David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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RETIRO

Nada más salir de Banco, el tren comenzó a acelerar por el serpeante túnel que corría bajo la calle de Alcalá, hasta alcanzar la estación de Retiro. Allí, en el andén opuesto, esperando el tren de Ventas a Sol, un hombre bajo, algo barrigudo, de edad entre cincuenta y tantos y sesenta años y de bigote recortado que recordaba el del finado general Franco, se paseaba con impaciencia. El comisario Luis Bernal estaba descontento de sí mismo por haberse quedado dormido, sobre todo porque tenía que presentar un caso de homicidio ante el juez de instrucción a las diez de la mañana.

Eugenia, la mujer de Bernal, se había ido unos días a su viejo caserío de la provincia de Salamanca y Diego, el hijo menor y único retoño que vivía en casa de los padres, se había quedado durmiendo tras una noche de juerga. Bernal había intentado despertarle para que no perdiese su primera clase universitaria, pero el joven se había limitado a gruñir y a darse la vuelta. Sin tiempo para su habitual desayuno en el bar de Félix Pérez, en la esquina de su calle, Bernal se sentía como si le faltase algo.

MANUEL BECERRA

El tren rojo y crema pasó por las estaciones de General Mola y Goya sin el menor obstáculo. Pero mientras ganaba velocidad camino de Manuel Becerra, la voluminosa dama rodeada de bolsas de la compra se alarmó al ver que el tullido que tenía enfrente comenzaba a vencerse hacia adelante.

Antes de que la mujer pudiera alargar la mano siquiera para ayudar al individuo, éste fue a dar de cabeza contra el suelo, el sombrero se le cayó y dejó al descubierto lo que a todas luces era una peluca color castaño. La cabeza había quedado en una posición difícil, y mientras la señora gorda apartaba sus bolsas para socorrer al viajero caído, comenzó a formarse una orla de sangre alrededor de la boca de éste. La señora rolliza lanzó un grito y algunos pasajeros se apresuraron a ayudarla.

Cuando la mujer alzó la cabeza del caído, la sangre le manchó las manos, arrancándole un nuevo grito; pero fue el tacto extraño y la llamativa ligereza de la cabeza y los brazos lo que la pusieron al borde la histeria.

– ¡Dios mío! ¡Fíjense en la sangre! ¡Tengo las manos empapadas! Y… y… -la voz se le quebró con un sollozo y luego con un grito agudo, lo que hizo que todos los pasajeros del vagón se volviesen a mirarla-. ¡No es de verdad! ¡No es de verdad!

La mujer se desplomó en su asiento, sollozando y esforzándose en vano por limpiarse la sangre de las manos con un pañuelo, mientras un joven obrero enfundado en un mono se inclinaba, alzaba al tullido con facilidad y le abría el impermeable. Cuando los demás usuarios se apelotonaron para ver qué provocaba los gritos y lágrimas de la mujer gorda, el obrero se echó a reír.

– Pero si es una broma -dijo-. Es un maniquí vestido con impermeable y sombrero.

– Pero la sangre… -gimió la mujer gorda-. ¿Qué me dice de la sangre?

– La cabeza es de cera y alguien le puso una bolsita en la boca para que el líquido rojo se le saliera cuando cayese del asiento. No es más que una broma.

– Una broma de canallas -replicó la señora gorda, dando rienda suelta a sus sentimientos-. Me podría haber dado un ataque al corazón.

Mientras el tren entraba en Manuel Becerra, los demás pasajeros se inclinaban para observar el maniquí.

– Que llamen al jefe del tren y al jefe de estación -sugirió uno.

El jefe de estación salió de su despacho de paredes de vidrio y, al ver en el suelo del vagón lo que le pareció una mancha de sangre, corrió a telefonear a los guardavías de la central de la Línea 2. El tráfico se detuvo durante unos momentos y por los altavoces se pidió a los usuarios que bajasen del tren y esperasen al siguiente. El jefe de tren y el maquinista fueron al vagón y rogaron a la señora gorda y al obrero joven que se desplazaran hasta el despacho y esperasen allí la llegada del agente de seguridad del Metro.

