David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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– ¿Damos parte a la policía? Tenemos la comisaría de Ventas encima mismo, en Cardenal Belluga.

– No creo que haga falta. Además, han trasladado la comisaría. Nos limitaremos a redactar un parte para la compañía y que el jefe de seguridad decida. Vamos a llevar el maniquí al almacén de ahí al lado y dejar que limpien el suelo.

IGLESIA

Arminda Santiago, una cincuentona neurótica, iba en el Metro a la consulta semanal con el psiquiatra. Sentada en el borde del asiento de un tercer vagón de la Línea 1, dirección Portazgo, aferró con nerviosidad el bolso mientras el mendigo maloliente y peor vestido que estaba sentado ante ella cayó bruscamente hacia adelante en el momento de acelerar el tren a la salida de la estación de Ríos Rosas. Cuando el brusco frenazo, en las cercanías de Iglesia, lanzó despedido al mendigo sobre la mujer, ésta se puso a gritar y los gritos se volvieron alaridos histéricos cuando el sujeto se puso a vomitar sangre y el líquido rojo le salpicó a la viajera en la cara y en la ropa.

Los otros pasajeros corrieron a socorrerla y apartaron al mendigo. Un soldado que fue el primero en llegar exclamó:

– Pero si es un muñeco. ¡No es una persona, es un muñeco!

Los otros miraron por encima del hombro del soldado y una mujer se echó a reír. Mientras el tren reducía la velocidad y se detenía en la estación de Iglesia, se volvieron más frenéticos los gritos y los torpes esfuerzos que Arminda hacía por limpiarse la sangre con el pañuelo.

– ¡Llamen a la policía! -chillaba-. ¡Es un crimen! ¡Es un crimen!

Algunos de los presentes intentaron calmarla, sin conseguirlo. Por fin, el jefe de estación la condujo a su oficina y telefoneó al servicio de seguridad del Metro. Se retiró del servicio el tren y, tras paralizarse durante un rato el tráfico de la Línea 1, se devolvió a las cocheras de Cuatro Caminos en espera de la inspección.

CUATRO CAMINOS

La misma pareja de seguridad miraba con asombro el segundo maniquí descubierto en el curso de una semana.

– Se parece mucho al otro -dijo el más joven-. Sólo que éste se parece más a un hombre. ¿Quién diablos lo habrá hecho?

– Apostaría a que son estudiantes de medicina que quieren gastarnos una broma -dijo el mayor.

– ¿Llamamos a la policía?

– Se lo propondremos al jefe. Si no, esa histérica de la estación de Iglesia removerá cielo y tierra y avisará a los periódicos. La compañía no querrá publicidad, aunque se trate de una tontería. El que lo haya hecho ha conseguido que la sangre parezca de verdad…

PACÍFICO

En el edificio nuevo y brillante que contenía las oficinas centrales de la Compañía de Ferrocarriles Metropolitanos de Madrid, en la calle Cavanilles, el jefe de seguridad leía con desconcierto los dos partes que informaban sobre los dos muñecos encontrados en sendos trenes. La compañía atravesaba el peor año de su existencia. Desde sus comienzos en 1919 bajo el patrocinio del rey Alfonso XIII, no había sufrido pérdidas hasta 1976, aunque en los últimos años los sucesivos gobiernos se habían opuesto a una subida de las tarifas acorde con el coste de la vida. En consecuencia, se había reducido la renovación del material móvil, detenido las obras en tres tramos en construcción, y se hacía frente a un gran déficit que hacía tirarse de los pelos a los accionistas. Aunque no era asunto suyo, le parecía absurdo que el billete sencillo, fuera cual fuese el trayecto, se hubiese fijado en seis pesetas, y el ida y vuelta laboral en ocho, cuando los autobuses eran mucho más caros.

Se preguntaba si los muñecos serían sólo una broma pesada y morbosa. La sangre artificial era un rasgo original. ¿Tal vez un deseo de provocar el pánico entre los usuarios? Un rápido pensamiento le pasó por la cabeza: ¿y si la sangre fuese de verdad, si fuese humana? Tal vez debiera llevar una muestra de ambos muñecos para que la analizasen, por si las moscas. Tomó nota mental de hacerlo al día siguiente y salió de la oficina para comer.

