David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Mientras la extraña pareja cruzaba la barrera metálica, la taquillera vio un poco mejor a la persona sostenida -casi arrastrada, advirtió- con los pies torcidos y como muertos. Quizá fuera uno de los mendigos inválidos que tenían puesto fijo en alguna de las estaciones de Metro del centro y a quien se abandonaría en cualquiera de los pasillos con una dramática nota prendida del abrigo y con una lata para las limosnas entre las piernas impedidas.

Las paredes embaldosadas de la estación estaban totalmente cubiertas de propaganda electoral. Todas las noches, grupos de jóvenes trabajaban febrilmente por todo Madrid con cubos de engrudo y cepillos grandes: la mujer había oído decir que algunos de los partidos políticos formados o autorizados hacía poco les pagaban a razón de mil pesetas por noche, o a ocho pesetas el cartel, para anunciar la conveniencia de unirse al PSP, el PSOE, el PCE, el FDC, la UCD, AP… la mujer no podía recordar todas las iniciales ni sabía lo que significaban la mayoría de ellas. Dios mío, cuántos cambios en seis meses, pensaba. Le parecía haberse pasado toda la vida vendiendo billetes por una miseria en aquel vestíbulo lleno de corrientes de aire y con agua maloliente que se filtraba por el techo incluso en los días más secos del verano. En la época de Franco, las blancas paredes embaldosadas habían estado siempre desnudas, salvo de la mugre procedente de los humos del tráfico que se colaban escaleras abajo. De pronto, en el diciembre último, con motivo del referéndum para la reforma constitucional, había comenzado la invasión de consignas: «¡Vota sí!», «¡Vota no!», «¡No al referéndum capitalista!», «¡Franco habría votado no!».

Cuando ya los equipos especiales de limpieza se las habían arreglado para arrancar hasta el último pedazo de cartel sobre el referéndum, el gobierno anunciaba elecciones para el quince de junio y los carteles y las pegatinas volvían a la carga con fuerza redoblada. A la taquillera le gustaban mucho los seis carteles comunistas con la foto de La Pasionaria, en tonos sepia, que miraba hacia la taquilla; recordaba que cuando era niña la habían llevado a la Puerta del Sol para ver a Dolores Ibarruri en los balcones de Gobernación, en el último año de la guerra civil, y oír sus célebres consignas: «¡No pasarán!» y «¡Más vale morir de pie que vivir de rodillas!». Bueno, el caso es que habían pasado y que la oradora no se había descaminado mucho en cuanto a lo de hincar las rodillas. La boca de la taquillera se tensó con ira al rememorar que, menos de tres años atrás, los trabajadores del Metro habían ido a la huelga en Navidad, en demanda de mayores salarios, y que Franco les había «militarizado» durante cuatro días. A su marido, que estaba inválido, le había hecho gracia, al principio, que a ella la llamaran a filas.

También le gustaba el cartel del PSOE, al lado del comunista, en el que se veía a un joven emigrante español, de facciones recias, que bajaba de un tren con una maleta -de vuelta de Francia, o de Alemania, suponía la mujer- y la consigna: «¡Termina con la emigración! ¡Vota socialista!» Se dijo que aquello era lo que iba a hacer; La Pasionaria ya era cosa del pasado y aquel joven dirigente socialista, Felipe González, era un tipo de aspecto simpático y maneras de trabajador.

Escaleras abajo, a lo largo del andén sur de la Línea 2, la colocación de carteles de la noche anterior había alcanzado una nueva cota: los tablones oficiales anunciaban a la derechista Alianza Popular de Manuel Fraga, pero los carteleros extraoficiales habían aprovechado los huecos entre los grandes anuncios amarillos, de manera que ahora se podía leer: «Para acabar con la corrupción y el fraude… Vota por el Partido Socialista Obrero Español».

