David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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El general pareció derrumbarse en la silla.

– ¿Y creen que es mi hija? -alcanzó a murmurar.

– No lo sabemos. Sólo usted podrá decírnoslo.

ATOCHA

Una vez en la calle de Santa Isabel, el general Cabrera abandonó su tono campanudo y se desmoronó cuando reconoció el cadáver de María de la Luz.

Bernal lo condujo al despacho de Peláez y pasó a relatarle las circunstancias en que la habían encontrado, cinco días atrás, en la estación de Metro de Atocha.

– ¿Entiende, general, que tal vez estemos enfrentándonos a un maníaco? Necesito que usted y su mujer me ayuden a confeccionar una lista de los amigos y conocidos de su hija; además, tendremos que analizar sus pertenencias.

– Sí, claro que sí, Bernal -murmuró el general con un abatido tono de voz-. Lo que quiera… Por el bien de la familia, mantenga esto fuera del alcance de la prensa -concluyó.

– Me temo que ya ha aparecido un artículo sensacionalista en un vespertino y los periodistas proseguirán si pueden. Nosotros, por supuesto, no haremos ninguna declaración.

– Gracias, comisario. Es usted un hombre de bien. No sé si mi esposa podrá soportar todo esto.

PLAZA DE ESPAÑA

Aquella noche Bernal en persona fue a la sede central del PSOE, acompañado de Navarro. Uno de los organizadores dio con las chicas con quienes había trabajado Mari Luz Cabrera y dispuso una habitación para el interrogatorio.

Las dos primeras muchachas dijeron que no la conocían mucho, que era de trato agradable, pero distante. La tercera, Isabel Ordóñez, la había conocido mejor, a todas luces, y tenía información importante que comunicarles.

– Creo que fue hace una semana, comisario. Íbamos a irnos a casa, a eso de las nueve y media, y fuera, en la entrada, la estaba esperando un hombre de unos cuarenta y tantos años.

– ¿Podría recordar la fecha con exactitud, señorita? -preguntó Bernal.

– Bueno, fue la última noche que vino Mari Luz. Estoy casi segura de que fue el lunes pasado, hace cinco noches. Pero seguro que el organizador se acuerda.

Bernal pensó que aquélla era la noche anterior a la del hallazgo del cadáver de la muchacha. Tal vez fuera aquella joven la última persona en verla con vida, aparte del asesino.

– ¿Recuerda el aspecto de aquel hombre?

– Llevaba un traje azul oscuro y corbata. Como le he dicho, parecía tener cuarenta y tantos años, tenía el pelo castaño y abundante, e iba bien afeitado. Lo que más me chocó, aparte de que fuera muy corpulento, casi gordo, es que tenía las mejillas muy chupadas. No me gustaba su forma de mirar con fijeza -la joven sintió un leve escalofrío.

– ¿Sabría decir, por la forma de saludarle Mari Luz, si era una cita concertada o si, por el contrario, fue accidental? -preguntó Bernal.

– Bueno, sí, parecía desde luego que ella estaba al tanto, que se trataba de una «cita».

– ¿Llamó al individuo por su nombre?

– No, le dijo sólo «Hola» y se dieron la mano.

– ¿Vio usted el camino que tomaron al irse? ¿Entraron en algún coche?

– No, se fueron andando por la calle y yo seguí la dirección contraria para tomar el Metro en Ventura Rodríguez.

– ¿Ha visto al individuo en alguna otra ocasión? ¿Suele venir, por ejemplo, a este local?

– No, que yo sepa. Ni lo había visto antes ni volví a verlo después.

RETIRO

A las 7.30 de la mañana del día siguiente, una violenta ráfaga de aire frío, que entraba por la puerta entornada del dormitorio, despertó a Bernal. Eugenia se había levantado, estaba moviendo trastos y había abierto la puerta de marco metálico de la terraza. Bernal se levantó refunfuñando y echó mano de la bata de lana. Ya en el pasillo, miró con ojos soñolientos por la reja de la ventana y descubrió a Eugenia, en medio de la brisa matutina, murmurando mientras ataba el ficus elastica a una caña. La planta parecía más muerta que nunca. En la cocina, Luis se esforzó por encender el viejo calentador de gas y tras gastar cuatro cerillas tuvo que dar un salto hacia la puerta, a causa de una sorda explosión que elevó por los aires la oxidada tapa del artefacto. Cayó éste con ruido vibrante en el fregadero, casi derribando la cafetera que gorgoteaba en el fuego.