ANTÓN MARTÍN

María Rosa Pérez, acomodada en el asiento del rincón del viejo tren metropolitano, sacudió el sombrero impermeable para eliminar el agua de la lluvia bajo la que había corrido al salir del cine Roxy. Había pasado un buen rato viendo Viridiana , de Buñuel, prohibida durante bastante tiempo en España, pero se sentía un tanto culpable de volver tan tarde a casa para prepararle la cena al marido. Sabía que Alberto estaría limpiando en el bar hasta las doce menos cuarto, pero aún tardaría ella un rato en llegar al piso que ocupaban en la avenida de Monte Igueldo. Ya estaba acostumbrada a que el marido se asombrase ante el entusiasmo que sentía ella por el cine de arte y ensayo y el teatro vanguardista, pero es que los viejos hábitos perduraban y aunque había contraído matrimonio con un obrero, su madre había sido una actriz célebre de aquel cine más bien insípido de los años treinta y la había rodeado de la quincalla de los hogares ilustrados.

María Rosa se ciñó un poco más el cuello de piel del abrigo y echó un vistazo a las pintadas que había en la pared del fondo del vagón: «Queremos una piscina en la calle del Pingarrón», decía una de ellas. Bueno, era un noble deseo para el barrio de Entrevías, muy pobre y olvidado, se dijo.

«La vida es una barca. Firmado: Calderón de la Mierda», decía otra. Grosera y literaria a la vez, observó María Rosa, con aquella modificación del título de la obra de Calderón. Sin lugar a dudas, el surrealismo se extendía hasta el mundo subreal de los más pobres y marginados de la ciudad.

Hasta el momento, nuestra viajera había prestado poca atención a la joven mal vestida que estaba sentada ante ella y que parecía dormir con la cabeza apoyada en la ventanilla. Poco antes, al entrar en el vagón después de mucho esperar en la estación de Bilbao a causa de la menor frecuencia del servicio en aquellas horas, había mirado inquisitivamente a la muchacha, única compañera de viaje en aquel instante. Tenía la cara muy pálida y la mano izquierda le colgaba hasta rebasar el límite del asiento.

¿Sería acaso drogadicta? Por lo pronto, no se cuidaba mucho de su aspecto, con aquella bufanda roja anudada alrededor de los despeinados cabellos.

Cuando el tren osciló al recorrer el túnel entre las estaciones de Tirso de Molina y Antón Martín, donde la línea se curvaba bruscamente hacia el este, la chica mal vestida se cayó al suelo de golpe. María Rosa se incorporó para socorrerla mientras los tres jóvenes que habían subido en Sol miraban con curiosidad desde el otro extremo del vagón.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó a la joven.

Fue entonces cuando la boca de la muchacha comenzó a manar sangre. María Rosa sintió a la vez náuseas y ganas de gritar, pero consiguió dominarse y le tomó el pulso a la joven. La muñeca estaba totalmente fláccida y manifiestamente fría, por lo que la señora Pérez creyó encontrarse ante un cadáver.

Cuando el tren entraba en la estación de Antón Martín, dijo a los tres jóvenes que avisaran al jefe de tren, que estaba en el primer vagón, y al jefe de estación. Cuando los funcionarios aludidos vieron el cadáver, telefonearon a la central de Sol y se suspendió el servicio de la Línea 1.

RETIRO

El comisario Bernal acababa de quedarse dormido, faltaba poco para la una y media de la madrugada y el teléfono empezó a sonar. Eugenia, su mujer, estaba aún en Ciudad Rodrigo, visitando sus tierras casi estériles y a sus pobres aparceros, y sin duda volvería a fines de semana con jamones, quesos, chorizos, aceitunas o lo que pudiera conseguir en vez de dinero. Diego, el hijo menor, aún no había vuelto. Lo más seguro es que estuviese en Boccaccio, pensó Bernal. Esperaba como mal menor que Diego se hallase allí. Preferiría imaginarle de juerga por la discoteca a que estuviese dándole a la marihuana o algo peor en el piso de cualquier mal compañero de la facultad.

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