Los usuarios que esperaban el tren que había llegado al andén de enfrente y entrado en el túnel para volver a salir al comienzo de la línea estaban también demasiado engolfados en la lectura de la propaganda mural para advertir al hombrón barbudo que apoyaba a la persona incapacitada en las baldosas de la pared. Cuando llegó el tren, hubo cierto revuelo por entrar, pero el hombre fornido se las apañó para hacerse con dos asientos en el vagón penúltimo y ayudó a instalar al compañero en el que tenía enfrente. El tullido tenía la cabeza caída, apoyada en la ventanilla, y no se le podía ver la cara, oculta por el ala del sombrero de fieltro gris y el cuello subido del abrigo.

Sonó el silbato y se cerraron las puertas automáticas; el viejo tren de color rojo y crema abandonó la estación de Cuatro Caminos.

QUEVEDO

Había buena distancia hasta la estación siguiente, Quevedo, y el tren fue aumentando la velocidad. El barbudo parecía ayudar de vez en cuando al compañero a mantener una posición cómoda. Cuando el tren se detuvo en el andén y se abrieron las puertas, el vagón comenzó a llenarse.

SAN BERNARDO

Tras un corto trayecto hasta la estación de San Bernardo, algunos usuarios se bajaron para empalmar con la Línea 4, pero entraron muchos más pasajeros que antes. El olor de los impermeables mojados aumentaba y se mezclaba con el aliento de los que habían tomado un bocadillo sazonado con ajos para desayunar y con el tufo de tabaco negro de los fumadores que habían tirado el cigarrillo al entrar: «Prohibido fumar o llevar el cigarro encendido. Multa, cinco pesetas», advertían los grandes avisos de antes de la guerra en todos los vagones; «No se permite la venta en los vagones».

Sujetos con firmeza a barras y asideros, muchos de los usuarios se esforzaban por leer periódicos doblados o se escrutaban unos a otros con recelo por el rabillo del ojo. Un grupo de colegialas parloteaba y reía en el centro del vagón, sin dirigir siquiera una mirada al hombre barbudo y la figura inclinada, sentada ante él.

NOVICIADO

En Noviciado, la siguiente estación en dirección a Sol, subieron más usuarios aún, hasta el punto de provocar serias apreturas. Una de las colegialas se dio la vuelta para mirar con suspicacia al hombre de mediana edad que había tras ella, preguntándose si sería sólo la cartera del individuo lo que le había rozado el trasero. Sus amigas la codearon con conocimiento de causa y todas estallaron en carcajadas una vez más.

SANTO DOMINGO

Cuando el tren se acercó a Santo Domingo, algunos viajeros forcejearon por ganar las puertas mientras preguntaban con impaciencia a cuantos les bloqueaban el camino: «¿Va a salir?». Cuando se abrieron las puertas, hubo la consiguiente avalancha y un movimiento general de preparación para la estación siguiente, donde tendría lugar la fase más dura de la pugna entre los que bajarían y los que querrían subir.

ÓPERA

En el importante cruce de la estación de Ópera, bajo el Teatro Real que se alzaba ante el Palacio Real, hubo tanta confusión que nadie advirtió al hombre barbudo y fornido cuando se levantó del asiento y se dirigió a la puerta. La gruesa dama que inmediatamente se arrellanó en el asiento vacío no prestó la menor atención a la extraña figura cuyas piernas pendían como muertas del asiento de madera sin tocar el suelo y cuya cara se pegaba a la ventanilla.

SOL

El tren casi se vació en la estación de Sol, centro de todo el sistema de los ferrocarriles metropolitanos madrileños, y la mujer obesa distribuyó a su alrededor las bolsas de la compra para mayor comodidad. Nuevos usuarios entraron para tomar la dirección Ventas, el otro extremo de la línea.

El tipo de usuario había cambiado: había cierta cantidad de uniformados ordenanzas de entidades bancarias, los cuales se apearían en Sevilla o en Banco, y algunos militares que irían camino del Ministerio del Ejército o el Ministerio de Marina en Cibeles, encima de la estación de Banco. Los restantes viajeros que se apiñaban en el fondo del vagón comenzaron a apretarse contra la dama gorda y la repantigada figura del tullido.

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