, pero no estaría mal que uno de los hombres de uniforme le cogiera con las manos en la masa.
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