En el cuarto de baño pensó que se las había ingeniado para adelantarse al agente de seguros que vivía en el piso de abajo porque hasta el momento no salían malos olores de las cañerías. ¡Santo Dios, cuánto detestaba aquel piso abominable donde nada funcionaba nunca cuando era preciso!

Tras ponerse uno de sus mejores trajes y anudarse al cuello una corbata de seda que el hijo menor le había comprado en El Corte Inglés como regalo de cumpleaños, dijo a Eugenia que no tardaría en pasar a recogerle un coche oficial para conducirle a casa del general. Eugenia se interesó por aquella visita, ya que, como es lógico, estimaba a los generales nombrados por Franco. Se quedó muy impresionada cuando él le contó lo del asesinato de la hija.

– ¡Y en el Metro! ¡Y además en Atocha! El sitio menos apropiado para encontrar la muerte… Una jovencita extraviada, ¿verdad, Luis?

Puesto que sus polémicas teológicas con el cura de la parroquia la habían llevado a creer en una estricta sucesión providencial de causa y efecto, basada en una lectura literal de la máxima «El precio del pecado es la muerte», era incapaz de aceptar que una persona en estado de gracia pudiera ser asesinada.

Dando por sentado que Eugenia no había querido hacer ningún macabro juego de palabras con aquello de «extraviarse», replicó Luis:

– No, que yo sepa, Geñita, pero se había afiliado hacía poco al Partido Socialista.

– ¡Ahí lo tienes! Eso lo explica todo. Por andar con rojos y anarquistas. Pobre niña idiota, queriendo poner en evidencia a sus padres de ese modo. No me extraña que la mataran. Los partidos serán la ruina de España, Luis, oye bien lo que te digo.

Bernal apenas probó el sucedáneo de café y las tostaditas con el pretexto de que el coche le estaría ya esperando. Una vez en Alcalá, tomó otro desayuno mejor en el bar de Félix Pérez con un ojo atento al coche que llegaría con Navarro.

CIUDAD LINEAL

Mientras el chófer sorteaba el denso tráfico laboral que entraba en la urbe por el este, Bernal comentaba el caso del Metro con Navarro, al tiempo que le ofrecía un Káiser de una cajetilla arrugada.

– ¿Crees que el motivo es político, jefe? -preguntó Navarro-. Las dos chicas trabajaban en la sede de los dos principales partidos socialistas.

– ¿Quieres decir como advertencia o para asestar un golpe a la izquierda? ¿Para qué molestarse entonces en bajar los cadáveres al Metro? Comprendo que por ahí podría la prensa dar sensacionalismo al caso: «¡Asesinatos políticos en el Metro!». Y podría asustar a cuantas chicas trabajan para los partidos de izquierda. Pero ¿qué me dices de los maniquíes? Aquello sí que no tuvo nada de político.

– Tal vez el criminal esperaba que la prensa en general hubiese dado la alarma en estas fechas, sólo que la cosa no ha salido como él quería.

– En tal caso -dijo Bernal-, creo que habría informado a la prensa a propósito de los maniquíes y el primer asesinato; y, según parece, no lo ha hecho. Es cierto que los periodistas que acudieron a Atocha recibieron una llamada anónima, pero hubo tiempo suficiente para que cualquiera de los usuarios de aquel tren la hiciera.

– ¿Está relacionado entonces con drogas? La primera chica, Paloma Ledesma, esnifaba cocaína, y a María Luz Cabrera le habían inyectado alguna droga antes de morir.

– Ya veremos lo que encuentra Varga en el piso de Mari Luz -dijo Bernal-. Pero ¿por qué iba a matarlas nadie sólo por ser drogadictas?

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