David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Bernal anotó entonces en un papel la fecha y hora de los sucesos: tres días entre el hallazgo de uno y otro muñeco, y ambos descubrimientos por la mañana, a eso de las 9. Dos días entre el segundo muñeco y la joven muerta, abandonada a última hora de la noche o, mejor aún, a primera hora de la madrugada. A la muchacha tenían que haberla matado tres o cuatro horas antes, es decir, entre las 8 y las 9 de la noche. Habría que indagar en la sección de Desaparecidos, ya que si la joven vivía con la familia o con alguna amistad, sin duda se habría comunicado ya su desaparición. Claro que había el posible inconveniente de que hubiera vivido sola. No se repararía en su desaparición hasta pasados unos días, cuando su jefe comenzara a preocuparse.

Miranda llegó en aquel momento, Bernal le pasó los informes recibidos para que los leyera y le dio el nombre de las tres últimas taquilleras de la lista, para que fuera a interrogarlas.

ALVARADO

Elena Fernández subió lentamente los peldaños de salida de la estación de Alvarado, con la mirada atenta a todo, y fijándose en el acceso a los andenes de la Línea 1 y las barreras del otro lado de la taquilla. Ya en la calle, miró otra vez el nombre y la dirección: Victoria Álvarez, calle General Perón. Subió por Bravo Murillo y dobló por General Perón, buscando el número del alto edificio. Tuvo suerte y encontró a Victoria bañando a su marido medio paralítico en el sombrío piso bajo.

En la boca de Victoria se dibujaba un rictus de amargura. Una expresión de alarma le asomó a los ojos cuando Elena mostró su flamante carnet de inspectora.

¿Había visto algo extraño en la estación de Cuatro Caminos, en que la mujer trabajaba, en el curso de la última semana, aproximadamente? Ella veía gente extraña y cosas extrañas todos los días, dijo.

– Mendigos y vendedores ambulantes, que llenan ahora el Metro, y que quieren entrar sin pagar billete. He de andarme con cien ojos, se lo aseguro a usted.

Elena emitió un suspiro de camaradería.

– ¿Vio usted a alguien que ayudara o transportara a otra persona?

– Bueno, las gitanas van con tres o cuatro niños encima continuamente, fingen que están inválidos, los sueltan en Ópera o en Sol y los dejan allí pidiendo todo el día. Es inhumano. Y luego los ciegos que venden «iguales» y lotería; a veces les ayuda a bajar algún pariente.

– Pero ¿no vio usted a nadie que arrastrase los pies? -preguntó Elena, acordándose de los maniquíes.

– Ahora que usted lo dice, recuerdo haber visto algo así una mañana.

Elena sacó enseguida el cuaderno de notas.

– Fue hace una semana, más o menos, una mañana en que llovía mucho. Yo tenía el primer turno. Un hombre corpulento, con barba, con el sombrero tapándole los ojos, llevaba a un inválido… bueno, no sé si era un hombre o una mujer, iba tan abrigado, quiero decir. Me llamó la atención sólo porque sacó un billete sencillo y otro de ida y vuelta. Pensé que era extraño. ¿Acaso no iba a volver el otro?

Elena presionó a la mujer para que recordara el día concreto, aunque sabía que el jueves de la semana anterior había llovido mucho, ya que personalmente se había calado hasta los huesos mientras esperaba un microbús en la Castellana, camino del trabajo. En cualquier caso, siempre podía consultar en el observatorio meteorológico del Retiro.

– ¿Desde cuándo trabaja usted en la estación de Cuatro Caminos, señora?

– Bueno, desde que acabó la guerra. Desde que mi marido sufrió un accidente de trabajo. Es un sitio viejo y húmedo; y cojo unos resfriados tremendos en invierno.

– ¿Y no recuerda ningún otro incidente… anoche, por ejemplo?

– No, creo que no.

– Bueno, me ha sido usted de mucha ayuda, señora. Seguramente le pediremos una declaración firmada. Que se mejore su marido.