Se cerraron las puertas del tren, en el que a la sazón sólo quedaba el maniquí ensangrentado; y tras una consulta con la central, el tren quedó fuera de servicio y fue conducido a las cocheras de Ventas, estación siguiente y terminal de la Línea 2.

Dos agentes de seguridad de la central de Sol tomaron el primer tren que pasó en dirección Ventas, pero tuvieron que esperar un rato a causa de la momentánea suspensión del tráfico de aquella línea. Bajaron en Manuel Becerra para preguntar al jefe de estación, que preparaba una taza de café soluble con brandy para la señora gorda. Ésta, todavía rodeada de las bolsas de la compra, parecía recuperarse de la conmoción y comenzaba a saborear el hecho de ser el centro de toda la atención.

– ¡Nunca he pasado tanto miedo! ¡Fue horrible! ¡Yo tenía las manos llenas de sangre! Cada vez que lo pienso me echo a temblar. Mire, mire, tengo el abrigo manchado. ¿Me pagará la compañía la limpieza?

– Naturalmente, señora, la compañía se encargará de todo. Pero ¿qué es lo que pasó exactamente? -preguntó el más viejo de los agentes de seguridad.

– Ya al principio me pareció muy extraña, de verdad se lo digo -le encantaba añadir aquel tipo de detalles-. Quiero decir que ella me miraba de una forma extraña. Yo me dije: «Es una mendiga muy rara, y con la cabeza como pegada a la ventanilla». ¿Y por qué no se bajó en Sol, que es donde van casi todos los pedigüeños?

– Pero ¿no vio usted a nadie con ella, es decir, con él? -preguntó el agente.

– No, no. Se detuvo allí sentada y mirándome con malhumor hasta que se cayó del asiento. Sí, así fue.

– ¿Por qué pensó usted que se trataba de una mujer? -prosiguió el agente.

– No lo sé -reconoció la dama con vacilación, cayendo en la cuenta de que en realidad no había mirado al maniquí hasta que se hubo desplomado y el sombrero se le hubo caído y puesto al descubierto la peluca de color castaño claro-. Me… me pareció demasiado pequeña para ser un hombre.

– Pero habría podido tratarse de un muchacho.

– Sí, supongo que sí. En realidad, no presté mucha atención. ¿Me puedo ir a casa ya?

– Sí, por supuesto, pero nos gustaría que antes prestara usted declaración.

– De acuerdo, pero tengo mucho que hacer. ¿Me indemnizarán por el susto?

– El presidente de la compañía estudiará la posibilidad, señora, puedo asegurárselo.

– ¿Me darían un abono gratis para toda una temporada? -preguntó la mujer.

– Le diremos que ha solicitado usted uno -dijo el agente.

VENTAS

En la terminal, el vagón del maniquí se había desenganchado del tren tras una complicada maniobra y a éste se le había añadido un vagón de reserva.

Los dos agentes de seguridad del Metro llegaron a las cocheras, donde se les condujo al vagón, ahora aislado en una vía muerta y con las puertas abiertas. Inspeccionaron el maniquí y olisquearon la sangre o líquido rojo.

– Huele a plástico -dijo el más joven-. Es muy convincente, ¿verdad?

– Con las pinturas modernas se puede hacer lo que se quiera -dijo el más viejo-. El maniquí no es de los que se ven en los escaparates. Es bastante ligero y está hecho de poliestireno o algo parecido.

– Pero la cara y las manos son más pesadas -señaló el más joven-. Tienen una capa de cera y se han pintado para darles un acabado más natural. ¿Hay alguna etiqueta en la ropa?

– La del impermeable la han arrancado. El sombrero es de ese tipo usado por hombres de cierta edad, parecido a los que se llevaban en los años cincuenta. El resto de la ropa es puro andrajo.

– ¿Ha visto usted alguna vez nada parecido?

– Sólo en carnaval, cuando se ve a los cabezudos en el Metro, sobre todo en las estaciones de La Latina y Lavapiés, pero nunca nada tan convincente como esto. A mí me parece una broma enfermiza para asustar a las mujeres -dijo el más viejo.

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