Victoria pensó que la DGS tenía que haber cambiado mucho desde los viejos tiempos. En aquella época la habrían interrogado a gritos, como si ella fuera una delincuente, se dijo con resquemor.

SOL

A mediodía, Bernal se encontraba leyendo con no poco asombro los últimos partes del laboratorio forense. La sangre de la chica muerta era del grupo O positivo, pero la sangre de la bolsa de plástico que le había manado de la boca era del grupo B negativo. ¿De quién era entonces? Lista estaba en el despacho exterior y le hizo entrar.

– A ver si echamos un vistazo a esos dos maniquíes, si es que los han enviado ya. Necesitamos un análisis completo de la sangre que contengan. Hay que averiguar si toda es del mismo grupo. Pero llámame a Peláez antes.

Tras una breve pausa, Lista hizo señas por el cristal que separaba el despacho de Bernal del exterior, avisándole que Peláez estaba al teléfono.

– ¿Peláez? Soy Bernal. No sé si habrás visto el parte sobre las muestras sanguíneas de la chica encontrada en el Metro. ¿Aún no? Bueno, son de grupos distintos. ¿De dónde habrá sacado el asesino la otra sangre? Suponiendo que no sea autor de dos o más crímenes… ¿De la Facultad de Medicina o de un hospital? Sí, lo comprobaremos. ¿Sabes lo de los maniquíes encontrados en el Metro la semana pasada? ¿No? Bueno, tenían en la boca sendas bolsas de plástico con lo que parece ser sangre. Haré que la analicen en el laboratorio. Te llamaré más tarde si es preciso. Hasta luego.

Al colgar el auricular, Bernal hizo entrar a Lista.

– Quiero que vayas a la Facultad de Medicina y a los hospitales y preguntes por posibles robos en los bancos de sangre. Por el momento, nos interesa particularmente el grupo B negativo, que es bastante raro. Sería conveniente que indagaras también en el Departamento de Anatomía, por si los estudiantes tienen acceso a la de los cadáveres. Es un trabajo largo, pero hay que hacerlo.

En aquel momento entró un apuesto joven de mirada chispeante.

– Ángel -exclamó Bernal-. ¿Qué has hecho en toda la mañana?

– Es que tuve una noche muy larga, jefe, en esa nueva discoteca de Velázquez. Por líos de la Brigada del Vicio, claro. ¿Hay algo?

– Tendrás que leerte todos estos partes -dijo Bernal con firmeza- y luego me acompañarás al laboratorio de Varga para echar una ojeada a los maniquíes. Te veré por la noche, Lista, cuando hayas terminado de rastrear los bancos de sangre. Que tengas suerte.

Una vez en el revuelto laboratorio, Varga quitó a los maniquíes el plástico que los envolvía.

– Los he vuelto a vestir para que se haga usted una idea del efecto general, comisario. Hemos tomado muestras de la sangre de las bolsas que tenían en la boca y en este momento las están analizando. Si es humana, he sugerido que se hagan pruebas detalladas de los factores Rh, MN y Hr, y que se investigue la presencia de anticuerpos y síntomas morbosos. Nos ayudará a tener una «huella sanguínea» de la persona o personas a que pertenecía, edad aproximada, sexo, raza, salud, etcétera. Así la podremos cotejar con cualquier otra muestra que encontremos. Las ropas son puros harapos, como puede usted ver, seguramente compradas en alguna trapería o en el Rastro algún domingo por la mañana. La estructura del cuerpo se ha hecho con alambre y se cubrió con poliestireno, aunque las manos y la cara son de cera, pintada para dar una impresión más convincente. Los ojos son de vidrio y el pelo es una peluca barata en ambos casos, de fácil adquisición en grandes almacenes.

Bernal observó con atención los maniquíes y alzó uno.

– Son muy ligeros, ¿verdad, Varga? Esto tiene que haber representado un problema a la hora de ponerlos en el asiento. La gente pudo haberse percatado de su ligereza. ¿Qué hay de la cera y lo demás? ¿Se puede identificar el origen?

Varga meditó aquella cuestión.

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